El teléfono sonó temprano a la mañana siguiente. Berta. “No puedo creer que te comiste el gusano de tequila. ¡Qué asco! ¿A que sabía?”
“¡Tremendo! Pero no curó mis problemas.”
“Un gusano tequilero cura la nostalgia, no los problemas.”
“Bueno, tengo dos grandes problemas.”
“¿Cuáles son?”
“Cómo conseguir esos cinco vestidos nuevos y los cuatrocientos dólares,” le dije. “Le comenté a mamá que tú y yo teníamos un plan. Hasta te llamé mi comadre.”
Berta se rió. “Eres lista, Sofía. Déjame ir y mostrarte las fotos de la quinceañera. Entonces podemos hablar y hablar de un plan, como comadres verdaderas.”
“¿Quieres decir que ya te entregaron tus tropecientas fotos?”
“¡Sí, y ordené extras de ti y tu mamá bailando!”
“¿Y cuántas ordenaste de ti y Jamie besándose? ¿Tropecientas?”
“¡Doble tropecientas!”
Lo más desalentador de ir a San Lucas no era que estaba a más de trescientas millas, o que era episcopal, no católica, ni que estaba encima de una loma, lejos de todos y de todo. No. Era tener que vestirme cada noche—de lunes a viernes—para una cena formal.
Esto había preocupado a mamá, también: “Pues aunque decidimos que puedes ir, Sofía, ¿qué vamos a hacer acerca de tu ropa? Sólo tienes un vestido decente—el que llevas a misa.” Pensé en la alcancía que papá me compró hace años en México. Contenía como tres dólares, ni siquiera para un solo vestido.
Seguí teniendo la misma pesadilla una y otra vez: Estaba yo sentada durante la cena en mi vestido dominguero, y había otros siete estudiantes a la mesa, que estaba puesta con la mejor plata, porcelana, y cristalería de lo más fino. Todos ellos se ponían de pie y comenzaban a apuntarme y a reírse de mí. Miré hacia abajo y vi horrorizada que mi bonito vestido blanco se había convertido en uno pegado con pedazos de los rollos de plástico de tía Petra. Desperté sudorosa, recordando aquello de “¡Cabeza de Taco!”
Mamá y Lucy estaban visitando a los abuelitos al otro lado de la cuidad. Papá estaba en el corredor de enfrente, regando su jazmín mexicano y escuchando cantar a su canario. Hice una cafetera de café fresco y estaba poniendo empanadas de calabaza en un plato cuando Berta entró en la cocina llevando dos álbumes de fotos enormes y una bolsa grande.
“¡Ah!” Serví el café. “Nos tomará años para—”
“Y éstos son solamente los realmente buenos.”
Después de nuestra tercera taza de café y nuestra tercera empanada, sólo llevábamos vistas la mitad de las fotos. Me muero si veo una foto más de ella besando a Jamie, pensé.
“¡Bueno!” Ella cerró los álbumes. “Haz hecho un trabajo realmente bueno al ser mi comadre por mirar mis fotos. Hasta conseguiste los accesorios correctos—mesa de cocina, café, pan dulce. Así que ahora vamos a hablar acerca de ti y esos vestidos.”
“No hasta que hablemos acerca de ti y Jamie. ¿Qué se siente besarlo?”
“¡Sofía!”
“No, de verdad. Es importante que yo te ayude, también…. Recuerda lo que dijo tía Petra.”
“Mi sueño no se trata de besar a Jamie.”
“¿Pues de qué se trata entonces?”
“Bueno … se trata de estar con él, se trata de cómo él me hace sentir acerca de mí.”
“¿Y cómo te hace sentir?”
“Como que estoy en un sueño …”
“Y besarlo, ¿qué se siente?”
“Eso es … personal….”
“Vamos, Berta. No me puedes tratar como a una niña y decirme que deje de serlo.”
“Umm … besarlo es como … bueno, salirte de ti misma. Te sientes temblorosa y todo.”
“¿Y te gusta eso?”
“Es difícil de explicar. Yo realmente no lo comprendo tampoco.”
“Entonces ¿cómo quieres que te apoye en todo esto?”
“Bueno, me puedes ayudar a no reprobar matemáticas. Es difícil estudiar cuando estás …”
“¿Enamorada?”
“Sofía …”
“Bueno, bueno. Te ayudaré con tus matemáticas.”
“Gracias. Ahora, esos vestidos … ¿Por qué no haces lo que hice con mi quinceañera? ¡Consíguete unos padrinos y madrinas de vestido para que te los patrocinen y los compren!”
Me enderecé en la silla. “¡Yo no puedo hacer eso!”
“Pero ¿por qué no?”
“Porque … no está en mí. Tengo que hacer esto a mi manera.”
“¡Sofía! ¿Qué hay de malo con conseguir otras personas para que te ayuden? De cualquier forma, eso es parte de aprender a ser una comadre.”
“Lo sé. Es sólo que … bueno … Es igual como papá…. Ya sabes, cómo él quería una guitarra y prefirió hacerse una en su tienda de armarios, usando sus herramientas y cosas así. Así es como yo soy también.”
“¿Vas a hacerte los vestidos tú misma? Ni siquiera puedes abotonarte derecho los botones. Te dije que tomaras la clase de Economía Doméstica conmigo, pero ¡no! Tomaste Álgebra Avanzada.”
“Lo sé, pero …”
“¿Pero qué?”
“Bueno, tú tomaste Economía Doméstica, así que debes saber algo de costura, y … ¿Qué tal si tomamos mi vestido de dama y me ayudas a volverlo uno de mis vestidos nuevos?”
“¿Tu vestido de dama?”
“Pensaré en ti cada vez que lo use. De otra forma sólo estará colgado ahí en el ropero. ¿Por favor, Berta?”
“Pero ¿qué pasará con los otros cuatro?”
“Bueno …”
“¡Oh! ¡Yo tengo una idea! Soy más grande que tú, ¿verdad? ¿Recuerdas ese vestido azul que llevé al autocine? ¿Te gusta?”
“Sí, es bonito.”
“¡Ese es el vestido número dos!”
“¿Qué?”
“Es tuyo. ¡Simplemente lo arreglaré para que te quede!”
“¡No! No voy a quitarte tu vestido.”
“No me lo estás quitando. Te lo estoy dando. Es un regalo.”
“No.”
“¡Sí! Parte de ser una comadre es aprender a recibir. Así que tenemos dos vestidos, y nada más nos faltan tres.”
Papá entró. “Berta, ¡que maravillosa te mirabas en tu quinceañera!” Berta le mostró la foto mía bailando con mamá.
“¡Ah! Mis dos chicas se miran tan hermosas. Y ese vestido de dama, Sofía, te hace parecer tan adulta.”
Pateé a Berta debajo de la mesa cuando le chismeó a papá acerca de nuestro plan para mis vestidos nuevos.
Sacó su billetera delgada y tomó un billete crujiente de diez dólares. Se lo entregó a Berta.
“Quiero ser el padrino orgulloso del tercer vestido nuevo,” dijo, sonriendo.
Papá se sirvió un poco de café. “Tengo toda la fe del mundo que ustedes dos conjurarán los otros dos de alguna manera.” Entonces salió.
“Sofía, ¿cuánto dinero tienes en ese gusano de tequila tuyo?”
“Como tres dólares. ¿Por qué?”
“¡Perfecto! ¡Ya lo tengo todo resuelto!”
“¿Has resuelto qué?”
“¡Tus otros dos vestidos! ¡Cómo los vamos a conseguir! ¡Y sólo por unos tres dólares!”
Yo había oído mal.
“Quizá hasta más barato. ¡Los sábados todo se pone en especial—por treinta centavos la libra!”
“¿La libra? ¿Qué se vende por treinta centavos la libra?”
“¡Tus vestidos nuevos!”
“¿Qué?”
“¡Sí! Conseguiremos tus otros dos vestidos en Johnson’s Ropa Usada.”
Disparé a los pies. “¡No podemos ir allí!”
Johnson’s Ropa Usada había sido una broma corriente entre Berta y yo desde hacía años. El nombre evocaba el susto enorme que nos habíamos llevado cuando entramos por primera vez el almacén masivo de concreto-y-bloques de cemento, cerca del centro de McAllen. Era un cuarto colosal cubierto de pared a pared con montañas de quince-a-veinte-pies de altas de sostenes, calzones, camisas de cuadros, zapatillas de peluche, gorras de béisbol, camisetas, pantalones para la nieve, monos, guantes de trabajo, chaquetas, vestidos, botas—todo y cualquier cosa, hasta vestidos de novia amarillentos.
Había niños pequeños que chillaban contorsionándose por todas esas montañas coloridas: rodaban en ellas, persiguiéndose unos a otros sobre montones y montones de ropa donde sus madres se sentaban en cráteres, examinando, pieza por pieza, por los montones alrededor de ellas.
Cualquier cosa que el Ejército de Salvación y Goodwill no querían eventualmente venía a caer a Johnson’s Ropa Usada para ser escogida una última vez antes de ser enviada al Tercer Mundo. Por una tarifa única, podías comprar una paca entera. Te la abrían y podías escoger lo que querías de adentro, dejando que el resto se volviera parte de una de las montañas cercanas.
Así que si comprabas algo aquí, también adquirías el dudoso honor de llevar una camisa o un vestido que todos los demás en el país entero habían tirado y rechazado, hasta los que compraban su ropa en tiendas de segunda mano. La primera vez que fuimos, Berta y yo nos habíamos reído con tanta fuerza que caímos en una pila de ropa, las lágrimas corriéndonos por la cara.
“¡De ninguna manera!” dije mientras nos estacionábamos en frente de Johnson’s.
Berta comenzó a reírse.
“¡Berta!” le dije. “Tú me debes de estar ayudando. Hay gente que murió en esa ropa…. Todos se reirán de mí.” Mi pesadilla regresó. Cabeza de Taco en una cena formal.
“¡No te preocupes!” dijo Berta. “Cuando haya terminado con ellos, parecerán hechos a la medida—perfectos. Nadie sabrá nunca dónde los conseguiste.”
Pensé en lo que tía Petra había dicho acerca de Berta: muchas veces mordía más de lo que podía masticar.
Salí de Johnson’s Ropa Usada llevando un par de vestidos viejos, una bata de baño, un enredijo de corbatas, y una sábana de tamaño grande—todo por $2.35. Berta había insistido, “Confía en mí, Sofía. Ya lo verás. De todos modos, debes sentirte entusiasmada, ya que mi madre estuvo de acuerdo en ayudarnos a transformar todas nuestras cosas. Serás como la Cenicienta.”
Por las siguientes dos semanas pasé cada tarde y cada noche en casa de Berta. Bajo la supervisión de su madre, Berta midió, cortó, y cosió. Ayudé lo mejor que pude, contando botones, cortando, y haciendo cualquier cosa que Berta y su madre me pedían que hiciera. Pero sobre todo me subí y bajé de una silla, para pararme y que me clavaran alfileres por todas partes.
Mi vestido de dama sólo necesitó que lo cortaran. El vestido azul de Berta, con los botones de vidrio en frente, fue el segundo. El tercero vino de Wal-Mart, comprado con los diez dólares de papá. Era amarillo brillante, con ribetes blancos y un inteligente cinturón blanco.
Cuando llegó la hora de trabajar con la bata de baño, el enredo de corbatas, y la sábana de tamaño grande de Johnson’s, me estremecí mientras me subía a la silla.
“¡Confía en mí, Sofía!” Berta seguía diciendo.
Jamie a veces se llegaba por una Coca-Cola. Fue en esos momentos cuando hice lo que pude para ayudar a Berta con su sueño, contándole historias sobre cómo Berta era lista, amable, maravillosa, y bonita. También vigilé a tía Belia para que los dos pudieran darse furtivamente un beso o dos.
Y todas las noches, le ayudaba a Berta con sus matemáticas.
De alguna manera Berta convirtió la bata de baño en mi cuarto vestido. Era de algodón rojo con un moño que mamá hizo del enredo de corbatas. Nos reímos por mucho tiempo, y fuerte, recordando todas las creaciones locas de mamá, especialmente el gusano de tequila el disfraz de Halloween y su bebé de medias.
“Berta, hasta ahora has hecho maravillas, ¡pero preferiría morirme antes que ser vista llevando una sábana a la cena!” dije, mientras ella comenzaba a trazar un patrón sobre la sábana grande.
Berta se rió y continuó trazando, cortando, prendiendo con alfileres, cosiendo. Mientras rompía el hilo con sus dientes perfectos, me pateé el pie, preocupándome.
Algunas pesadillas más tarde, me llamó.
“¡Sofía! ¡Tu quinto y mejor vestido nuevo está listo!”
Ella me recibió en la puerta con un vestido verde en un gancho.
Bueno, sí se parece a un vestido, pensé mientras me lo puse. ¡Pero todos sabrían instantáneamente de qué estaba hecho!
Mamá y Lucy vinieron a maravillarse con los cinco vestidos “nuevos”. Insistieron que modelara cada uno. “¡El verde es definitivamente el más bonito! ¡Tan elegante!” todas estaban de acuerdo, aplaudiendo. Era de seda esmeralda, con una cintura estrecha, mangas de tres-cuartos, cuello redondeado, y un diseño asiático negro y delicado.
Mamá les dio las gracias a Berta y tía Belia una y otra vez.
“Ahora, Berta,” dijo mamá. “¿Ha sido Sofía una buena comadre para ti también?”
“¡Oh! ¡Sí!” dijo Berta. “Hubiera reprobado matemáticas sin ella.” Y no hubiera conseguido besar a Jamie tanto, agregué en silencio.
Le sonreí mientras ajustaba mi cinturón. Ayudarla no había sido nada, comparado con lo que ella había hecho por mí.
Lucy nos miró con nostalgia.