Las hojas
Los tritones de fierro despintados
con sus colas rosadas dormitaban
en la maceta grande cuya sombra
favorecía el barro de las noches.
Y yo, desprevenidamente triste
como los ángeles, sin asidero,
permanecía muda en el umbral
de aquel templo sin dioses y sin vírgenes
donde moraban las preciadas hojas
que eran mis ornamentos y mis bosques.
Bajo los vidrios verdes, en el vaho
del invernáculo donde las alas
de las horas detienen su trayecto,
las contemplaba huyendo de la gente.
Algunas me llamaban con sus manos,
tenían pelo largo, orejas plácidas,
y escuchaban latir mi corazón
para quemarme con amor recóndito.
Algunas me besaban lentamente
mostrando sus perfiles diferentes;
me lamían con lenguas de oro vivas
clavándome sus dientes de jaguar.
No sé si fue en la noche o en el día
que oí sus voces con estrías,
pero sé que me hablaron y recuerdo
que no fue en sueños que las escuché.
El sol, el fierro, el vidrio transmitían
la sonoridad amorfa de los timbres
que en el término azul de la mañana
reverberaba con quietud de lago.
Algunos pájaros y algunos perros,
algunos oscurísimos caballos,
en las grutas del aire y del silencio,
me veían pasar con mi secreto.
Yo escuchaba, miraba y escuchaba
las formas incesantes que en la tierra
detenían mis pasos y remotas
a mí sola en la luz me contestaban.
No tenían conciencia y eran místicas.
Perversas, asimétricas, divinas,
me amaban y me odiaban, me inducían
a pecar siempre sin remordimientos,
y yo inocentemente entre mis manos
las estrujaba, o las mordía a veces
con desesperación porque sus labios
verdes me hablaban con aquella voz
que el viento y que las horas del verano,
que el espejo y la luz y la guadaña,
que las estatuas de las estaciones,
que el rencor y los celos y el amor,
trataban de imitar perennemente.