Palabras de Caín
He visto morir pájaros en el sol que apresura
la muerte de las hojas, morir plantas enormes,
y en la pequeña muerte de mundos multiformes
he visto la apariencia de la verdad futura.
Con un dolor celoso, con un brillo sediento,
ya me escoltan los buitres, ya contemplan mis ojos
la sangre ineludible entre los pastos rojos
y esta insólita sangre hace llorar el viento.
Yo no elegí a mi hermano, yo no elegí esta senda.
Logré con esta piedra que mi hermano muriera
pero con él no ha muerto lo que en mí desespera.
¡Dios agresivo y cruel, declinaste mi ofrenda!
Sobre el follaje lloran incestuosos amores.
¡Por qué tienen memoria el canto de tus aves
y por qué esas memorias tienen acentos graves!
¡Ah, por qué me conturba la dicha de las flores,
el gusto de la lluvia y el puñado de tierra,
y por qué me conturba la calma de la tarde,
el calor de la piedra después del día que arde!
Jehová, tu espacio pérfido como un antro me encierra.
En la colina oscura mi madre se lamenta
del cielo sobre el agua que en barro se diluye
y la majada pálida que entre las hierbas huye
lleva el color del polvo y de su mano atenta.
Con invisibles armas Jehová solo ha matado
las bestias y los árboles con su soplo divino,
infligiendo su amor injusto, adamantino.
No ve mi sacrificio, ni mi amor desolado.
En el espacio estrecho me persigue la vida,
todavía no ha muerto Abel muerto en el suelo.
Nítidamente he visto su ojo azul en el cielo
con una extraña luz de amor indefinida.
Los caballos me temen, se afligen a mi lado
y la sombra feliz de las plantas me deja
quemaduras ardientes en mi frente y se aleja
hostilmente de mí todo lo que he admirado.
Más fuerte que mis fuerzas es esta penitencia:
me persigue en la noche y el día oscurecido
la voz divina y trémula de un Dios enfurecido.
La soledad no existe, y si existe la ausencia
sólo es la mutación persiguiendo mi vida
de estos campos borrosos, de este sol que asegura
la muerte de la rosa, que pudre el agua pura
y la ternura hipócrita de Abel que no me olvida.
Siento crecer la inmóvil tristeza en mis cabellos,
y en mi cara, en el frío, el ardor del verano.
Como una incierta fruta que devora un gusano
siento en mi pecho ansioso un horrible destello.
El reproche ha vedado en mí el remordimiento
alejando el fulgor dulce de la confianza,
ha destruido el pudor de mi desesperanza.
No puedo ya vivir sin él: es mi sustento.
Mora ya en mis futuros hijos, en mis amores,
en la irascible llama del ansia que no apaga
la implacable agresión de la palabra vaga,
en la fidelidad del trigo, en los alcores.
Mora ya en la sustancia del agua, en las cisternas,
en la brisa callada que por las tardes pasa
detrás de las montañas y a las ramas enlaza,
mora ya en el color de aquella órbita eterna.