El maleficio

Antros de oscuridad. Elaborada

venganza del amor enamorada.

Han de nacer tus versos de este suelo

donde se oye, embriagado por el cielo,

llegar de las montañas de Erimanto

de los lejanos pájaros el canto.

La abandonada Eumetis en la puerta

misteriosa y cerrada, yace muerta;

tiene una piedra oscura en una mano

(brilla en la piedra un gris dibujo arcano),

en la otra mano tiene un manuscrito

que muriendo en la antigua noche ha escrito.

De los remotos labios de su amado

escuchad el secreto revelado:

Oh tú que eras valiente, abre tu puerta:

soy Eumetis, me amabas, estoy muerta.

Acostada en el mármol del umbral

no escucho tu silencio temporal.

Mis hombros y mi mano están azules

debajo de los pliegues de los tules.

No te detengas en la oscuridad

de tu aposento. Ven con tu impiedad;

pensarás que bebí un veneno amargo,

que me mataste al fin en un letargo.

No tengo frío porque ya estoy muerta.

Toda la noche quise abrir tu puerta.

Te acusarán mis padres o mi hermano;

supieron que me amabas en verano.

¡Cómo quisieras, pobre amante triste,

volver a ser lo que en mis brazos fuiste!

Nadie podrá reconocerte, amado,

porque mi corazón abandonado

te entregó al azaroso oscuro río

de mi indomable olvido cruel y frío.

Los astros que verás en las ventanas,

las libélulas verdes, las manzanas

serán imitaciones deshonrosas

de las formas que amábamos, hermosas.

Como un fantasma observarás el día

en tu ciudad natal, y la alegría

te parecerá vana y solitaria

como una antigua pena hereditaria.

Me he transformado en una estatua, mira

del laurel la guirnalda que me admira.

Esta inmóvil mirada, esta belleza

no contienen mi amor ni mi tristeza.

Serenamente brilla mi semblante,

brilla sin esperarte infiel amante.

Los santuarios relumbran en las alas

de mis ojos abiertos que señalas,

ya mi brazo se eleva y edifica

la forma del espacio: modifica

el barro y las estrellas que me adoran.

Ya no escucho tus cantos que me imploran.

Busco la oscuridad azul, altiva,

busco la noche conmemorativa,

sus misteriosos árboles casuales.

¡Oh absorto mar, asísteme! ¡Oh letales

condiciones de amor! ¡Oh patria grave

que regalas trigales de oro suave!

En las arenas ávidas, muriendo

las visiones de mi alma, que te ofrendo,

y el coro infatigable de las musas

cantando te dirán frases confusas

que tratarás de comprender en vano

en la claridad vasta del verano.

En el aire verás lo que está escrito

con esta letra en este manuscrito.

Quisieras olvidarme en esta hora,

en esta luz serena, abrumadora,

no sentir que en tu sangre corre el frío,

entre flores radiantes de rocío,

buscando la quietud de tu aposento.

Pobre amado, tu pena no la siento.

¡Oh racimos, palomas, miel dorada,

me demoré en el campo enamorada!

Guardé esta piedra; la encontré en el suelo

cuando abrazándote oí en el cielo

llegar de las montañas de Erimanto

de los lejanos pájaros el canto.

Las aves son felices en sus nidos,

nosotros moriremos desvalidos.

Conservé tu memoria en tantas cosas

que te parecerán a ti asombrosas.

Diríase que guardan los objetos

como esencias sutiles de secretos.

Guardaba yo esta oscurecida piedra

que acarició tu mano entre la hiedra.

En ella descubrí nuestro destino

dibujado con trazo sibilino:

reconocí tu puerta alta y cerrada

y me encontré en la noche abandonada.

¡Oh censurables rosas que perfuman

las alegrías crueles que se esfuman!

Lloré entre las fragancias, desmayada —

cuanto tiempo, no sé—, desesperada.

Por la piedra maléfica no existo

y en tu desventurado amor te asisto.

Allí descubrirás que estás perdido,

entregado al asombro del olvido.

Los bosques y los barcos, los amores,

las ciudades, los mares y las flores,

ah, todo, todo, te será vedado,

mas no el terror diverso, bienamado.

En las sombras propicias, en un día,

en un crimen, harás mi apología.

Ese sitio, en un bosque está marcado.

¡Rostro de mi rival, inmoderado!

Tu exterminio en la piedra ya lo he visto

mientras que en estos versos yo subsisto.