Mamá me preparaba dos tacos de frijoles para mi almuerzo escolar todos los días. Todas las mañanas se levantaba a las cinco para amasar la harina fresca para las tortillas. Extendía y cocía una tortilla a la vez hasta juntar un montón grande, bien caliente, y luego rellenaba cada una con frijoles que había freído en grasa de tocino y condimentado con cebolla picada en su enorme sartén de hierro.
Y cada mañana me sentaba en la mesa de la cocina y le decía “¿Mamá, por favor, podrías darme algo de dinero para el almuerzo también, o por qué no un sándwich?” Pero la repuesta era siempre la misma: “¿Por qué, mi'ja? Ya tienes estos deliciosos tacos de frijoles para comer.”
No era que los tacos no estuvieran buenos; era que algunos niños llamaban a todos los mexicano-americanos frijoleros, así que lo último que necesitaba era llamar la atención como si fuera un gran letrero estúpido. Todos los demás niños compraban su almuerzo en la cafetería o llevaban unos agradables sándwiches de pan blanco.
Comencé a sentarme hasta el fondo de la cafetería, para dar la espalda y engullir mis tacos.
Entonces comenzaba a comerme los tacos, poniéndolos primero en una bolsa.
Apenas me tardaba cinco minutos en comer, y luego salía al patio de recreo. Siempre era la primera allí, frecuentemente la única por un buen rato. Pero no me importaba, excepto en los días de mucho frío, cuando deseaba estar dentro todavía.
En uno de esos días fríos, tanto temía salir que empecé a comerme mi segundo taco muy lentamente. “¡Oye, tú!” gritó alguien. Volteé y encontré una niña grande parada justo en frente de mí, los brazos cruzados sobre el pecho como cartucheras.
“¿Qué hay en esa bolsa de papel?” Me miró con furia y le dio un golpe a la bolsa con el dedo gordo.
Me sentí aturdidamente estúpida. Agarró la bolsa.
“¡Cabeza de taco! ¡Cabeza de taco¡” Gritó. En cuestión de segundos estaba rodeada de niños que cantaban “¡Cabeza de taco! ¡Cabeza de taco!”
Quería que el suelo se abriera y que me tragara entera. No sólo fui descubierta, la niña también había causado que mi taco se abriera de repente y salpicara todo mi suéter blanco.
Esta pesadilla duró mucho tiempo, hasta que la entrenadora Clarke, la maestra de deportes de las niñas, tocó su silbato y ordenó que todos regresaran a sus asientos.
“Sofía,” me dijo, “no les pongas atención. Se están portando mal y tontamente.” Me llevó a la sala de maestras y me ayudó a limpiarme.
Por dos días después de eso, me iba directamente al patio de recreo y no comía mi almuerzo hasta que llegaba a casa después de la escuela. Y por dos días después de eso comí dentro de un compartimento en el baño de las niñas.
El siguiente lunes, la entrenadora Clarke me detuvo en el pasillo. “Sofía, ¿qué tal si comemos juntas en la cafetería?”
Cuando sonó la campana del almuerzo, encontré a la entrenadora Clarke sentada en medio de la cafetería, rodeada de estudiantes. Me miró y me saludó a lo lejos, indicándome que me acercara.
“Aquí, Sofía,” dijo mientras sacaba la silla de su lado. “Todos los demás querían sentarse conmigo, pero les dije que no, que guardaba esta silla para ti.”
Me senté, sintiéndome mal, nerviosa.
“¿Qué tal si cambiamos?” dijo la entrenadora. Abrió su bolsa del almuerzo y sacó la mitad de un sándwich envuelto en plástico. “Te cambio éste por uno de tus tacos.”
Todos los niños nos estaban mirando.
“Oh, por favor, de verdad quiero intercambiar.”
Vacilé y saqué mi almuerzo. Desenvolví el papel de aluminio.
“Se ven buenos,” dijo la entrenadora, tomando uno de los tacos. “Mejor que cualquier sándwich estúpido que haya tenido antes. Compruébalo. Dale una mordida.”
Con mucho cuidado desenvolví el medio sándwich y le di una mordidita. Sabía horrible, algo así entre sardinas y salchichón de Bolonia.
“¡Ja! ¡Te lo dije!” dijo la entrenadora Clarke, riendo. “Ten,” dijo, tomando el resto del sándwich, “no te lo tienes que comer. Ten tu taco en su lugar.”
Mientras yo me comía uno y la entrenadora Clarke se comía el otro, ella seguía haciendo mmmmm, saboreándose en voz alta. Yo sabía que todos en la cafetería podían escucharla.
Y al día siguiente almorzamos juntas de nuevo, en medio de la cafetería. Intercambiamos. Otra vez, su medio sándwich sabía verdaderamente horrible. ¿Todos los sándwiches sabrán a algo entre sardinas y salchichón de Bolonia? me preguntaba.
Pero esta vez, mientras ella comía un taco y yo el otro, me contó historias sobre sí misma: cómo se convirtió en entrenadora porque se había enamorado de los deportes en la escuela; cómo le gustaba jugar al fútbol más pero también había sido buena jugando hockey y softbol. Nos reímos cuando me describió la graciosa falda que había llevado jugando hockey sobre césped.
Le dije que me gustaba jugar al fútbol también, con mi padre y mis primos en la calle. Entonces me acordé de Clara y sus historias, así que le conté a la entrenadora Clarke de Clara y cómo me dijo que había heredado de mi tatarabuela el don de patear como una mula. Vacilé, luego dije, “Quisiera haber pateado a la niña que se burló de mí.”
“Sofía, en vez de eso, aprende a patear con la cabeza.”
“¿Como en el fútbol?”
“No, como con el cerebro. ¿Y sabes cómo puedes patear a esa niña, y realmente duro?”
“¿Cómo?”
“Pateando su trasero en la escuela, ganándole en inglés, en matemáticas, en todo—incluso en los deportes.”
La entrenadora Clarke y yo almorzamos juntas el resto de esa semana. Me pidió la receta de los tacos. Tuve que pedírsela tanto a papá como a mamá, ya que papá limpiaba y cocía los frijoles antes de que mamá los friera.
Después de eso, quería tanto “patear a esa niña” que le pregunté a la entrenadora Clarke si podía ir a la biblioteca a estudiar después del almuerzo en lugar de perder tiempo en el patio de recreo. Me arregló todo. También me dijo, “Parte de ‘patear a esa niña’ es comerte tus tacos con orgullo, y justo en el medio de la cafetería.”
Ese año pateé a esa niña en todas las clases y deportes, especialmente en el fútbol.
No fue mucho tiempo después de mis almuerzos con la entrenadora Clarke que algunos de los niños mexicano-americanos empezaron a comer sus alimentos abiertamente también. Y a veces, cuando sacaba mi almuerzo, me ofrecían intercambiarlo por sándwiches. Pero siempre me comía mis dos tacos antes de ir a la biblioteca.