19

Justo cuando Daniel se detenía por fin con el Dodge RAM negro, se extinguió con un suave chasquido la bombilla de sodio que iluminaba el barco pesquero que había amarrado en el extremo más alejado del muelle.Apagó el motor y se inclinó por encima del freno de mano para apretar el nudo de la cuerda con que había maniatado a Nivi Winther. Daniel le hizo un guiño. Ella seguía todos sus movimientos sin quitarle el ojo de encima.

Alargó la mano y tiró de una esquina de la cinta adhesiva que cubría su boca; seguía bien pegada. Luego, Daniel se reclinó en su asiento y empezó a tamborilear rítmicamente sobre el volante, aumentando el ritmo cuando vio a un tripulante del pesquero que descendía por la pasarela en dirección al muelle. El tripulante miró hacia el interior del coche, primero a Daniel y después a su pasajera. Daniel lo saludó con la mano y bajó el cristal de la ventanilla.

—¿Todo bien? —preguntó Daniel.

—Ya estamos listos para irnos —respondió el otro. Luego miró a Nivi y bajó el tono de voz—: ¿Esto se va a volver contra nosotros?

—No —contestó Daniel—, por supuesto que no.

—Yo no estoy tan seguro.

—Ya me encargo yo de eso —repuso Daniel—. Usted solo lléveme a Ilulissat.

El tripulante miró su reloj.

—El capitán dice que estaremos allí antes del amanecer, si partimos ahora.

—Entonces, zarpemos —dijo Daniel, y abrió la portezuela. Rodeó el capó del enorme coche estadounidense y, tras efectuar una reverencia teatral, abrió la puerta del pasajero—. Primera ministra —dijo, y acto seguido procedió a desabrocharle el cinturón de seguridad—, su crucero está a punto de partir. Si tuviera la amabilidad de...

Cuando estaba tirando de ella para sacarla del coche, de improviso Nivi le propinó una patada en la rodilla que lo hizo encogerse sobre sí mismo. Nivi intentó propinarle otra en el cuerpo, pero le resbaló la pierna y perdió el equilibrio. Mientras Daniel se recobraba del golpe, el teléfono de Nivi cayó rodando por el suelo; Daniel, con una mueca de dolor, la dejó a ella, fue a recoger el teléfono y lo arrojó al agua, donde produjo una salpicadura apenas audible. Después, agarró a Nivi por el brazo y la llevó a rastras por la pasarela del barco para obligarla a subir a cubierta.

—¡Eh! —exclamó el tripulante desde el muelle—, ¿y qué pasa con el coche?

—No es mío —respondió Daniel. Luego, abrió la puerta de la cabina del puente de mando, tiró de Nivi por la corta escalera y la empujó contra el banco. El chaquetón que llevaba puesto la primera ministra se enganchó en una esquina de la mesa, y él lo desenganchó. El capitán se dio la vuelta ante semejante revuelo y se puso tenso al ver a Nivi.

—¿Es quien creo que es? —dijo con una voz ronca como el lecho marino.

—Sí —respondió Daniel. Se sacudió el pantalón para limpiarse la tierra y miró al capitán—. ¿Qué? ¿Hay algún problema?

—Podría haberlo.

—Solo lo habrá si usted no se pone en marcha. Escuche —le dijo Daniel—, si quiere que nos bajemos de su barco antes de que se haga de día, le sugiero que arranque ya. —Se volvió al oír el ruido que estaba haciendo el tripulante al retirar la pasarela y subirla a bordo—. Él sí lo ha entendido.

—Usted no dijo en ningún momento que iba a tratarse de ella.

—Exacto, no lo dije. —Daniel señaló a Nivi con la mano—. Se lo pregunto otra vez: ¿tenemos algún problema?

—No.

—¿Y con el dinero?

—Ahora el dinero cobra sentido.

El capitán encendió las luces del pesquero y el tripulante levantó la vista hacia el puente de mando protegiéndose los ojos con la mano. El capitán abrió una ventana y le dio la orden de que soltase amarras.

Los motores de gasóleo hicieron vibrar toda la cubierta cuando el capitán recorrió un corto trecho marcha atrás antes de accionar la palanca de nuevo para meter la marcha hacia delante y separar el pesquero del muelle. Daniel pegó la cara al cristal cuando pasaron junto a otros dos pesqueros más y una embarcación destinada a excursiones que estaba apurando los últimos días de la temporada para navegar por Groenlandia.

Daniel empezó a relajarse cuando el capitán dejó atrás Nuuk y aumentó la velocidad. Sabía que, si el tiempo no cambiaba drásticamente, cosa que en Groenlandia sucedía con mucha frecuencia, avanzarían por la costa a buen ritmo y que su propia lancha a motor no tendría problemas para navegar en dirección al norte de Ilulissat y rodear la península de Uummannaq. La primera ministra aún no lo sabía, pero Daniel se proponía llevarla a casa, a ver a su hija.

Se sentó al lado de Nivi mientras el capitán cambiaba la iluminación del interior a un resplandor rojizo.

El tripulante entró en la cabina.

—Ya está todo recogido —informó al capitán ignorando a los pasajeros.

—Bien. —El capitán indicó la cafetera—. Prepara café recién hecho y después vete abajo.Ya te llamaré cuando quiera que me releves.

—De acuerdo, jefe.

Mientras el tripulante preparaba el café, Daniel se acercó a Nivi para hablarle:

—Te convendría descansar un rato —le susurro al oído—. Ha sido un día muy ajetreado, y mañana tienes por delante otro día igual.

Luego Daniel se descalzó y estiró las piernas por debajo de la mesa para apoyar los pies en el banco de enfrente. El pesquero se elevó sobre la cresta de una suave ola cuando salieron de la entrada del fiordo. Daniel esperó a que el tripulante bajara a la bodega y luego cerró los ojos.

Nivi forcejeaba junto a Daniel, aunque este hacía todo lo posible por ignorarla. Le había dado todas las oportunidades para que se hiciera a un lado, para facilitarle las cosas, pero ella había optado por complicarse la vida. Jugó con aquella idea mientras repasaba cuanto había hecho durante la semana anterior. Todo estaba encajando poco a poco, tal como él había imaginado. Había planificado cada movimiento, cada detalle, desde el último día de clase del curso escolar, que terminaba en junio, antes de que estas se interrumpieran para dar paso a las largas vacaciones de verano. Casi sonrió al recordar la facilidad con que se había colado en el instituto, había recogido el anorak de invierno de Pipaluk Uutaaq y se lo había llevado bajo el brazo como si fuese un padre cualquiera.

El barco pesquero se elevó sobre la cresta de otra ola de escasa altura. Daniel abrió un ojo, vio al capitán mientras este se tomaba su café lentamente, con total naturalidad y, después, miró a Nivi, que estaba frenética y con los ojos muy abiertos.

—Duérmete —le dijo, y cerró los ojos.

Su jugada maestra, se dijo, había sido el suicidio de Aarni Aviki. Se le había hecho difícil esperar a que encontraran el cadáver de Tinka Winther para establecer la conexión entre la muerte de esta y Malik Uutaaq. Hubo un momento, recordó, en que le preocupó que no llegaran a encontrarla nunca. De modo que tuvo que poner bajo la luz de los focos a Aarni Aviki, y la solución perfecta consistía en escribir una nota de suicidio, tal vez la única solución.

Por supuesto, a Daniel Tukku no se le escapó lo irónico de la situación. Todo su trabajo, todo este esfuerzo, sus «maquinaciones», como a él le gustaba llamarlo, en última instancia no iban a servir de nada. Cualquier éxito que pudiera haber obtenido, cualquier poder que pudiera haber alcanzado, lo perdió en el momento en que secuestró a la primera ministra de Groenlandia. Experimentaba una pizca de arrepentimiento, pero este quedaba de sobra compensado por la sensación de un poder mucho más dulce que el liderazgo político: el poder sobre la vida misma.

Daniel abrió los ojos y miró a Nivi, y vio miedo en su semblante, en cómo le temblaban los músculos de la cara. De pronto, se sintió excitado sexualmente hasta por la pequeña franja de piel enrojecida que rodeaba los bordes de la cinta adhesiva de la boca. Quizá se tratara de una reacción alérgica. Bajó la mirada y observó sus manos, y de nuevo se excitó al ver la piel roja e irritada allí donde la cuerda le raspaba las muñecas. Por último, se fijó en sus ojos, y estuvo a punto de perder la cabeza a causa de la euforia que le recorrió todo el cuerpo cuando vio dibujados en ellos el pánico puro, el miedo patente, el terror de no saber cuál iba a ser su destino.

Entonces comprendió que no iba a poder dormir. Pero cerraría los ojos, porque así, en la oscuridad, podía rememorar y reconstruir mentalmente la primera vez que exploró el verdadero poder, cuando ató y penetró a la hija de Nivi en la cabina de su barco, en la que flotaba el miedo. Cayó en la cuenta de que iba a hacerlo de nuevo, esta vez con la madre.

Estos pensamientos, repetidos una y otra vez, lo mantuvieron entretenido durante todo el trayecto en que estuvieron navegando por la costa desde Nuuk hasta Ilulissat, y tan solo se percató de que ya habían llegado a su destino cuando el capitán le tocó el brazo. Todo estaba sucediendo conforme al plan. Se encontraba a escasos minutos de satisfacer sus deseos, y Daniel tenía toda la intención de saborearlos a fondo.

Pero el arma que empuñaba el capitán lo dejó confuso y, de repente, se puso alerta.

—¿Qué es esto?

—Una pistola —contestó el capitán—. Descargada, naturalmente —se encogió de hombros—, pero solo quería que usted la viera.

—En Groenlandia es ilegal tener armas —dijo Daniel, y cogió la pistola cuando el capitán se la entregó.

—Sí, pero... —replicó el capitán señalando a Nivi—, en las presentes circunstancias...

Daniel enarcó las cejas y le devolvió la pistola.

—Es bonita.

—Es una póliza de seguros. —El capitán pasó un bolígrafo por el seguro del arma y la metió en una bolsa de plástico.

—Espere —le dijo Daniel. Miró primero al capitán y después clavó la vista en el afilado cuchillo que vio en la mano del tripulante, que en ese momento subía la escalera y entraba en la cabina del puente—. ¿Qué está haciendo?

—Todavía no nos ha pagado —dijo el capitán.

Señaló con el dedo pulgar a su espalda, hacia donde se encontraba el puerto deportivo de Ilulissat. El cielo aparecía teñido por una mezcla nebulosa de rosa y azul a expensas de un sol que luchaba por mantenerse en el límite del cénit a principios de invierno y que, ahora, muy bajo en el horizonte, iluminaba las montañas cubiertas de nieve, empezando a describir un lento círculo.

—El dinero lo tengo en mi lancha. Lléveme hasta ella y le pagaré. Tal como hemos acordado.

El capitán hizo una seña al tripulante y se dirigió hasta el otro extremo de la cabina para cubrir con su pesquero los últimos cien metros que lo separaban del puerto.

—¿Dónde está su lancha? —preguntó.

—Tiene que estar amarrada en el muelle. Pagué un dinero extra para que me la amarrasen cerca de un lugar en el que pudiera situarse usted. —Daniel se puso de pie y fue con el capitán, junto a los mandos—. Ahí está —dijo señalando una lancha motora de gran tamaño que lucía un rayo dibujado en el casco. Miró un momento la pistola metida en la bolsa de plástico, antes de que el capitán la guardara en un armario que tenía a su derecha.

—Si es necesario —dijo el capitán—, puedo decir que usted me obligó a hacer esto, empleando mi propia pistola.

—Una pistola que es ilegal —replicó Daniel.

—Teniendo en cuenta la magnitud de la situación —dijo el capitán volviéndose hacia él—, no creo que eso tenga mucha importancia.

—No le falta razón.

Una súbita punzada de pánico amenazó con echarlo todo a perder, pero Daniel no pensaba permitirlo. Miró a Nivi, su cabeza temblando, y de nuevo experimentó una fuerte oleada de deseo. La sensación amenazó con consumirlo, pero otra vez sintió en las tripas el miedo de que las cosas pudieran torcerse. Buscó el equilibrio, la concentración que necesitaba para ejecutar su plan con la mente clara. Y entonces, cuando el tripulante abrió la puerta de la cabina y empezó a colgar las defensas sujetas por largos cabos entre el pesquero y la lancha, comprendió que había llegado el momento.

El aire fresco despejó a Nivi, y el capitán puso el motor en punto muerto y dejó el barco al pairo.

—Que sea rápido —dijo al mismo tiempo que escrutaba el muelle, buscando indicios de actividad. Solo vio cuervos y una luz solitaria en la oficina del jefe del puerto, parcialmente oculta por una pila de contenedores.

Daniel agarró a Nivi por el brazo, la obligó a ponerse de pie y la empujó para que bajase por la escalera. El tripulante había enganchado un largo arpón en la borda de la lancha de Daniel y había descolgado una escala de mano por el costado del pesquero.

Los zapatos que llevaba Nivi resbalaban en la helada cubierta del barco, y se habría caído si el tripulante no la hubiera sujetado rápidamente con su mano libre. Con la misma rapidez la soltó de nuevo, como si la primera ministra fuese una enfermedad y él se hubiera contagiado.

Daniel lanzó sus propios zapatos, que resbalaron hasta el borde de la cubierta, y obligó a Nivi a bajar por la escala. Sintió cómo le temblaban los músculos del brazo al aferrar la cuerda que sujetaba las muñecas de ella y bajar a Nivi hasta su lancha. Cuando la soltó, ella se estrelló contra la cubierta de la embarcación, y quedó demasiado aturdida para huir. Acto seguido, descendió él por la escala, asió a Nivi por el pelo y tiró de ella para llevarla al camarote techado. Tras forcejear unos instantes con la cerradura de la puerta, empujó a Nivi al interior en cuanto consiguió abrirla.

—¡Eh! —voceó el tripulante—. ¡Se olvida de una cosa!

—Espere —replicó Daniel.

Se metió en el camarote y se arrodilló encima de Nivi al mismo tiempo que sacaba de un pañol una bolsa de viaje pequeña y la trasladaba a la cubierta. El tripulante se ayudó del arpón para recoger la bolsa de las manos de Daniel e izarla a bordo del pesquero.

Daniel aguardó dándose golpecitos en la pierna mientras el tripulante abría la cremallera de la bolsa, asentía en dirección a él y, luego, le hacía la señal del pulgar hacia arriba al capitán. Daniel apenas si había respondido con un gesto al tripulante, cuando el capitán metió marcha atrás en el motor del barco y comenzó a separarse del muelle.

Daniel entró de nuevo en el camarote y cogió un traje seco provisto de aislamiento y un par de gruesas botas de goma. Se vistió con todo ello, metió sus zapatos de ciudad en el camarote y cerró la puerta con llave. Acto seguido, se sentó en la silla del capitán, cebó el motor, lo arrancó y lo dejó en punto muerto mientras desanudaba los cabos y soltaba su lancha del muelle. Sonrió de oreja a oreja cuando la embarcación quedó meciéndose en la estela dejada por el pesquero.

El fiordo de Ilulissat tal vez hubiera dado fama a aquel pueblo, sobre todo de resultas del febril interés por el calentamiento global, pero Daniel estaba a punto de situar aquella población en un mapa muy distinto, como punto de partida de un acto de crueldad sumamente malvado y profundamente satisfactorio. Lo único que lamentaba era ignorar qué iba a hacer después, una vez que hubiera terminado con Nivi Winther. La excitación que sentía, junto con el torrente de adrenalina que inundaba su cuerpo, lo convencieron de que en realidad le importaba un comino.

Metió la marcha en el motor y orientó la proa de la lancha hacia la salida del puerto, mar adentro. El resplandor rosado del sol estaba fundiéndose con el azul del cielo por encima de los gigantescos témpanos de hielo del fiordo, pero él iba demasiado concentrado en pensar en lo que tenía escondido en el camarote de su lancha como para preocuparse por el inicio de un hermoso día ártico en Groenlandia. Todavía faltaba un mes o dos para la llegada del oscuro y largo invierno, si bien en opinión de algunas personas dicha oscuridad ya se había abierto paso y el mundo se había vuelto negro como la muerte.