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Limpiando
Frijoles

Cada martes papá llegaba a casa de la tienda de armarios donde trabajaba, se cambiaba a sus pantalones vaqueros, se ponía sus botas, y luego tomaba el recipiente de metal amarillo del gabinete de la cocina. Se sentaba en la mesa de la cocina, le quitaba la tapa, y empezaba a limpiar su libra de frijoles pintos. Y siempre me sentaba con él.

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Era un martes, y ahora sólo tenía un par de semanas para decidir si aceptaba la beca. Mientras me sentaba al lado de papá y lo miraba limpiar sus frijoles pintos, yo me preguntaba lo que tendría que hacer finalmente para convencer a mi familia de que me dejara ir. La representación de plástico de la tía Petra y el apoyo de Berta habían ayudado seguramente a mi causa, pero todavía no recibía la bendición de mis padres.

Papá metió la mano izquierda en el recipiente de metal y sacó un puñado de frijoles. Levantó la mano hasta el pecho y la abrió. Usando su dedo índice, empezó a buscar a través de su pequeña montaña, un gigante gentil. Mientras sacaba piedritas, terrones, y frijoles rotos, los ponía en la tapa volteada hacia arriba. También soplaba sobre ellos mientras los vertía de mano a mano como joyas. Esto ayudaba a limpiarlos de tierra.

Después de girar y mover todos los frijoles alrededor, asegurándose de que ya estuvieran limpios y ninguno roto—los rotos sólo se pegaban al lado de la olla y se quemaban—lentamente derramaba un puñado en un gran tazón de barro color café.

Así era como limpiaba su libra de frijoles pintos todos los martes—puñado por puñado. Decía que sostenerlos y limpiarlos lo relajaba, volviendo importante a cada uno—sagrado, incluso.

Me encantaba sentarme a limpiar frijoles con papá. Me contaba secretos acerca de los frijoles, cómo eran mejores que la carne, cómo eran como nosotros, mestizos—la parte pálida española y las manchas color café, indias.

Muy seguido cogía uno solo, lo observaba con los ojos entrecerrados, y me preguntaba si veía la imagen de Pancho Villa en la dispersión de las manchas indígenas, o la de Zapata, o la del cómico mexicano Cantinflas, o la de mi tía Petra o esto o aquello. Yo siempre miraba pero nunca veía nada. Sin embargo, le decía que sí. Era mejor que mirar estrellas, me decía. Ver frijoles era bastante como mirar un canal mexicano de televisión—sólo salían cosas mexicanas.

Pero generalmente limpiábamos en un total silencio. Y era cuando me sentía especialmente cerca de papá. Era la única persona que conocía que me hacía sentir que era posible estar perfectamente en silencio y aun así compartir algo realmente cariñoso y especial con alguien.

Después de que el tazón estaba medio lleno, papá le añadía agua fresca y empezaba a mover los frijoles haciéndolos girar con sus dedos largos, morenos y dorados. Le gustaba el sonido que hacían, como las olas en la Isla del Padre.

Cuando el agua se ponía gris, papá la vaciaba toda y lavaba los frijoles de nuevo, hasta que el agua quedaba completamente clara. Luego echaba los frijoles a una olla grande de barro. La olla era color café, con un gallo rojo dibujado en la panza. Ésta era la única posesión apreciada de papá, y la utilizaba solamente para cocinar frijoles. Era la única olla o cacerola que tenía su propio espacio en la cocina—en el quemador trasero derecho de nuestra vieja estufa de gas.

Entonces le echaba agua fresca, ponía la olla en la estufa de nuevo, y prendía el quemador. La vigilaba hasta que el agua empezaba a hervir.

Después de exactamente dos minutos, apagaba el quemador, tomaba su guitarra vieja, y venía y se sentaba a mi lado. Mientras esperábamos a que pasara una hora entera, papá me enseñaba algunos acordes nuevos en la guitarra, y escuchábamos a Coco, el canario amarillo de papá, cantando afuera. A esta hora, decía, los frijoles se limpian de sus poderes para producir vientos, siempre haciéndome reír.

Luego papá enjuagaba los frijoles una vez más.

Ya era el momento de cocinarlos. Papá les ponía agua fresca, agregaba un ramito de epazote, una planta verde que despertaba el verdadero sabor (otro secreto del frijol), y encendía el fuego bajo la olla.

Una vez que la olla comenzaba a hervir a fuego lento y a burbujear, papá empezaba a burbujear también. El olor era el incienso de la tierra, decía, mientras aspiraba una honda bocanada. Entonces iniciaba su danza del frijol, haciendo cabriolas continuamente hasta la olla que burbujea, levantando su tapa, y echando un vistazo dentro.

Más tarde, sacaba con cuchara dos frijoles de la olla y apretaba cada uno entre los dedos, probándolos. “Estos son mejores que cualquier pedazo de carne o de bistec.”

Una vez que los frijoles estaban perfectos, papá servía una taza para mí y otra para él, y nos sentábamos calladamente en la mesa de la cocina a disfrutarlos, uno por uno, pequeño tras pequeño, con nuestras cucharillas. Era cuando los frijoles sabían mejor, los dos estábamos de acuerdo, cuando estaban enteros y aún calientes después de haberlos limpiado y cocinado.

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Ahora la puerta principal dio un portazo y mamá y Lucy irrumpieron bruscamente. Lucy estaba chupando ruidosamente una enorme paleta, con los colores del arco iris. Mamá colocó dos grandes bolsas del supermercado en la mesa de la cocina y prendió la radio.

“¡Ay!” Subió el volumen de la radio. “Esto es como una funeraria. Ustedes dos deben salir y hacer algo, cualquier cosa. Cómo pueden quedarse sentados allí por horas sin decir una sola palabra…. Y Sofía, deberías ser más como Berta. La vimos comprando medias. Ya está planeando su quinceañera.”

“Julia,” el vals cantado por Javier Solís, comenzó a sonar. “¡Ay! ¡Esa es nuestra canción, viejo!” dijo mamá, mientras sacaba a papá de la silla.

Lucy y yo los mirábamos fijamente. No me había dado cuenta de que papá podía bailar. Bailaba el vals con mamá alrededor de la cocina, sonriéndole. Mamá se reía, su cabeza hacia atrás, el pelo suelto. Parecían adolescentes.

Cuando terminó el vals, mamá le plantó un beso grande en los labios a papá. Se puso muy rojo. Se rió, tomó la mano derecha de mamá, y la besó suavemente. “Gracias, mi amor. Es un honor bailar con una mujer tan hermosa.”

“Niñas, esa era nuestra canción de bodas,” dijo mamá mientras vaciaba las bolsas. Todos le empezamos a ayudar. Sacó una botella de aceite de cocina, una cebolla blanca, dos chiles serranos, y su sartén grande de hierro.

Después de que cortó en cubitos la cebolla y los chiles, puso el sartén en la estufa y vertió un chorro de aceite en ella. “Es un misterio completo para mí cómo ustedes dos se pueden comer esos frijoles directamente de la olla. Para mí ni siquiera están cocidos todavía. Hay que transformarlos en frijoles refritos.” Mamá echó la cebolla y los chiles en el aceite caliente.

Papá y yo mirábamos, mientras ella sacaba taza tras taza de frijoles de la olla, los echaba en el sartén chisporroteante, y los molía con su moledor grande de alambre con mango verde. “Ésta es la cena esta noche,” dijo, y comenzó a hacer tortillas de harina, usando la masa que había hecho temprano esa mañana.

Mamá nos dejó a papá y a mí a cargo de cocinar la cena. Papá cogió la olla y me mostró cómo ninguno de nuestros frijoles había sobrevivido. Estaban burbujeando en el sartén de mamá. “La próxima vez, Sofía, seremos listos y guardaremos una porción secreta para nosotros. Pero necesitamos ser rápidos, antes de que tu mamá los encuentre.”

Me reí. Una de las tortillas empezó a inflarse como una rana gigante. “Voltéala,” dijo papá, sonriendo.

Agarré la orilla, pero estaba demasiada caliente. Papá alargó la mano sobre mi hombro y la volteó. “Ten cuidado, mi’ja. Trata de usar un tenedor.”

“Pero tú y mamá usan los dedos.”

“Ah, pero eso es porque nosotros tenemos mucha experiencia. Tú apenas estás comenzando.”

Me reí. “Eso suena muy parecido a cómo aprender a ser una buena comadre.

“Papá, sólo quedan dos semanas más. Le darán la beca a otra persona si no la acepto.”

“Ah,” dijo papá, mientras bajaba la llama del sartén que burbujeaba. “A ver, dime Sofía, ¿cuál es la diferencia entre cómo nos gusta comer a nosotros los frijoles y cómo le gusta a tu mamá?”

“Oh, eso es fácil. Nos gustan enteros, servidos en una taza, mientras a mamá le gusta molerlos, freírlos, y luego atraparlos en tacos.”

Papá se echó a reír. “¿Qué? ¿No te gustan los tacos de tu mamá?”

“Sí, me gustan. Pero una vez hicieron que me llamaran Cabeza de Taco en la escuela.”

“¿Cabeza de Taco?”

Le conté la historia.

“Eso debe haber sido duro para ti, mi’ja. Pero no le digas a tu mamá, porque agarra su machete y va tras esa niña grande.”

“Pero eso sucedió hace años.”

“Oh, eso es sólo un detalle cuando se trata de tu mamá. Tu mamá es un huracán, una fuerza de la naturaleza. Ya la has visto usar su poderoso sistema solar de comadres.”

“Sí … pero yo no soy nada como ella.”

“No, tú eres como tu papá. Pero no te sientas mal. Nosotros tenemos nuestros propios poderes secretos. Encontramos a Dios entre las ollas y las cacerolas, justo como Teresa de Ávila, nuestra santita española.”

“¿Ollas y cacerolas?”

“¿Recuerdas aquellas luciérnagas hace años? ¿Cómo atrapamos un montón y las aplastamos contra nuestras caras, brazos, y cuellos? Tu mamá dijo, ‘¿Cómo pudieron ponerse tan sucios? ¡Y esas pobres criaturas!’

“Pero entonces salimos afuera a la noche oscura, ¿recuerdas? Qué asombrada y encantada se puso, porque allí estábamos, brillando como unos seres sobrenaturales.”

“Sí … pero …”

“Y fíjate en tu historia de Cabeza de Taco también, la que me acabas de contar. Debe haber sido muy, muy difícil para ti. Pero mira a dónde te ha llevado. Te pateó hasta la mera cabeza de tu clase, y ahora tienes esta beca.”

“Papá, ¿quieres que vaya? ¿Puedo ir?”

“Yo quiero que seas feliz, mi’ja, que aprendas lo que se necesita para tener siempre la capacidad de ser feliz.”

Esto me hará feliz.”

Papá bajó la mirada hacia sus botas color café con blanco y luego me miró. “Bueno, Sofía. Y debes saber que quiero que siempre sigas tus sueños. Eres una soñadora, como yo. Y veo por tu historia de Cabeza de Taco que tienes la patada que se necesita para aprender de la vida, para seguir adelante, incluso cuando se ponga difícil.”

Besé a papá. Él sonrió.

“¿Pero qué tal mamá, y Lucy?” dije, volteando una tortilla inflada con un tenedor.

Papá empezó a reír. “Para tu mamá, los frijoles no están hechos hasta que estén refritos. Y Lucy es una mini versión de ella.” Papá apagó el quemador.

“Esa es otra lección importante para aprender a ser feliz, Sofía, para llegar a ser una buena comadre—darte cuenta de que todos somos especiales y a menudo muy diferentes de ti. Y si realmente quieres conectarte con ellos, para amarlos, primero necesitas comprender cómo sienten ellos. Yo, por ejemplo, tuve que aprender a bailar, algo que no me interesaba, sólo para tener la oportunidad de llegar a conocer a tu mamá. Y eso porque le encantaba bailar y los bailes y todo cuanto tuviera que ver con ellos.”

“Pero …”

“Pero estás toda confundida ahora. ¡Bueno, eso es bueno también!”

“¿Bueno?”

“Sí, bueno, Sofía, porque la vida es así—confusa. Y es confusa porque la gente confunde. Pero ¡basta! de toda esta charla de otro mundo, como te gusta decir.

“Sofía, en serio, como tu papá que soy, déjame decirte esto: si ese es tu sueño, ir a esa escuela, yo te apoyaré. Ahora, por otra parte, todavía necesitas convencer a tu mamá. En cuanto a Lucy, ella hará lo que tu mamá haga.”

“¿Pero cómo?”

“Aprendiendo a bailar, como lo hice yo.”

“¿En serio? Papá, eso es …”

Papá se echó a reír de nuevo mientras sacaba la última tortilla del comal y la ponía dentro de la tortillera de cerámica. “Tienes que conectarte con ella de manera que pueda sentir y comprender, de manera que ella se sienta cuidada, también. Es lo que quiero decir cuando digo que tienes que aprender a bailar. Tu mamá es una bailarina, no una soñadora como tú y yo. Necesita ver y oír las cosas; no puede presentir las cosas en silencio, como nosotros podemos.

“Déjame darte un ejemplo. ¿Recuerdas ese domingo, hace años, cuando te entró el pánico y pusiste la hostia en el bolsillo de tu blusa, y cómo tu mamá llamó al sacerdote?”

“Sí,” dije. ¡Qué recuerdo tan extraño!

“Bueno, tu mamá entró a la cocina llevando tu blusa y me dijo lo que estaba en el bolsillo. Yo me reí y le dije que no se preocupara, que yo simplemente te contaría una historia mágica acerca de cómo ahora podríamos usar tu hostia secreta para mantener a los ángeles volando por toda la casa.”

“¿Los ángeles?”

“Sí. Ya sabes que dicen que una horda de ángeles celestiales baja en el momento en que el sacerdote comienza a transformar la hostia en el cuerpo de Jesús. Y cómo vuelan alrededor durante toda la comunión, asegurándose de que ni una sola hostia se pierda por el camino.

“A mi modo de ver, si manteníamos tu pequeña hostia en tu bolsillo, tendríamos automáticamente a todos los ángeles volando sobre nuestra casa. Le dije a tu mamá que esa historia te haría sentir mejor, y pronto.

“Pero me di cuenta que ella realmente sentía que tenía que llamar al sacerdote. Y yo sabía que eso te serviría a ti también.

“Debe haber sido espantoso para ti tener que ir a hablar con el sacerdote, pero si yo no hubiera estado de acuerdo en llamarlo, tu mamá todavía estaría aterrorizada de tener una santa hostia, ahora mohosa, en el ropero.

“Sofía, ¿entiendes lo que te estoy diciendo?”

“¿Pero qué puedo hacer o decir para convencerla y que no se preocupe de que me vaya?”

“Bueno, prueba esto: dile que la amas, y que puedes cuidarte a ti misma.”

“Pero ella sabe que la amo….”

“Sofía, como dije antes, ella no es como nosotros. Ella sólo siente lo que ve y oye y—”

Mamá entró atropelladamente a la cocina. “Carmen llamó para decirme de la nueva gran película que están dando en el autocine, una con Pedro Infante. ¡Estoy tan emocionada!”

Como mamá se hizo cargo de la cocina, papá me guiñó el ojo. Lo seguí afuera. Había un hermoso resplandor anaranjado en el horizonte. El aire de la noche era dulce con el jazmín mexicano de papá.

“Como decía, ella sólo siente lo que ve y oye, y lo que vive en las películas.” Entonces se echó a reír. “Así que cuando vayamos al autocine, pon atención a tu mamá y a cómo se conecta a la película.”

Puse los ojos en blanco. No, no otra de esas películas de charros cantantes.

“Así que creo que es el momento de que aprendas a bailar, mi’ja,” papá dijo, sonriendo. Empezó a silbar el vals “Julia.” Entonces me tomó en sus brazos y comenzó a bailar el vals conmigo, girando y girando alrededor del césped recién cortado.