La muerte de Ascletarión

Las matemáticas, la astrología,

nada logró borrar aquellos perros

detrás del muro y de los fríos hierros

de sus sueños adultos. Los veía.

En su imaginación para buscarlo,

cruzaban ríos, montes del poniente,

basura, y sin mirarlo, finalmente,

sobre él se echaban para devorarlo.

Y vivió presintiendo cada día

los seguros detalles de su muerte.

“La duda es un suplicio, un mundo inerte”,

muchas veces sonriente repetía,

“aunque una certidumbre sea horrible

no menoscabará la actual visión

que yo tengo del mundo, la razón

de ser feliz frente a lo previsible”.

Pero el Emperador había exigido

que cuidaran su cuerpo y lo quemaran

para que las jaurías no llevaran

a su adversario el hado presentido.

Las llamas envolvían, totalmente,

en la pira expiatoria, al matemático

cuando un viento violento y enigmático

apagó el fuego y dispersó la gente:

con obediencia fiel al pensamiento

de Ascletarión los perros que llegaron,

ciegamente, sobre él se abalanzaron

siguiendo la orden del presentimiento.