La busca del cielo

Así en el Mantik al-Tayr (Coloquio de las Aves), los Pájaros, emblemas de almas, en busca del gigantesco bípedo alado Simurgh, su dios, atraviesan los siete Mares...

BURTON: The Arabian Nights, X, 130.

Se alejaban de Persia: las voces y las alas

hablaban de nostalgias en las altas escalas.

—Lejos de los follajes el cielo que nos llama

no quiere que pidamos favores a la rama.

Yo recuerdo otras lunas, entre los bosques, pálidas,

sobre láminas de agua en las arenas cálidas.

—¡Oh firmamento, terso como la miel del lino,

invariada quietud sin ansias del destino!

—Todo lo que me aflige va acercándome a Dios,

la densidad del aire, mis heridas, mi voz.

No me inspiró este horror la sangre de la tierra

cuando murió el caballo que volvió de la guerra;

en sus crines con barro una cinta celeste

detenía los íntimos destellos del Oeste.

—¡Qué secreta la voz de los hombres que asiste

a la luz del poniente! Hasta el amor es triste

y surgen combativas nubes y precipicios

en el espacio estrecho donde no hay edificios.

—En la inmovilidad morirá la belleza.

Yo no quiero del polvo, del páramo ser presa.

El racimo regala sus reliquias amadas,

no teme ver sus formas en vino transformadas,

ni espera recibir el agradecimiento.

—Ah, si nos devolvieran aquel tiempo tan lento

en que no nos amábamos, cuántos años tendría

ahora que otorgarnos un efímero día.

—Es la embriaguez más pura del bienaventurado

sentir que al despojarse sólo ha resucitado.

—¡Caricias de los muros, de los palacios! Ávidas

ramas apaciguadas en los veranos, grávidas.

Amaba yo a los hombres cuando estaban dormidos:

suavidades de arena extinguían los ruidos.

—Los umbrales de mármol con honor presenciaban

despedidas y encuentros de la gente que amaban.

Tristes y más ardientes, con un canto más claro,

las voces que se odiaban no buscaban amparo:

—Tu presencia envilece la posible ternura

del aire, y en la tierra del mármol la ventura.

—¿Por qué me sigues? Pérfidas son tus alas celestes

como las aguas pútridas de una ciudad con pestes.

—No te sigo, yo busco a Dios, y mi plegaria

incesante me aleja de tu alma secundaria.

—Me robaste semillas de los trigos, mi canto

que hacía sonreír al leproso y al santo.

Y la nostalgia tácita volvía a renacer

al cruzar las ciudades en el amanecer:

—Qué hermosa despertábamos la luz con nuestros coros

repartiendo el anhelo entre los sicomoros.

—Attar piadosamente me acarició en su pecho:

el color de este abismo me recuerda aquel lecho.

Se alejaban de Persia dejando los umbrales,

las formas de las casas infinitesimales,

los barrios con basuras y las pequeñas hojas

y el fulgor de la noche sobre las piedras rojas.

Se alejaban del mundo dejando entre los graves

delirios de las ramas, en los jardines suaves,

los reinos de los hombres con secretos distantes

donde bebían gotas de agua como diamantes.

Dejaban los estanques familiares, las manos

de las estatuas plácidas, los sonoros veranos

profundos en los bosques, las semillas sabrosas

del trigo y de los campos una embriaguez de rosas.

Se extendía la imagen del mundo en miniatura

y en el paisaje helado de las nubes, la altura.

¡Qué exiguo era el espacio! ¡Qué inmóvil, la distancia

llevaba en sus confines sus formas sin fragancia!

Atravesaban lluvias y atravesaban vientos

y noches y apacibles días como aposentos.

Atravesaban ríos y bosques incendiados

con cantos de otros pájaros por ellos desdeñados,

y las tierras serenas, con esplendores, solas,

y montañas profundas del color de las olas.

Ellos que conocían con rigor los detalles:

las nervaduras de hojas como las grandes calles,

el número de gotas de rocío en las flores,

las diferencias hondas de un cáliz, sus errores,

veían los volcanes y las nubes marinas

y en los trópicos, selvas y ciudades en ruinas,

como en una pupila, terribles, diminutas

imágenes del mundo brillando entre volutas.

Para buscar a Dios tenían que vivir

la dulce, la incolora resignación; sufrir

el temor de caer en las playas ardientes,

sobre furiosas cúpulas, tigres adolescentes,

o sobre hombres dormidos con las manos vacías.

En el aire hay fantasmas, crueles analogías,

con sus múltiples filos el espacio abre heridas,

hace correr la sangre para borrar las vidas.

Locos, ensangrentados por un deslumbramiento

cayeron muchos pájaros, muertos, del firmamento.

Sólo treinta llegaron después del largo vuelo

a esa isla sin ángeles donde reside el cielo.

Con temores aciagos, como frente a un palacio

se acercaron a un Dios más grande que el espacio.

Contemplaron sus ojos serios, tímidamente;

sus plumas de arco iris, su quietud inclemente.

Era Dios ese pájaro como un enorme espejo;

los contenía a todos; no era un mero reflejo.

En sus plumas hallaron cada uno sus plumas,

en los ojos, los ojos con memorias de espumas.

Hallaron en colores el fragmento radiante,

su complicada forma de flor alucinante.

Cantando como al alba, con una exaltación

estridente y dulcísima, trémulo el corazón,

entraron en su cuerpo como flores con vuelos

que embeben en el campo la virtud de los cielos.

Ellos mismos se oían hablar como en un sueño:

—Este color es mío. —De estas flores soy dueño.

—Siento mi corazón latir en tantos pechos

que ya no encuentro el mío. —Cuántos frutos y helechos.

—¡Qué tibia fue la mano que me tuvo tan quieta

adentro de tus plumas, dormida en la glorieta!

—Oh ruiseñor, recuerda tu resplandor nocturno

que desterraba el cierzo del bosque taciturno.

—La impenetrable llama de una piedra preciosa

anticipó la forma de una faz tenebrosa:

la visité en un brazo ya muerto, cuatro días

hizo palidecer lunas y cortesías.

—¡Oh brisa cuidadosa sobre la dura roca,

bálsamo del jacinto que mi destierro evoca!

Recuerda que en la ausencia pude seguir tu paso

a la hora en que duermen los ciervos, al ocaso,

y mientras alojabas a una extraña, en tu amor,

tal vez era tu dicha menor que mi dolor.

—No envidies a la rosa ni al jacinto: perfuman

un momento el espacio y en el aire se esfuman;

han de esperar en vano que les dé la fortuna

una muerte más pura conmoviendo la luna.

—No admires a los tigres: la sangre que han bebido

en la venganza triste tal vez les ha dolido;

por eso se lamentan y buscan los desiertos

y en la arena, indefensos, imitan a los muertos.

—Música del silencio, de la inmortalidad,

seráfica guirnalda, invisibilidad.

El odio de las voces se unía ya de nuevo,

parecido al amor. —Por ti no me conmuevo,

decía la más tenue con inflexión amarga.

—Hermosa como el sol es mi canción más larga

cuando se abren los frutos en el follaje verde

y me oyen los amantes y el mundo que se pierde.

Ah, yo no tuve miedo de los ojos humanos:

fui el prisionero alegre de seis distintas manos.

Y una voz apacible, sinuosa contestaba,

la misma que en los bosques atentos encantaba:

—Es indigna tu voz. ¡Por qué te habré encontrado

entre plantas felices que a mi memoria has dado!

En esta celestial unión eres el dardo

que envenena mis noches con dulzura de nardo.

—Eres de los crepúsculos la pérfida invectiva

que me hace de este cielo ser la infausta cautiva

y en la memoria quedas como los hombres vanos

que agitan vanamente, en diálogos, las manos.

—Cuántos se han ido y vuelven al amor desolados

sabiendo que sólo aman a Nadie, enamorados,

y en un rostro cualquiera otro rostro colocan

y hasta en las desventuras ávidos se equivocan.

—Ni el peinado con víboras de una alta cabellera

que un día descubrí sobre una enredadera,

ni la cisterna donde dos niños me abrazaron

tanto como tu sórdida presencia me asustaron.

—¡Dulzura impenetrable del mundo! Adiós, espejos

de la orilla del mar donde morimos, lejos,

mirando las penúltimas estrellas tristemente,

con los ojos abiertos, con un amor ausente.