Elegía de la arboleda derribada
Un ciclón ha destruido la arboleda.
En la fronda reluce la humareda
de lágrimas, de lirios en las brumas,
de hojas de otoño y nacaradas plumas.
El oscuro laurel de la glorieta
resplandece en la sombra, verde, quieta;
y el canto de las aves, rumoroso,
penetra en el follaje, fervoroso.
¡Cruel firmamento, desagradecido,
por qué no queda el árbol imprimido,
muerto, en la infiel blandura del espacio
donde quedan la estatua y el palacio!
¡Hermosa dicha! ¡Fuente de los días!
Generosos veneros de alegrías.
Hirieron las Euménides el alma
de esta arboleda que vivió en la calma.
En el sendero de oro entristecido
beso las altas ramas que han sufrido;
miro las aves en el barro muertas,
las plumas rotas, las cabezas yertas.
Sobre la húmeda tierra delictuosa
se enlazan las granadas y la rosa
y tiembla la agonía de las hojas.
Sobre las últimas maderas rojas
de vuestros altos troncos yo he sentido
latir un corazón estremecido;
el mismo afortunado corazón
que elevaba en las ramas un festón
tenebroso de pájaros, el dueño
de la naturaleza, del sueño.