EPITAFIOS E INSCRIPCIONES

Doce epitafios de nubes chinas grabados en las piedras de una terraza

I

¡Tú que puedes mirar mi tumba abstracta

llora mi ausencia en la terraza quieta!

Yo fui de un parricida la memoria.

Mis esplendores fueron un suplicio

tan bien organizado, que un tirano

para buscarme atravesó desiertos.

II

Fui doscientos sesenta y dos palacios

comunicados por secretas sendas

donde paseaba el Hombre Verdadero,

llevando un doble espejo en una mano

e ignorando el dolor, la estrella, el miedo.

Fui el ambiguo reverso de esa vida;

entre tambores capturados y hombres

fui la espada falaz del vencedor.

III

En posturas rituales del lamento,

con no acabados brazos de mujeres,

con muertes imperfectas, mejoré

la Clasificación de los Dolores.

IV

Fui el muro que otorgaba a los orines

de aquel león tibetano, la virtud

de reflejar el ávido futuro

de los graves tulkús del Himalaya.

V

No mostré ni el seguro crisantemo

ni la fácil figura de una niña;

no en vano fui estudiada por un santo:

en la región central de mi blancura

convertí en una música mis formas,

con el zumbido ecuánime del tábano.

Me llamaron La Savia del Espacio,

La Traducción Amable de los Ruidos,

La Sexta Forma de Esperar el Verbo,

La Visión del Futuro y del Pasado,

El Impulso Falaz, El Laberinto

Traslúcido y El Quieto Movimiento.

vi

Las nubes del pasado no tuvieron,

como ella, trenzas y uñas dibujadas,

un laberinto en miniatura, cópulas,

tres mil jardines donde se anunciaron

las Memorias históricas, la noche,

y Seuma-Tan, altivo entre las sombras,

viendo una nube extraña y amarilla,

con sus oblicuos ojos estudiosos.

VII

Su tristeza fue de oro y con figuras.

Las olas que rompieron en sus costas

construyeron el Templo de la Eterna

y Amabilísima Felicidad,

cuyas ventanas daban cuatro cielos

donde se vieron simultáneamente

cuatro caras absortas de la misma

concubina del rey, con ocho lágrimas.

VIII

Fue el corazón de una paisana encinta.

Tuvo los pies desnudos y bailaron

sobre las orquídeas designadas;

la fecundó el desconocido río

donde K’ui Yan se suicidó cansado,

después del último y nefasto diálogo.

Fue la mujer que se transforma en hombre

y el caballo que vela en una tumba.

IX

No conocí las formas de mis caras.

El color del poniente me inquietó:

pude ser un incendio, una batalla,

un jardín adornado con basuras.

¡Oh eminentes señores del futuro!

Me contemplaron dieciséis terrazas,

tal vez un pájaro en las piedras húmedas,

una mujer, un niño (tristes, jóvenes)

y no el Emperador que me esperaba.

X

Las nubes del futuro envidiarán

su compleja y veloz metamorfosis;

sus gladiadores altos y nocturnos;

su traje de etiqueta complicado

(del Primero y Augusto Soberano);

sus dedos que formaron cinco lunas;

plácidamente efímera su playa,

extensa y memorable como el mundo.

XI

Con un color de mandarina pálida,

como un dios extranjero aparecí.

Torpe fue la tristeza de mi carne:

engendró melancólicos discípulos.

XII

Lo más noble es el pueblo, luego vienen

los altares del suelo, las cosechas,

y en el último sitio estará el príncipe:

la hermosa voz hostil a los tiranos,

la voz de Mencius en mi seno hablaba

en las primeras horas de una rosa.