Autobiografía de Irene (10)
Some men a forward motion love,
But I by backward steps would move.
HENRY VAUGHAN: The Retreat.
Como un sendero de árboles poblado
de casas y de gente, me ha llevado
la vida a estos lugares silenciosos
donde apaciguará, con sus obsequios,
la muerte mis recuerdos tenebrosos.
No me conturba el ávido misterio
que prepara el destino con sus velos,
con sus venas de mármol y sentencias
marchitando en las flores advertencias.
En la contemplación de los desvelos
no me persigue la visión del coche
que me llevará a un solo cementerio
para entregarme a la infinita noche.
El ángel del pasado es suave, alegre.
Escucho su pacífico lenguaje:
“Si quieres que al pasado te reintegre
tendrás que hacer conmigo un largo viaje.
El cielo que has mirado está en mis ojos,
la frescura del agua está en mis túnicas,
y la brisa en tu frente está en mis alas.
Cuando encontrabas tristes a las calas
y consuelo en los altos crisantemos,
ansiosa me buscabas. En tus rojos
vestidos y en tus vértigos extremos
acaricié tus largas esperanzas.
Yo cerraba tus párpados heridos
por los rayos de sol como por lanzas.
Las penas eran tus hermanas únicas.
Yo besaba tus labios afligidos,
yo ocupaba el lugar de los ausentes.
De tu alma vi las sombras elocuentes
engalanadas por la soledad
vanamente llamarme con piedad”.
¡Qué dulce es el progreso de la muerte!
Oigo las voces con murmullo de agua
crecer como las rosas, y la suerte
que me acechaba en los zaguanes, triste,
con alegría múltiple me asiste.
Las estridentes aves que cantaban
burlas despreciativas, en la aurora
tienen la voz ahora candorosa.
En los más altos cielos ya me alaban
los besos del querube que me honora
entre nubes rosadas y bucólicas.
No intercala el futuro en mi semblante
ningún cambio. Me asombra en este instante
mi rostro solo en un espejo y quiero
en estas despedidas melancólicas
contemplar mis facciones con esmero.
Son atentos mis ojos y brillantes
como el agua, con sombras de violetas
(tiene el iris colores vacilantes).
Mis dos cejas reunidas están quietas
ignorando el fervor de mi alta frente
y de mis silenciosos dulces labios,
apaciguan mi cara duramente.
Ahora me parezco a algunas santas
con blancura de cera entre las plantas,
cuando el alba desnuda las alumbra.
Ahora palidecen esas ramas
de azules venas, mis distantes brazos;
siento que van trenzándose los lazos
que incendiaron mi vida con sus llamas.
Se deposita ahora ya el cansancio,
repetidos cansancios, en mi cara,
cansancios que han nacido en la niñez,
y en un sendero con guirnaldas de horas
me hubieran conducido a la vejez.
Lo que antes me dolía ya me agrada.
Contemplo la virtud desamparada
de mi penúltimo apacible rostro.
Es como si no fuese mío ahora
este rostro, ¡y fue mío tanto tiempo!
Imaginar su ausencia no me asusta.
¡Ah, ya no me asusta el porvenir!
Las horas van pasando muy despacio.
Estoy pálida y me llamo Irene
(podría disolverme en el espacio,
sin que un cambio en el mundo se advirtiera).
Hace treinta años que nací en Las Flores
y esta plaza del pueblo lentamente
seguirá con veranos y con gente
renovando sus tardes, sus colores.
Con gratitud de planta en el relente
voy conociendo ahora del pasado
tranquila allá, y meticulosamente
la dicha del recuerdo que he anhelado.
De este momento nada me separa.
Recuerdo los jardines y las casas
donde jugué en mi infancia. Fui admirada
por mi cabello largo y sobornada
por caramelos ávidos y dulces.
Llevaba siempre cintas en mi pelo,
cintas alguna vez de terciopelo.
Recuerdo mis asombros, mis vestidos,
y mis parientes tristes reunidos,
y aquel busto de mármol con un velo
de mármol que volaba como al viento
y un florero con lirios de papel.
Recuerdo de mi padre el paso lento
y el color implacable de sus ojos,
de mi madre el olor a lavandina,
y de la oscura y alta ligustrina
un vendedor de helados que anunciaba
los helados de fresas que yo amaba.
Recuerdo atardeceres despoblados,
el calor y los perros acostados,
las moscas y el hotel y un gran misterio
y una tranquilidad de monasterio
que ni el sol ni los cantos alegraba.
Llena de sombras y temores vanos,
en mis dedos recuerdo las espinas
de las robadas rosas de la plaza
y aquel señor con marcas de viruela
que inventó con mi padre penitencias.
Allá en el fondo de una senda oscura,
al escaparme sola de mi casa,
ineludible, encuentro la memoria impura
de un diálogo de amor en los veranos
(podría repetirlo pero es largo;
no se aviene el rubor a estos momentos).
Puedo ver sobre el cielo todavía,
como un gusano alado, el largo vuelo
de una bandada azul de golondrinas;
y en los días de fiesta de la escuela
esa lánguida fruta que en mis faldas
en la hora abismal de la doctrina
dejó un beso dorado y las guirnaldas
con olor a canela y a glicina.
Estas cosas no tienen importancia
pero siempre deseaba recordarlas.
En vano lo deseaba con instancia.
Tantos días se agregan a los días
y hay tantos cambios tristes de alegrías
que para las personas más normales
el recuerdo no es puro en la memoria.
Me amaba el cielo y la melancolía
al oír de una tímida ventana
la persistencia trémula de un piano.
A veces con pasión me redimía
una esperada lágrima en mi mano.
¿De quién era esa lágrima? No sé,
ni sé de dónde me llegaban ciertas
frases que dije en alta voz al cielo
o en la penumbra al entornar las puertas.
Pero algo misterioso me guiaba:
de mi oscuro poder yo era la esclava.
En las calles finales de este pueblo,
cuando en la lejanía se escuchaba
el relincho que alegra a los caballos,
mi tristeza de niña se agravaba:
los caballos heridos por los rayos,
transformados en negras osamentas,
los preveía en próximas tormentas
o bien muriéndose en la tierra dura
sin encontrar jagüeles de agua pura,
sin descubrir del alba la caricia.
Y el rumor de los carros que alejaban,
trasladando en la noche circular,
cargamentos de pasto me llevaban
a lugares remotos y futuros
de la provincia quieta entre las quintas,
cruzados por caminos entre cintas
de rosales ceñidos a los muros.
Con transparencias trémulas de velo
el porvenir me revelaba nombres,
rostros antes de haberlos conocido,
sendas antes de haberlas recorrido.
Yo veía las cosas transformadas
por el tiempo anhelante, reformadas.
Podía recordar sólo el futuro:
cómo iba a ser mi casa y no como era,
los niños todos ya con rostros de hombres,
marchitos los botones de las rosas,
florecida la ausente enredadera.
Muertas podía ver a las personas
que estaban por morirse, y esas zonas
en mis recuerdos del futuro ansiosas
no las comunicaba nunca a nadie.
Me enmudecían frases misteriosas.
Era callada y me gustaba oír
a los que recordaban el pasado
(ese recinto para mí vedado).
¡Yo sólo recordaba el porvenir!
Trataba a veces de modificar
las partes tristes del futuro en vano:
no conseguía lluvias del verano
y perdían mis padres las cosechas,
no lograba tampoco hacerle amar
a mi prima aquel joven que la amaba.
No tengo que pensar, yo me decía,
con tanta rapidez, pero eran flechas
que me hacían sangrar mis pensamientos
como a San Sebastián en su agonía,
en las estampas, con arrobamiento.
Trataba de inventar cosas hermosas,
destinos y personas afectuosas,
pero reconocía claramente
la esencial diferencia que existía
entre la previsión del porvenir
y la invención únicamente mía.
Esas imágenes del porvenir
eran inconfundibles pues llegaban
con perfume de plantas cuando llueve.
No eran vagas como otras. Se agrandaban.
Al verlas, siempre oía claramente
los rumores del viento que nacía.
En la distancia un vidrio se rompía,
un vidrio solo altísimo y helado
cuyos fragmentos siempre han alcanzado
con misteriosa y líquida frescura
a salpicar un lado de mi frente.
Yo fui hacendosa y suave desde niña.
Me gustaba la historia y la gramática
y en la plaza entre flores la enigmática
apaciguada sombra de la fuente.
Yo bordé las celestes margaritas
de un mantel que comentan las visitas
mientras me ven morir amablemente.
Una vez me asusté al imaginar
la figura del diablo que llegaba
de una casa vecina y me miraba
con los brazos cruzados sobre el pecho.
Me asombró que su altura fuera escasa,
que pareciera un hombre abandonado,
y después de pasar días ansiosos
esperando el horror de su llegada,
nerviosa y trémula, desesperada
encontré un día en esa misma casa
(ahora al fin lo puedo recordar)
en un libro de cuentos religiosos
al mismo diablo pálido y maltrecho.
No se pueden cantar algunas músicas:
igual a los amores infinitos
claustral es el recuerdo de sus ritos.
Pero ya he penetrado en tu memoria,
oh Gabriel, cuyo asombro me deslumbra,
yo esperé este momento para verte
(este momento, el fin ya de mi historia).
Te conocí mucho antes de encontrarte:
ya presentía cómo iba a olvidarte,
y traté de esquivar tu encuentro en vano.
Te olvidaba al llevarte de la mano.
Tu dócil cabellera de oro alumbra
una canción de estrellas y de muerte.
Corregí tus deberes, tus dictados
con la felicidad de tu mirada.
Sabía que serían olvidados
del amor nuestros diálogos. Cansada
me alejé de tu lado sin recuerdos...
Busqué tu rostro en las espigas de oro,
en otros jóvenes que por ti lloro,
entre lluvias celestes, entre altares,
en las fotografías de los mares.
Ahora aunque esté sola no te pierdo.
Un recuerdo de amor es infinito,
podrá no llevar nada entre los brazos.
Yo te llevo en la rosa de mil lazos,
en la conformación de mis deseos,
en la seráfica pasión del alba,
en la elegida y venerada flor,
en la alegre visión de mis paseos.
Y es sólo acá en la muerte que hallaré
la verdad deslumbrante del amor.
Ya la veo llegar. Oh enredadera
brillante de mis días, cómo espera
la sombra dulce...
10- Véase el cuento “Autobiografía de Irene”, en Silvina Ocampo, Autobiografía de Irene, 1948, Cuentos Completos I, Buenos Aires, Emecé Editores, 1999.