Sueños
I
DE LA FELICIDAD
En un jardín hermoso yo vivía
en verano. Las fuentes que elevaban
su agua ingeniosa y pálida brillaban.
Era la eternidad de un solo día
como en un cuadro y nada sucedía.
Falaces, tiernas flores perduraban;
grandes rayos de sol iluminaban
el cielo y, para nadie, la alegría.
“Terminará este día cruel, Dios mío”.
“Nunca, Silvina”. “¿Dónde está la gente?
¿No bajará la tarde sobre el río?
No bajará la noche”. Lentamente
un silencio profundo me advertía
que era sólo mi voz que respondía.
II
DEL MIEDO
El fulgor de las plantas diligente,
la fragancia liviana del espliego,
el murmullo del agua azul del riego
traicionaban mi dicha sutilmente.
La estatua parecía complaciente,
como si el mármol ya no fuera ciego
resplandecía su alma igual que el fuego,
sobre el pedestal blanco de la fuente.
Formando flores el jardín buscaba
en las ventanas otra realidad,
en sus senderos la infidelidad
un término, en mi dicha, señalaba.
Y quise despertarme y me envolvía
el miedo oscuro y su genealogía.
III
DE UNA PRISIÓN
Oí los gritos de alguien que soñaba,
en una tarde gris, de invierno, en Francia.
En mi estrecha prisión sin vigilancia
un verso mi memoria recordaba.
Y después otro y otro, tenebrosos,
iban formando sobre aquellos muros,
que me encerraban, los diseños puros
de un jardín con senderos armoniosos.
No había un solo espejo. Para verme,
alcé mis manos: eran otras manos
quemadas por el sol de otros veranos.
Tratando en vano de reconocerme
escuché mi voz pálida, extranjera.
Pensé en mí. ¡Tú, quién eras, prisionera!
IV
EL SUEÑO DE LA MUJER DE PILATOS
En la noche crucé el campo de avena
y llegué al suelo oblicuo y escarpado
donde brillan las piedras del collado
debajo de la fronda nazarena.
Un hombre en la distancia, amenazante,
por la senda a mi encuentro caminaba.
No pude huir, pues ya me cautivaba
su imagen como el fuego de un diamante.
Llegué a la cercanía de su cara
y una líquida luz azul, de llanto,
no me dejó mirar su alado manto
ni sus dos manos, ni su frente clara.
Como un día festivo y admirable
poblose el mundo de invisibles cosas,
de harpas y de guirnaldas voluptuosas.
Perdura en mi recuerdo, memorable,
la ráfaga de olores delicados
que borrando en su espacio las ciudades
elaboraba en las oscuridades
los cedros, los olivos, los granados.
Sin hablarnos bajamos a los valles.
En el silencio de los campamentos
acudían los perros con lamentos.
La noche recorría enormes calles.
El humo del follaje melancólico,
fugitivo, en las estrellas, levemente
abría su frescura de relente
en un ámbito pródigo y simbólico.
Me pareció que era el final del mundo
y que en el interior de mi retina
obediente, surgía la divina
visión que me infligía un vagabundo.
Temiendo que mi dicha se acabara
con mis palabras, quise retener
lo que sabía ya que iba a perder:
el universo entero en esa cara.
El diálogo inicié de mi tristeza.
Con una voz que no era mía dije:
—¡Por qué la dicha tanto nos aflige!
—Como el dolor o como la pobreza.
—Ah, cuándo podré hallarte yo en mi vida,
y entre murallas o en la tierna hierba,
ser dócil como es dócil una sierva,
respetuosa, despierta, agradecida.
El brillo de tu rostro y la belleza
son del color del aire que nos une:
no quisiera, señor, que me importune
otra visión de la naturaleza.
Soy casada y el tibio mediodía,
en la huerta, debajo de un manzano,
guarda mi sueño dentro del verano.
Para esperarte siempre dormiría.
—No será vana tu desolación
en el abrazo amargo de este lecho.
Transido el corazón late en tu pecho,
como si vieras mi crucifixión.