Volví a ver a Gauvain dos años después. Había escogido definitivamente el mar como oficio. Era ya oficial de maniobras y solo pasaba en Raguenès dos días de cada quince, entre dos mareas. En otoño quería ir a la Escuela Náutica de Le Rouz, en Concarneau, para llegar a teniente de pesca.
Su vida estaba organizada según el esquema de costumbre: acababa de echarse novia, «porque uno no puede quedarse para siempre en casa de los padres», me había dicho como si buscara una excusa. Su futura esposa, Marie-Josée, era obrera en una fábrica, también en Concarneau. No tenían prisa. Primero querían hacerse una casa en Larmor, en un terreno que él había heredado de la abuela Lozerech y para la que habían pedido un crédito a veinte años antes de poner la primera piedra.
En lugar de injuriarnos o ignorarnos, nos evitábamos; al menos Gauvain me evitaba. A mí me hacía gracia obligar a aquel magnífico muchacho a bajar la vista cuando me lo cruzaba por el pueblo. Él, a cambio, se ponía a hablar en bretón con los otros clientes en cuanto yo entraba en las tiendas de la aldea para dejarme claro que no era de su mundo.
Sin embargo, en la boda de Yvonne no tuvo más remedio que mirarme a la cara por segunda vez. Ella quería que yo ejerciera de testigo y Gauvain había prometido ser el del novio, que también era marinero, pero de la armada francesa, lo cual para la novia era una condición sine qua non. En efecto, Yvonne se casaba para escapar de su condición de agricultora: odiaba la tierra, ocuparse de los animales, las manos agrietadas en invierno, los zuecos llenos de barro hasta el domingo y la vida en general que llevaba en la granja. Pero no quería a un nasero como su hermano Robert, uno de esos hombres que volvía a casa cada noche y te despertaba a las cuatro de la mañana antes de irse al mar, y con las manos que apestaban a cebo; ni a un pescador de arrastre como sus otros dos hermanos. No, lo que necesitaba era un tipo que no pusiera una mano en el pescado, que llevara un bonito uniforme y, sobre todo, que estuviera ausente durante meses, meses que contaran el doble para la jubilación, en la que ya estaba pensando. Un tipo que le diera la oportunidad de ir un año o dos a Yibuti, a Martinica o, con un poco de suerte, a Tahití. Y el resto del tiempo vivir en paz, en una casa nueva. Yvonne, que de niña no había tenido tiempo de jugar y no se sentaba más que para comer (aunque su madre y ella tenían que estar levantándose todo el rato para servir a los siete chicos, más el padre, más el chaval medio retrasado que tenían de ayudante), solo aspiraba a una felicidad: ¡vivir en paz! Y esa fórmula le hacía esbozar una sonrisa extática, que se dibujaba en su cara cada vez que la pronunciaba. La paz significaba no volver a oír cómo ladraban su nombre: «¡Yvonne, coño, traes esa sidra o qué! ¡Que tenemos prisa, joder!... ¡Yvonne, vete al lavadero, tu hermano necesita la ropa para mañana!... ¡Yvonne, espabila de una vez, que la vaca no se ordeña sola!...».
El matrimonio le parecía un desierto de dicha. Así que se quedó con el primer muchacho que reunía las condiciones, aunque fuera un flacucho que apenas daba la talla para la armada (había necesitado una dispensa para el centímetro que le faltaba… que le faltaba sobre todo a la altura del cerebro, según decían las malas lenguas)… Pero para ella eso no constituía un inconveniente redhibitorio: así se acostumbraría más fácilmente a sus ausencias.
Lo más difícil fue organizar la boda y fijar una fecha. Había que compaginar la presencia simultánea de los tres pescadores de la casa —lo que sucedía rara vez ahora que ya no navegaban en el mismo barco— con las vacaciones del que era maestro en Nantes y mi estancia en Raguenès. Sobre todo porque los Lozerech querían obsequiar a su única hija con una bonita ceremonia, con tres damas de honor en vestido de organza color verde almendra e invitados que vendrían en autobús de todo el Finisterre sur.
Y para nosotros, para Gauvain y para mí, también iba a ser una bonita boda, ¡porque estaba escrito que las fiestas y las ceremonias serían nuestra perdición!
Estábamos juntos ya desde las nueve de la mañana, frente a la primera copa de muscadet, e íbamos a seguir así, yendo y viniendo, sin separarnos, todo el día y buena parte de la noche, y al día siguiente otra vez, para la tornaboda.
Desconocido, endomingado, con los rizos rebeldes bien engominados, parecía un oso sabio y su aspecto me recordaba al peor Gauvain de antes. Yo llevaba un conjunto de seda tusor color crudo que olía a capital, unos zapatos de cierre en el tobillo que me hacían las piernas, ya bonitas de por sí, más atractivas aún, y toda mi persona desprendía esa privilegiada serenidad propia de quienes nunca han deseado nacer en un sitio distinto de la blanda cuna que el destino les ha otorgado.
Ese día yo representaba todo lo que él detestaba, lo que despertó en mí el repentino deseo de romper su caparazón para tener a mi merced el meollo vulnerable que adivinaba en él. El episodio de la isla seguía clavado en el fondo de mi memoria, tras una puerta que se había cerrado demasiado deprisa y que daba acceso a un país luminoso apenas vislumbrado. ¿Había soñado aquella emoción que ahora volvía a encogerme el corazón? ¿También la había sentido Gauvain? No quería pasar el resto de mi vida haciéndome aquella pregunta, en las noches de nostalgia; le haría confesar a Gauvain, ese día o nunca.
En la misa, no intentar nada; ni durante la interminable pose para la foto en las escaleras de la entrada de la minúscula capilla de Saint-Philibert, pueblo natal del flacucho de la armada francesa. Un fuerte viento del suroeste hacía volar las cintas de las cofias y levantaba las grandes gorgueras que llevaban las dos madres de los novios y un grupo de irreductibles. Luego nos cayó un chaparrón y mis rizos cuidadosamente naturales flamearon sobre mis mejillas.
Por fin el fotógrafo se decidió a recoger su refugio de rasete negro y su pie telescópico, dando así el pistoletazo de salida a la carrera hacia el Café du Bourg para el aperitivo con derecho a baile. Pero ahí, una vez más, los hombres se aglutinaron en la barra y los chavales alrededor de las máquinas tragaperras, sin mezclarse con el grupo de las mujeres.
Tuve que esperar hasta las dos de la tarde para sentarme en el banquete junto a un Gauvain ya bastante achispado que se preparaba, pobre inocente, a empalmar con el muscadet, el burdeos, el champán y el aguardiente, acompañamientos obligados del ritual convite de bodas y aliados míos en aquella operación-verdad a la que quería someterlo. La embriaguez es cómplice de todas las flaquezas.
Todavía no habíamos llegado a la inevitable lengua de buey en salsa de madeira, que marca el paso del vino blanco al tinto, y ya constataba en mí una receptividad creciente hacia el cuerpo de Gauvain, pegado al mío. Mi padre decía: «Blanco sobre tinto, quieto en el recinto, tinto sobre blanco, derecho al barranco». Gauvain parecía no darse cuenta de mi presencia, lo que atribuía yo a la de su novia, sentada a su derecha, con cara de buena y un vestidito rosa que no pegaba nada con su tez de rubia no lo bastante rubia, rematada por una de esas melenas permanentadas que se llevaban allí, y precedida por unas tetas a lo reina de Inglaterra a modo de pecho único embutido en una funda de almohada. ¿Debería conformarse Gauvain con semejantes sinuosidades? Yo empezaba a estar lo suficientemente borracha como para sentir pena por él y desear que pusiera una mano, o hasta las dos, en mis pechos, y de inmediato. Pero ¿cómo lograrlo? Estaba calculando unas maniobras tan groseras… que habría resultado grosero por su parte no responder. Ya me encargaría después de demostrarle la delicadeza de mi alma. Pero como todos los gestos salaces que he deseado hacer en mi vida, el que habría sacado a Gauvain de su irritante indiferencia no llegó hasta mi mano. Sin duda, ¡tengo el cuerpo mejor educado que la mente!
Mientras pasaban las horas, el convite de bodas de Yvonne iba atascándose en el aburrimiento de los banquetes que no quieren acabar nunca, entre las migas, las manchas de salsa y las copas derramadas. Las aldeanas se soltaban los cinturones y se quitaban bajo la mesa los zafios zapatos de tacón comprados en el mercado, que las torturaban desde por la mañana; los hombres hacían cola en la puerta de los servicios y volvían como nuevos subiéndose la bragueta; los niños, sobreexcitados, se perseguían a gritos tirando las sillas a su paso, mientras el recién casado se reía muy alto con sus amigos para demostrar que tenía la situación controlada, e Yvonne, con la nariz algo roja y el rostro reluciente bajo su corona de rosas pompón, conocía por fin lo que es la soledad de una recién casada.
Yo esperaba el baile, que me permitiría, no me cabía la menor duda, desbloquear la situación. Pero aún no habíamos concluido el banquete, que recobró un nuevo vigor con la llegada de la tarta nupcial y el champán, dejando vía libre a los cantantes. Un racimo de obstinados ancianos, con la voz aún más temblorosa por el alcohol que por los años, no iban a perdonarnos una sola estrofa de esos interminables lamentos bretones, donde la ausencia, las promesas traicionadas y los naufragados sin sepultura componen para las jóvenes esposas un espantoso panorama de futuro.
Estábamos en la séptima estrofa de Recouvran-an-ce, que una cantante que se creía Rina Ketty no acababa de asesinar del todo, cuando Gauvain se levantó y entonó inmediatamente después el Bro Goz Va Zadou (Viejo país de mis ancestros), muy aplaudido por la asistencia. Su voz de bajo acabó de matarme; no necesitaba mucho más. La hacía vibrar en esas sílabas a la vez duras y desgarradoras de la lengua bretona con una complacencia enternecedora, y esa voz de bardo, que me recordaba a la de Félix Leclerc, sentaba de maravilla a su torso poderoso y a los músculos que abultaban sus hombros, que se dibujaban de manera casi indecente bajo su traje ajustado, cortado muy a medida por el sastre de Trégunc (que se empeñaba en embutir esas fuerzas de la naturaleza en unas mallas pegadas marcando trasero y conteniendo con mucho esfuerzo unos muslos abombados).
Marie-Josée fue la que dio la señal de los besos que puntuaban cada canción con la estrofa ritual:
El se-ñor cura no quiere
que los chicos besen a las chicas
pe-ro no prohíbe
que las chicas besen a los chicos…
Pues yo también iba a besar al mozo Lozerech, y no poco, y pasaría la última para no mezclarme con el rebaño balador que desfilaba ya para darle un beso a Gauvain el guapo. Él, feliz por tanto éxito, se reía a carcajada limpia, dejando al descubierto un incisivo roto en un costado que le daba un aire de veterano tan divertido como el parche negro a un ojo de pirata. Estaba sentada a su lado, así que me habría bastado con inclinarme y pegar mis labios a ese incisivo, rápidamente, como sin querer.
Entonces Gauvain me lanzó una ojeada penetrante y vi que no había olvidado la isla.
Pero aún había que soportar el aperitivo en el Café du Port mientras esperábamos que llegara la célebre orquesta Daniel Fabrice, de Melgven, para animar el baile. Sin embargo, mi momento no iba a tardar en llegar, ya no me cabía ninguna duda.
La sala de baile era siniestra y estaba desnuda e iluminada con una luz muy cruda, y vi en un espejo que había perdido frescura desde la mañana. Sobre todo comparada con los invitados, impecables, que iban llegando, y entre ellos algunos de mis amigos de veraneo, que venían un poco como quien va al zoo. Me encontré aspirada con toda naturalidad por su círculo, que en el fondo era el mío. Yo lanzaba miradas desesperadas a Gauvain, pero no lograba captar su atención, ya no existía para él.
Practiqué métodos de resultados probados, magnetizándolo con ojeadas intensas dirigidas a su nuca, volviéndome más brillante que una luciérnaga cada vez que creía encontrarme en su campo visual, negándome ostensiblemente a bailar los tangos más lánguidos con mis amigos, deambulando por las cuatro esquinas de la sala como alma en pena… Ninguna de mis artimañas funcionó y Gauvain cogió a Marie-Josée en sus brazos para bailar todos mis bailes favoritos.
¡Pues nada! No me quedaba otro remedio que reunirme con mi grupo y olvidarme del guaperas del pueblo. Ya no podía esperar nada, aquel baile era horrible, todo estaba perdido y, la verdad, mejor así. ¿Qué habría hecho después con Gauvain? Solo podía hacerle daño. Ese noble pensamiento procuró un poco de bálsamo a mi amor propio.
—¿No se queda para la sopa de cebolla? —se sorprendió el padre de Yvonne cuando fui a despedirme.
¡Ah, no! No quería ver más ni a Gauvain ni a su centinela. De repente me sentía cansada, a mil leguas de aquella familia Lozerech. Le di un beso rápido a Yvonne antes de eclipsarme enseguida con mi gente. «No habrías hecho más que estropear un bonito recuerdo», me dijo Frédérique, más que razonable.
Su frase me enfadó aún más. Los recuerdos enlatados no me interesaban. Odio los recuerdos bonitos. Solo me gustan los futuros bonitos.
Ya estaba yo en el jardín del hotel, pasando por encima de toda aquella carnaza borracha tirada en la cuneta y de la que aún se movían algunos trozos que dejaban escapar un fragmento de canción o levantaban un brazo al cielo para proferir una frase definitiva, cuando sentí una mano en el hombro que me sobresaltó:
—Tengo que verte —susurró Gauvain imperiosamente—. Espérame esta noche en la cala, me reuniré contigo en cuanto pueda.
Algunos amigos lo llamaban a gritos y Frédérique me esperaba ya nerviosa en el coche. Pero me tomé mi tiempo: dejé que la frase bajara hasta lo más profundo de mí, respiré hondo y una ola de felicidad me sumergió, llenándome de júbilo y de una determinación resplandeciente.
Después de toda aquella peste a tabaco en la sala de baile, el viento del oeste traía bocanadas del aroma violento de las algas, de olor a sexo. Pasé por casa, para tener una coartada. También para coger la trenca previendo que me resultaría útil para protegerme de las asperezas del suelo cuando Gauvain extendiera sobre mí sus ochenta kilos. Y metí en el bolso, por si acaso, el poema escrito para él dos años antes, que dormitaba en un cajón. Antes de salir, se lo dejé a mi hermana para que lo leyera, y puso mala cara.
—Parece de una cría —me contestó.
¡Yo lo encontraba precioso! ¿Acaso no se convierte una en una cría cada vez que corre en busca del amor?
Aquella noche no se distinguía la luna. La isla de Raguenès se erigía como una masa negra sobre un mar negro, y todo parecía inmóvil, como a la espera de algo que va a suceder. Rectifico: era yo la que esperaba algo. Para la naturaleza, era una noche estival como cualquier otra.
Desde el primer minuto de la espera, me sumergí en el delectable proceso del placer. Estaba viviendo lo mejor de la vida, y era consciente de ello. Aquella noche, habría dado diez años de mi existencia (¡pongamos cinco!) para que nada viniera a obstaculizar el desarrollo de la obra de teatro que íbamos a interpretar, aunque ninguno de los dos nos supiéramos aún el papel. ¿Qué representan unos años de vejez cuando se tiene veinte años? Me preparaba para vivir una noche sin mañana, robada a las conveniencias, a la prudencia, a la esperanza incluso, y sentía una especie de alegría salvaje.
Por fin llegó Gauvain. Aparcó al borde del acantilado, oí cómo cerraba la puerta del coche y adiviné su silueta escrutando la oscuridad. Probablemente me hubiera visto gracias a la luz de los faros, porque se puso a correr cuesta abajo por la pendiente rocosa. Yo me había apoyado contra una barca arrastrada hasta la arena para protegerme del viento. Estaba sentada con las rodillas entre los brazos, en una postura que me parecía a la vez deportiva y romántica… A los veinte años una cuida esas cosas. Gauvain me cogió de las dos manos, para levantarme más deprisa, y antes de que pudiera yo articular ni una palabra, me estrechó con fuerza, pasando inmediatamente su pierna entre las mías, abriendo mi boca con la suya; mi lengua se tropezaba con su diente quebrado, mi mano se paseaba por primera vez por debajo de su chaqueta, sumida en un calor perfumado, y mis dedos recorrían ese conmovedor hueco que forma la cintura en el arqueo de la espalda, entre los músculos de los riñones, en algunos hombres. Sin ruido, se puso a llover y no nos dimos cuenta, inmersos como estábamos en nuestro remoto país. Por un momento pensé que Gauvain estaba llorando y me aparté para mirarlo a los ojos… Unas mechas relucientes le caían ya en volutas por la frente, y unas gotas minúsculas brillaban entre sus pestañas levantadas. Puede que sí fueran lágrimas. Nuestras bocas se unieron, se desunieron y se juntaron de nuevo, sonrientes, resbaladizas por el agua del cielo, que tenía un sabor delicioso, y la negrura del aire y la melancolía de la playa mojada y la piel de gallina bajo las gotas nos rodeaban por todas partes, aislándonos de la agitación de aquel día para sumergirnos en la sencillez apenas soportable del amor.
La lluvia empezaba a abrirse camino por nuestros cuellos y el garbino comenzaba a soplar con fuerza, pero nosotros ya no podíamos despegarnos. Gauvain indicó con un movimiento de barbilla la cabaña en ruinas de la isla, que aún conservaba parte del tejado, suspendido de una última viga. Sonreí: ¡ahí era donde jugábamos siempre de niños!
—Nos da tiempo —dijo—, la marea no sube hasta las dos de la mañana más o menos.
Corrimos por la cresta de arena que une la isla a la costa en bajamar, yo me torcí los tobillos con las algas y Gauvain, con esos ojos de husky que ven en la oscuridad, me ayudó a trepar por la planicie cubierta de hierba hasta nuestra cabaña… o lo que quedaba de ella. Sin aliento, nos cogimos las manos en silencio, impresionados por la gravedad del placer de desear tan intensamente lo que íbamos a hacer juntos allí, en aquel refugio precario, sin pensar en el pasado ni en el futuro. Cuando la vida se condensa entera así, en un solo instante, y se consigue olvidar todo lo demás, se alcanza probablemente la forma más intensa de alegría.
Nos resguardamos en el único rincón seco de la ruina con suelo de tierra y me alegré de haber cogido la trenca. No sabía decirle otra cosa que: «¿Estás aquí? Dime que eres tú… En medio de esta oscuridad me entran dudas». «Sabía que nos encontraríamos de nuevo, un día, lo sabía», me contestaba él, acariciándome la cara para verla mejor, examinando luego con suavidad mis hombros bajo la blusa, y después mi nuca, mi cintura, esculpiéndome poco a poco en la admirable materia de la espera.
No había hecho el amor muchas veces en mi vida. A los veinte años solo había conocido a Gilles, mi iniciador… iniciador en nada, porque ni uno ni otro sabíamos qué hacer con nuestros órganos sexuales… y a Roger, cuya inteligencia me dejaba muda de admiración e incapaz de razonar, incluso cuando se me cepillaba entre un ejercicio de física y el siguiente, encima de la manta marroquí de su buhardilla con derecho a agua corriente en el rellano, en cuatro o cinco tacatá-tacatá, precedidos de igual o menor número de cuchi-cuchi a modo de estárter. Vuelvo a pensar en ello, muy a mi pesar, cada vez que veo a un violinista haciendo vibrar una cuerda de su instrumento con la punta del dedo corazón para soltarla después una vez obtenido, o supuestamente obtenido, el efecto deseado. Durante la intromisión hacía amablemente el esfuerzo de gorgotear unos te quiero a los que yo respondía con otro te quiero para darme ánimos y poner algo de pasión en aquel cuarto de hora que aguardaba cada vez con la misma esperaza ydel que salía visiblemente sin el mismo alivio rudimentario que él. Pero como no me hacía ninguna pregunta y volvía a la carga regularmente, eso es que no se me daba mal y que el amor físico, como lo llamaba yo entonces, era eso. Yo prefería el antes, él, el después. Quizá en ello residiera la famosa diferencia entre sexos.
No recuerdo si Gauvain era tan buen acariciador entonces como lo fue después. En aquella época las caricias no se llevaban mucho en su entorno. Y tampoco yo me dejaba acariciar mucho por entonces. Roger me parecía lo normal. No se puede aburrir a los hombres con un «No, ahí no, más arriba» o «¡Ay, no tan fuerte!» o, peor aún, «Un poco más, por favor». Porque si los fastidias, pareces insaciable y entonces te dejan por otras chicas, de esas que están siempre contentas, que adoran su varita mágica y beben su santo crisma con cara de comulgantes. Eso, al menos, era lo que se decía a mi alrededor, y ¿cómo verificarlo? La franqueza no tenía validez con los machos: no hablaban la misma lengua que nosotras. Somos de un sexo como somos de un país.
Aquella noche, por primera vez, se abolió la frontera, como si nuestros cuerpos se conocieran desde siempre, y progresábamos al ritmo del mismo deseo hacia la desaparición de nuestras diferencias, como si hubiéramos estado esperándonos para hacer por fin el amor y deshacernos el uno en el otro, sin fin, sin conseguir agotar el placer de gozar durante el goce mismo y sintiendo ya en el hueco del placer pasado las ondulaciones del placer futuro. Estábamos viviendo una de esas noches sin duración como solo se dan unas pocas en el curso de toda una existencia.
La marea, que había empezado a subir, nos devolvió a la tierra: Gauvain distinguió de repente el ruido de las olas que se acercaban. Ese hombre siempre sabía dónde estaba el mar.
—Si no nos vamos ahora mismo, tendremos que volver a nado —anunció, mientras de un salto recogía nuestra ropa tirada por el suelo.
Mi sujetador echó a volar y renuncié a buscarlo. A fin de cuentas, mi nombre no estaba escrito en él. Gauvain no lograba meter los botones húmedos en los ojales, encogidos por la lluvia, y lo oía maldecir en la oscuridad. Por fin, más o menos listos, yo con el bolso de mano arrastrando, como una imbécil que saliera de un salón de té, y el otro, que parecía un loco, con el pantalón anudado al cuello, exponiéndolo a la lluvia para que no se mojara en el mar, corrimos, conteniendo a duras penas el ataque de risa, tropezando en los charcos, hacia el paso, que una intensa corriente iba tragándose ya. Nos agarrábamos fuerte el uno al otro para no ser arrastrados, y conseguimos cruzar el vado de milagro, con el agua por el ombligo. Pero ¿hay forma más hermosa que esa de lavarse del amor?
El cuatro caballos nos pareció comodísimo y, sobre todo, seco. Nos costó vestirnos con la ropa empapada. Ya en el pueblo, Gauvain aparcó en el patio de la granja y me acompañó a pie. La calle olía a establo caliente y se oía el rumor sordo de los animales removiendo la paja. También nosotros aspirábamos a la tibieza seca de un establo, pero había que volver, retornar cada uno a su vida. De repente hacía frío y nos refugiamos por última vez en el calor de nuestras bocas mezcladas.
—Tengo algo para ti —le dije con voz susurrante mientras sacaba del bolso el poema humedecido—. Sé que te voy a parecer ridícula… pero lo escribí después de aquella noche, ya sabes… hace dos años…
—Ah, ¿tú también? —preguntó Gauvain con su voz nocturna—. Yo pensé que…
—¡Fuiste tú el que no dio señales de vida!
—Me parecía que era mejor así, para los dos. Y esta noche no he podido evitarlo, pero me arrepiento. Soy un cerdo, en el fondo.
—¿Por qué? ¿Porque tienes novia?
Se encogió de hombros.
—Me eché novia para defenderme de ti… de las ideas que pudieran pasárseme por la cabeza. Entre nosotros no podía funcionar, nunca me hice ilusiones. Y no tenía que haberte llevado allí esta noche, ha sido una tontería, perdóname.
Dejó caer su cabeza de carnero de rizos tupidos sobre mi hombro. Respiraba profundamente. Habría querido explicarle que la única tontería imperdonable es resistirse a uno de esos momentos de los que hay tan pocos en la vida, tal y como ya me imaginaba yo entonces. Pero no me habría entendido. No funcionaba con esos presupuestos. Y además la lluvia arreciaba, mi trenca olía a perro mojado, el barro se metía en nuestros zapatos y estábamos tiritando de frío y melancolía. Gauvain también de ira. Se había dejado llevar por los sentimientos, y eso no casaba con su proyecto vital. Sentía cómo se iba poniendo rígido, con prisa por volver a sus certidumbres, a su mundo bien ordenado.
—Te perdono —le dije— si me juras que volveremos a vernos antes de que empieces las clases, este invierno. Una vez, una vez de verdad, con una cama de verdad… y sin miedo a la marea. Me gustaría conocerte mejor antes de olvidarte.
Gauvain me estrechó con fuerza. Olvidarme, él ya no podía.
—Va karedig —murmuró, que significaba «mi amor» en bretón—, no me atrevería a decírtelo en francés. Y gracias a la oscuridad… No puedo prometerte nada… No sé. Pero tienes que saber…
No consiguió terminar. Y yo ya lo sabía: que era pescador, que tenía novia, que tenía un gran sentido de la moral, y complejos, y que quería ser una persona decente, como decía él. Pero yo quería ser inolvidable para él, aunque tuviera que estropearle el matrimonio, con esa crueldad cándida de las jovencitas a las que no se les ocurre un solo instante el tibio consuelo de saber que el hombre amado vive en paz con otra mientras goza del refinado placer de haberle dejado una nostalgia incurable.
—Kenavo… A wechall —«adiós, hasta pronto», añadió en voz baja. Y, apartándose de mí—: Por París, haré lo que pueda —dijo con ese acento bretón que se come los finales de las palabras y cuya rudeza me fascinaba. Y levantó la mano derecha como para decir «lo juro», hasta que cerré tras de mí la puerta baja de la casa.