“Esta vez quiero ir disfrazada de curandera,” le dije a mamá.
“¿Por qué no vas mejor de bruja?”
“Pero yo creía que una curandera era una bruja.”
“Una curandera no es exactamente una bruja,” dijo, “es alguien especial que cura a otros rezándoles a los santos y usando hierbas. Disfrazarte de curandera para Halloween … bueno, simplemente no está bien.” Mamá cogió su escoba vieja y empezó a barrer.
Había soñado en ir vestida de curandera para Halloween desde que había venido una a nuestra casa ese verano.
Vino porque un carro había atropellado a Lucy y los doctores no parecían poder curarla. No encontraron ningún hueso quebrado, ni ninguna herida, pero había pasado algo raro en ella. Gritaba al ver las hojas de los árboles volando por el suelo, llamándolas arañas. Estallaba en llanto y decía las cosas más extrañas, como la vez que dijo que se había tragado los alfileres que había visto en una caja, cuando no lo había hecho.
Mamá llamó a su círculo de comadres. Se reunieron en la sala, rezaron un rosario, y luego, mientras comían pan dulce y tomaban taza tras taza de café caliente, decidieron que Lucy sufría de “susto,” algo que ningún doctor ordinario podía curar. ¡Sólo una buena curandera podría hacerlo!
Entonces cada comadre revisó su sistema solar de amigas y familiares para encontrar a la mejor curandera de su universo.
Fue ahí cuando escuché el nombre de Belia. Belia no sólo había hecho las cosas usuales—como curar los casos de mal de ojo con el poder secreto de un huevo de gallina, o curar casos de dolor de oídos insertando y encendiendo conos de papel dentro de los oídos palpitantes—pero había revivido a un bebé muerto simplemente soplándole. Le había dado a una pobre mujer que no podía tener hijos tantos tés para tomar y tantos santos para enterrar que la mujer salió con tres bebés, y todos ellos con pelo anaranjado brillante.
Ese día le pregunté a mamá, “¿Qué es una curandera, exactamente?”
Ella pensó por un momento. “Es como una bruja buena, alguien con un don, un don para curar a otros con sus poderes mágicos.”
“¿Vendrá en una escoba con un gato negro?” le pregunté. Pero las comadres llamaron a mamá de vuelta a la sala antes de saberlo
La bruja Belia simplemente entró por la puerta de enfrente. La sorpresa más grande fue que Belia resultó ser la madre de Berta. Pero se veía diferente, vestida toda de negro, y seria. Recordé la historia de Clara donde dijo que ciertas brujas podían convertirse en animales salvajes, como pumas y águilas. Así que la bruja Belia se convierte en la madre de Berta, pensé.
Me escondí detrás de una puerta y miré cómo Belia tomaba una sábana blanca y la plegaba sobre Lucy, cubriéndola de pies a cabeza en su cama. Lucy parecía un cuerpo muerto.
Belia agarró la escoba vieja, con bolas de pelo y todo, y comenzó a barrer a Lucy, de arriba abajo, de arriba abajo, todo a lo largo de su cuerpo. Y mientras esto hacía, exclamaba: “¡Lucy! ¡Lucy! ¿Dónde estás? ¿Dónde estás?”
A Lucy le habían dicho que respondiera: “¡Estoy aquí! ¡Estoy aquí!” Este ir y venir continuó por lo que parecieron horas. Y entonces Belia bajó la escoba, destapó a mi hermana, y se fue.
Salté por detrás de la puerta y agarré la escoba. Riendo, le dije a Lucy, “Haz lo mismo otra vez, pero esta vez conmigo.”
Lucy se rió y se cubrió con la sábana blanca.
Yo empecé a barrerla de arriba abajo, llamando y preguntándole en dónde estaba. “¡Estoy aquí!” decía ella.
Nos divertimos mucho hasta que mamá entró con la bruja detrás de ella. “Belia olvidó su bolso,” dijo mamá, sacudiendo la cabeza.
Yo me quedé congelada, la escoba en el aire. Belia, sin duda, ahora me iba a embrujar. Pero se echó a reír y dijo, “¡Sofía llegará a ser una buena curandera!”
Lucy se alivió en unos cuantos días. Y yo me atribuí todo el mérito.
Ese Halloween acepté ir como una bruja regular. Ayudé a hacer un sombrero grande de una caja de cartón, me puse uno de los viejos vestidos negros de mamá, y le permití pintarme una verruga grande y negra en la punta de la nariz. La pobre de Lucy tuvo que quedarse en casa con la gripa.
Me encantaba Halloween aún más que Navidad, porque me permitía ser algo nuevo. El año anterior, me había disfrazado como un gran gusano de tequila. Mamá había hecho ese excéntrico disfraz usando metros y más metros de plástico que había pedido prestado de tía Petra, mi madrina. Me arrugué y sudé a cada paso. El año antes de ese fui como un taco de frijoles. Mamá me hizo ese disfraz aún más extraño de un overol color café y una frazada color crema que había comprado por setenta y cinco centavos en Johnson’s Ropa Usada, la tienda de ropa de segunda más grande del mundo.
Mamá siempre estaba inventando cosas graciosas, como su bebé de medias. Pero Halloween, como la luna llena, sacaba lo más chiflado en ella. La pobre de Lucy había tenido que ir como una raspa de color arco iris el año pasado, luciendo una peluca peluda que mamá tiñó con todos los colores de la creación. Lucy apenas podía andar, toda envuelta en un cono gigante de cartón.
Lo que más me gustaba de Halloween eran los dulces.
El año anterior, Berta me había dicho que había ido al otro lado de la ciudad y había encontrado el paraíso del Halloween, donde consiguió barras de chocolate enteras y pesetas. Yo no le creía, por supuesto. Pero entonces ella abrió su bolsa y me mostró. ¡Era asombroso!
Empecé en el barrio. Conseguí una calaverita con mi nombre en la casa amarilla, un pepino en la color de rosa, y luego una tortilla grande de azúcar en la verde.
En la siguiente casa, una viejita de cabellos blancos salió de repente y me empezó a empapar con agua, diciendo, “¡Odio que los fantasmas, los diablos, y las brujas visiten mi casa! ¡Una cubeta de agua bendita se hará cargo de ti!”
Corrí hacia la banqueta donde mamá me estaba esperando. Algo voló sobre mi cabeza. Miré hacia abajo y encontré una tarjeta con una imagen del Ángel de la Guarda pegada a una vieja bota negra. Mamá levantó la bota, despegó la tarjeta, y la dejó caer en mi bolsa. Dejó la bota de la viejita loca en su puerta.
Después de eso recibí más pepinos, zanahorias, tortillas de azúcar, centavos, cacahuates, palomitas de maíz, y hasta un huevo café de una mujer que tenía su propio gallinero, y que mamá se ofreció a llevar. Hubo flores también—frescas, de papel, y de plástico. Una mujer preguntó si quería un taco de frijoles.
Conseguí unas cuantas paletas, incluso una con un gusano de tequila dentro, así como unos cuantos trozos de dulce duros, pero mi bolsa de Halloween sólo se ponía más pesada y más pesada con verduras. Y yo odiaba las verduras—todas ellas, pero especialmente los pepinos.
Me detuve. “Mamá, quiero ir a casa. Ahora.”
“¿Por qué? ¿Por qué estás tan triste?”
Vacilé. “Bueno … esperaba que me dieran barras de chocolate y pesetas. El año pasado a Berta le dieron barras de chocolate y pesetas en el otro lado de la ciudad.”
Antes de decir más ya estaba en el carro. Cuando cruzamos las vías del tren y llegamos a una señal de alto, miré hacia fuera y vi princesas, piratas, y pingüinos, vestidos con los más asombrosos disfraces comprados en almacén. Llevaban grandes calabazas anaranjadas de plástico para sus dulces.
Y cuando llegué a la primera casa, una mansión de ladrillo blanco, pulsé un botón iluminado y oí campanadas. La puerta enorme con el picaporte de oro se abrió, y una mujer en zapatos de tacón con punta salió, llevando un tazón enorme lleno de barras de chocolate Hershey y chocolates Kisses envueltos en papel plateado. ¡No podía creer lo que veía! Hasta afuera sentí el calor increíble de la enorme chimenea de la casa.
Me quedé mirando, olvidando decir “Trick or treat.” La mujer sonrió y dejó caer una barra de chocolate en mi bolsa de papel, luego una peseta, y enseguida un puñado entero de Kisses.
Y fue lo mismo en las otras cinco mansiones que visitamos.
Cuando llegamos a casa, puse los obsequios del otro lado de la ciudad en una segunda bolsa, dejando las tortillas de azúcar y las zanahorias y los pepinos en la primera. Y cuando Lucy pidió algunos dulces, le enseñé la primera bolsa.
Al día siguiente, mamá me dijo que fuera con ella a la casa de doña Virginia. Vi que su casa era la misma en la que me habían dado la calavera de azúcar con mi nombre. Entramos y encontramos a don Chuy, su marido, quien nos llevó a un cuartito trasero. Allí encontramos a doña Virginia bajo una pirámide de cobijas, sus ojos cerrados, y apenas respirando.
Mamá abrió su bolso y sacó su botella de plástico con agua bendita. Mojó sus dedos con el agua y luego hizo la señal de la cruz en la frente pálida de doña Virginia.
Don Chuy, calladamente, nos pidió que fuéramos a la cocina para tomar un té que hizo hirviendo hojas de su naranjo. Trajo un platón de calaveras blancas a la mesa.
“Estas son las calaveras de azúcar de Virginia,” dijo con tristeza. “Se levantó ayer muy temprano para hacer un montón. Quería asegurarse de que hubiera suficientes para todos los niños del barrio.
“Insistí en que volviera a la cama, que estaba muy enferma. Le dije que iría a la tienda y compraría una bolsa de dulces, hasta chocolates. Pero no, ella quería dar a los niños algo relacionado al Día de los Muertos.
“Octubre treinta y uno es tan difícil para nosotros dos … para ella, especialmente. Nuestro hijo Luis ya tendría la misma edad de Sofía.
“Sofía, ¿sabes que las almas de los niños tienen permiso divino para venir a visitar a sus familias el treinta y uno de octubre? Los adultos vienen el primero de noviembre. Y el dos de noviembre todos parten otra vez por otro año.”
Sacudí la cabeza.
Don Chuy tocó mi cabeza y nos contó cómo doña Virginia se había arrastrado alrededor de la cocina, haciendo pan de polvo y chocolate caliente mexicano para Luis y una olla de pozole para sus padres. Don Chuy nos llevó a su pequeñísima sala y nos mostró un altar improvisado en una esquina, con dos velas votivas encendidas, un ramo de caléndulas anaranjadas en un florero de una tienda de baratillo, y pequeñas estatuillas de la Virgen de Guadalupe y otros santos.
Don Chuy apuntó a unas fotos en blanco y negro. “Este es mi hijo Luis. Esos son los padres de Virginia.” Levantó la tapa de una olla de cerámica. Olí los chiles y la carne de puerco del pozole que doña Virginia había preparado para sus padres. Había una taza de chocolate caliente y un plato lleno de brillantes galletas de pan de polvo para Luis. Su postre favorito.
También noté un trompo de madera rojo, un osito de peluche, una botella de tequila, y un puro, así como un vaso de agua, una cruz hecha de cáscaras de lima, y un salero en el altar.
Caminando de regreso a casa, pregunté a mamá acerca del altar y las cosas que había visto allí. Me dijo que el hijo de doña Virginia, Luis, y sus padres venían a visitarla por un solo día. La cruz de lima era para guiarlos a la casa, la sal para purificarlos, y el agua para que bebieran a lo largo del camino. Y una vez que llegaran a su casa, podrían festejar con sus comidas y bebidas favoritas.
Cuando llegamos a casa, encontré a papá en la mesa de la cocina leyendo Don Quijote. Lucy estaba profundamente dormida.
“Ah, mi’ja, enséñame tus dulces de Halloween,” me dijo sonriendo. Fui y saqué las bolsas de debajo de mi cama.
“¿Por qué tienes dos bolsas?”
“Una tiene lo que me dieron por aquí; la otra, las barras de dulce y las pesetas del otro lado de la ciudad.”
Antes de darme cuenta ya estaba de vuelta en el carro, pero esta vez con papá. “Te voy a llevar al cementerio para mostrarte algo mágico de este lado.”
El cementerio estaba extrañamente radiante con velas encendidas y rociado con caléndulas anaranjadas. Sentí miedo, no magia.
“Papá, no quiero bajarme del carro.”
“Mira,” dijo.
En el cementerio, la gente estaba hablando, bailando, tocando guitarra y cantándoles a las tumbas mientras comían de platos abarrotados de tamales y otras delicias. ¿Algunas de estas personas habían salido de sus tumbas? Quizá el hijo de doña Virginia, Luis, y sus padres, estaban ya en su casa visitándola. Pensé en la calavera de azúcar que me había hecho—la que tenía mi nombre.
Papá me sonrió y prendió el carro.
“Yo quisiera que viviéramos en el otro lado de la ciudad,” dije, mirando por la ventanilla la oscuridad.
“¿Por qué, mi’ja?”
“Porque ellos viven en casas bonitas, y están calientes.”
“Ah, pero hay calor de este lado también.”
“Pero … hace mucho frío en casa, y la mayoría de las casas alrededor nuestro se están cayendo.”
“Sí, pero tenemos nuestra música, nuestras comidas, nuestras tradiciones. Y el enorme corazón de nuestras familias. ¿Recuerdas cómo las comadres se juntaron todas y encontraron una manera de curar a Lucy, y sólo con una escoba vieja? Y era algo que esos doctores ricos no podían hacer.”
A veces pensaba que papá era de otro mundo, especialmente cuando hablaba de esa manera.
“No te preocupes, mi’ja,” dijo mientras paraba el carro enfrente de la casa. “Ya entenderás con los años de lo que estoy hablando.”
Entré a nuestra helada casa, asintiendo con la cabeza y temblando de frío.