Las horas de una estancia
A Adolfo Bioy
EL ALBA
Tiene un nombre con alas esta estancia,
parece una isla sola en la distancia.
La yerra dejó manchas de amapola,
la esquila dejó nubes en el suelo.
Con venturosos cantos en mi cielo,
el patio y el aljibe me agradecen
esta naciente luz. Rosadas crecen,
como si no crecieran, ramas. Quieta,
la madreselva sube en su glorieta,
y lenta la trenzada mecedora
evoca una pacífica señora.
Soy la dorada espera en las persianas.
Me contemplan sin verme las paisanas
atentas, con saludos apacibles,
deslumbradas por trenes invisibles,
con las manos sombreándose los ojos,
buscando las lecheras, los rastrojos.
LA MAÑANA
Parece de humo el polvo que levantan
las ruedas. Los caballos no se espantan.
De terracota una mujer suspira
y la palmera plácida se estira.
Aquí será la rosa más rosada
y la tarde más dulce y prolongada.
Se oirá mejor la forma del silencio.
El estudioso canto de la urraca
y la sagrada imagen de la vaca
y el árbol y la sombra reverencio.
EL MEDIO DÍA
No omito la tormenta venerada,
tampoco omito la ornitología,
la botánica tan enumerada.
Hago dormir la agusanada oveja
con hilo negro atado en una oreja.
Abunda en mí la fiel monotonía:
ocupan lentas horas los modestos
diálogos y las frutas en los cestos,
las sentenciosas voces en la sombra
y una melancolía que me asombra.
Oscuras casuarinas y el umbral
de las puertas me temen. El ritual
comienzo de la siesta, suavemente
me espera enamorado y elocuente.
LA TARDE
En las largas entradas de eucaliptos,
el coche de caballos y el otoño,
el follaje herrumbrado y algún moño
que vuela con el viento, circunscriptos
quedarán en la estancia, como el sol,
como el ámbito azul del parasol,
como el mugido triste del ganado.
En horas de la siesta y del peinado,
en la penumbra inmóvil, una rosa
nocturnamente blanca y temblorosa,
inventando un pasado que la enciende,
en la cerrada habitación trasciende
con un zumbido musical remoto,
la ancha distancia y el recuerdo ignoto.
La grávida mujer y el mes de enero
son míos, y las moscas, la osamenta
y aquella flor podrida y macilenta
que llevará la hormiga a su hormiguero.
LA NOCHE
Soy el sueño de Elisa y Micaela,
y el relente que busca la diamela.
En mis horas las alas del murciélago
vuelan, las cabelleras se estremecen,
despacio las hortensias convalecen.
Mi noche sin orillas, como un piélago,
entra al cuarto del peón que está dormido,
lo abandona a sus sueños, abstraído,
o en insistentes y callados lazos
le cambia la postura de los brazos.
Mi noche no ha de ser interrumpida
ni por tranvías ni por muchas casas,
mi noche en un declive, indefinida,
con silenciosas plumas de torcazas
se acerca lentamente a las lagunas
y en el fondo del barro deja lunas.