El almacén
Suntuosa es la moneda
de la creciente luna.
Entre la polvareda
o en la triste laguna
con luces naranjadas,
mis paredes han visto
sus líneas transformadas.
Yo como ella persisto.
Sus caras enigmáticas
resuelven el destino
de las plantas extáticas,
de los partos, del lino.
Pero jamás el Mío.
La consulta el paisano,
mientras yo los espío
con mi poder arcano.
En mi ventana baja
el poniente me pinta
la flor de una baraja.
Atesoro la cinta,
el cuchillo, la pala,
los recuerdos y el vino.
Conozco al que apuñala
y me une a su destino
sin luego darse vuelta;
y en una americana,
a la mujer envuelta
en abrigos de lana,
furtiva como el alba,
la conozco esperando
con un ramo de malva...
Bajo el cielo que agrando
si oigo pasar un grito
nocturno, es el tropero,
sobre el trébol marchito,
arropado y austero.
Cayendo de algún cielo,
desafinado, el piano
canta notas al vuelo
cautivo de una mano.
Una hermana mayor
toca el piano, y es bella
(sobre su prendedor
de lata hay una estrella).
Nadie oye la canción
que muere entre sus labios;
su poca erudición
deja dulces resabios.
Me circundan ladridos
cuando llegan las noches
con sus perros perdidos
y sus lejanos coches.
En mi puerta los hombres,
dejando su caballo,
se olvidan de sus nombres
y en un tieso desmayo
con la mirada aleve
se quedan como en barcos
y se van, cuando llueve,
oscuros y entre charcos.
El silencio me habita
en tardes apagadas
y con la lucecita
que espera madrugadas.
Soy importante como
la estación con su andén
tan amado. El aromo
florecido y el tren
son fugaces: Yo quedo
en esta esquina el mismo.
Solitario y sin miedo
ofrezco un magnetismo
igual al de la rosa
de los vientos que indica,
útil y misteriosa,
algún pueblo y lo ubica.