El lebrel

En los campos desiertos largamente

escuché los ladridos de los perros

vislumbrando violetas y altos cerros

y ruinas en las nubes del poniente.

Evoqué las adustas cortesanas

del cuadro de Carpaccio. Oscuramente

crucé las sombras lúgubres de un puente.

Vi dos mujeres pálidas, lejanas.

Todo era de oro, el árbol, la basura,

la liebre estremecida por el viento,

el barro del camino, hasta el cemento

de las alcantarillas, la negrura.

Como una prenda amada, insustituida,

como los girasoles o la miel,

como el trigo dorado era el lebrel

y huyó para ocultar su ardiente herida.

Ensangrentado huyó por la maleza,

entre la tierra seca, levantando

nubes de polvo circulares, cuando

cantaban los zorzales con destreza.

Huyó como la luz huye en los prados

finales de la tarde y moribunda

sin desdeñar la cosa más inmunda

posa en el lodo labios delicados.

Oyó el sutil silbido de la suerte:

vio a través de una vida de cinco años,

como a través de un vidrio, los extraños,

turbados ademanes de la muerte.

Nadie lo vio alejarse en su infortunio

(y dependió de mí como tal vez

dependo yo de Dios con embriaguez)

ese día feliz del mes de Junio.

Ahora siempre en el recuerdo espera

no morir, pero morirá conmigo

pues no tuvo su vida otro testigo.

Así moriré yo, cuando Dios muera.