3. París

Los grandes momentos de la vida —los nacimientos, la enfermedad, la muerte— tienen el don de reconducirnos a la extrema banalidad y de hacer que surjan de nuestros labios esas expresiones hechas, nacidas de la sabiduría popular, que traducen mejor que un lenguaje erudito las reacciones viscerales.

Desde que Gauvain cumplió su promesa y vino a verme unos días a París, no puedo tragar; tengo la garganta literalmente obstruida, el estómago hecho un nudo, el corazón en un puño y las piernas me tiemblan, como si la función sexual hubiera acaparado todas las demás. Y también estoy cachonda, como si ardiera por dentro. Me voy a ver obligada a circular durante tres días con ese tizón ardiente en mi interior, marcada a fuego por Gauvain, con esa O de su anillo entre las piernas.

—¿Sabes que me escuece… ahí donde...? —le comento a Gauvain sin atreverme a decir «el coño», así, de golpe. Después de todo, aún no nos conocemos mucho.

—Te escuece ahí donde yo me sé —replica él, zalamero, dudando entre el placer del homenaje a su virilidad y la sorpresa ante mi franqueza, que no se esperaba en una persona de mi educación.

Me gusta escandalizarlo, ¡es tan fácil...! Vive inmerso en unas ideas absolutas, en un universo donde las cosas y las gentes están clasificadas de una vez por todas en categorías estancas.

Mientras me pongo una crema calmante en la zona siniestrada me asombro de que los autores eróticos no tengan nunca en cuenta ese accidente… del placer. Las vaginas de sus heroínas aparecen como conductos infatigables capaces de soportar indefinidamente la intrusión de cuerpos extraños. En cuanto a la mía, está como desollada viva. Examino la zona con mi espejo de aumento y no reconozco mi vulva recatada, tan discreta normalmente, tan distinguida. En su lugar hay una especie de albaricoque, terrible, insolente, desbordante, con la pulpa presionando la piel, que se encoge hasta dejarle todo el espacio… En resumidas cuentas, perfectamente indecente. Y encendido. E incapaz de acoger el más mínimo fideo.

Y, sin embargo, dentro de un rato voy a aceptar, qué digo, voy a reclamar que Gauvain me aplique de nuevo ese hierro candente y me introduzca esa enormidad que, contra todas las leyes de la física, una vez franqueado el umbral del dolor, va a encontrar su sitio justo, la verdad que muy justo, o ajustado, como se dice de una prenda.

Si estuviéramos en una vida normal, pediría una tregua, pero ¡tenemos tan poco tiempo...! Y contrariamente a todas las previsiones, cuando me imaginaba acabar colmada antes de marcharme, ya desahogada, me siento cada vez más sumida en el síndrome de abstinencia. Su proximidad constante, su olor a cereal, el estupor de desearlo sin descanso monopolizan todos mis sentidos. Así que por la noche permanezco en vela, intentando llenarme de él mientras duerme, y por el día me sustento de su belleza, de las caricias de sus manos, tan rígidas, tan toscas cuando las veo en una mesa, y que, sin embargo, mudan en manos de orfebre en cuanto me tocan. En los intervalos, por una pretensión de decencia y para defendernos un poco contra la bestia que llevamos dentro, vamos a visitar la torre Eiffel, el Arco de Triunfo, el Louvre… el recorrido de los turistas después del de los amantes. Como Gauvain nunca ha visto la capital, lo embarco en un bateau-mouche. Pero todos nuestros paseos se acaban enseguida: apoyados uno en el otro, doloridos a fuerza de amor, fingimos primero deambular como peatones dignos, hasta el momento en el que una mirada demasiado focalizada en mis senos, un roce involuntario de su muslo, tan firme, una mirada en la que leo otra cosa que el interés por la fachada del Louvre, nos devuelven a nuestra habitación de hotel, disimulando mal una prisa que nos avergüenza un poco.

Hacemos una escala en un bar: solo el licor y el vino me deshacen el nudo de la garganta y cada copa nos hace ganar un poco más de intimidad y olvidar la ausencia que nos acorrala.

—¿Qué coño haces aquí, Lozerech, puedes explicármelo?

—Yo soy el primer sorprendido, pero si quieres seguirme, vamos a intentar entenderlo —contesta Gauvain, como quien bromea, cuando es una cuestión que visiblemente lo atormenta.

Pero pega su pierna a la mía y eso basta para que escapemos a la razón. Vencidos, incapaces incluso de ironizar, exhalamos al unísono uno de esos suspiros involuntarios que puntúan las indisciplinas del cuerpo.

Aquellos días fueron terribles y deliciosos. Deliciosos porque poseo una aptitud culpable para vivir en la inmediatez. Terribles porque sentía que Gauvain estaba a punto de ofrecerme su vida y que no lo haría dos veces.

La última noche encontramos por fin el valor de hablar en uno de esos restaurantes confortables que te dan la impresión de escapar de la crueldad de la vida. En la habitación era imposible. Nuestras manos nos cortaban demasiado pronto la palabra. Sobre todo porque temíamos la verdad. Al fin y al cabo, nos encontrábamos allí por error. Habíamos salido de nuestras vidas por infracción, y se nos castigaría por ello.

Mientras yo escondía como podía debajo de la piel y la espina los filetes de lenguado que no conseguía tragar, Gauvain, a la vez que engullía su plato con la misma aplicación concentrada que ponía en todo, me exponía su visión de nuestro futuro como si discutiera sobre un contrato con su armador. Me proponía, sin orden alguno, romper su compromiso de matrimonio, cambiar de oficio, hacer una carrera, la que fuera, aprender arte moderno y música, leer a los grandes autores para ir perdiendo el acento y, cuando hubiera hecho todo eso, casarnos.

Ahí estaba, al otro lado de la mesa, con sus rodillas apretando las mías bajo el mantel, con la mirada cristalina (¿acaso no estaba haciendo un sacrificio cabal?), pero enturbiándose poco a poco a medida que adivinaba en mis ojos que ni siquiera el don de su vida me bastaría.

Habría preferido no responderle enseguida, decirle que podíamos pensarlo, no asesinar en tres palabras un amor tan ferviente. Al mismo tiempo, su ingenuidad me desolaba. ¿Qué hombre me haría una proposición tan generosa, tan loca? Por desgracia Gauvain solo funcionaba con síes y noes. Prefería diseccionarse el corazón y arrojarlo lejos antes que participar en un compromiso y seguir viéndome sin tenerme para él.

Permanecía muda porque solo podía proponerle a cambio esas cosas nada serias con las que no se construye una vida: mi deseo insensato de él y mi cariño. No quería ni dejar mis estudios, ni ser esposa de marinero, ni vivir en Larmor-Plage con sus amigos e Yvonne como cuñada, ni pasarme los domingos en el campo de fútbol de Lorient viendo cómo corría por el área de castigo. Y para terminar de hacerle daño, tampoco quería que se sacrificara por mí, quería que conservara su oficio, su acento, su fuerza y sus incompetencias. ¿Sabía si seguiría queriéndolo convertido en empleado o en carpintero de ribera, sin el reflejo de las olas en sus ojos? ¿O si me seguiría queriendo él? Pero mis argumentos hacían mella en él. Su rostro se veló y, de repente, pareció cerrarse herméticamente, aunque le costaba controlar cierto temblor en la comisura de los labios. ¡Dios mío, cómo me gustaba, pero cómo me gustaba en él esa contradicción entre su vulnerabilidad y esa violencia que era su verdadera naturaleza, siempre al acecho! Mi amor por él aumentaba al ver su pena y habría merecido que me pegara por ello.

Al salir del restaurante, fui a cogerlo por la cintura, pero él se soltó bruscamente.

—Siendo así, más vale que me vaya hoy —dijo con voz neutra—. No merece la pena pagar otra noche de hotel.

Perder una noche de hotel me parecía a mí un atentado intolerable a la vida, un insulto al regalo que nos hacía. Pero no iba a convencerlo. Lozerech volvía con los suyos, lleno de rencor contra esas chicas de ciudad que te joden la vida y luego desaparecen, sin ningún cargo de conciencia. Estaba fabricándose una versión que satisficiera al menos su visión de la vida.

—Sentirás haber rechazado todo lo que estaba dispuesto a darte. Puede que seas demasiado complicada para ser feliz.

No se atrevía a mirarme. No me miraba nunca a la cara cuando me criticaba. Como todos los que no saben lo que es una infancia repleta de privilegios y conocimientos, creía que todo es recuperable. Que trabajando como él sabía hacerlo, en un año, cinco como mucho, se pondría a mi nivel. ¿De qué servirían el arresto, el encono, si no podían con un obstáculo como ese? No me habría creído si le hubiera dicho que no todo está en los libros ni reside en el esfuerzo. No admitía la crueldad de semejante injusticia.

Escogí darle unas razones menos buenas pero que le parecerían más aceptables (más mezquinas también), lo que le proporcionaría más seguridad. Pero el que habla el lenguaje de la razón es el que menos ama, Gauvain ya sabía eso por entonces.

No había más trenes para Quimperlé aquella noche. Me llevé una alegría muy grande: tendría que venir a acostarse una vez más a mi lado, ese pedazo de bruto cuya hostilidad hacia mí crecía a ojos vista. En el hotel pidió otra habitación, pero no quedaban. Oculté mi satisfacción.

Apenas llegamos a la habitación, arrojó la ropa de cualquier manera en la maleta, como en las películas, y se desnudó en silencio, ocultándome la visión de sus órganos sexuales a modo de represalia. Ya en la cama, sentí una vez más su olor a trigo caliente, pero me dio la espalda, esa espalda blanca de los marineros que nunca han tenido el tiempo ni el gusto de exponer al sol. Su nuca morena parecía pegada a su cuerpo, como en esos juegos de cartón donde se pueden combinar el tronco y la cabeza de los personajes. Paseé un momento mis labios por la línea de demarcación y por los rizos de su nuca infantil, pero él no se movió. La fuerza del rechazo se desprendía de su cuerpo como un aliento helado que me paralizaba hasta el punto de que me quedé boca arriba, sin dormir, lo más cerca posible de él, pero sin tocarlo.

Hacia mitad de la noche, al notar que bajaba la guardia, no pude impedir pegar el vientre a su espalda y apoyar la mejilla en su hombro. En el silencio de nuestro duermevela me daba la impresión de que nuestros seres profundos se estrechaban, se negaban a decirse adiós y se burlaban amargamente de mis escrúpulos. Más allá (¿o más acá?) de nosotros, nuestros sexos se mandaban señales, se llamaban. Gauvain no quería saber nada, pero ya no llevaba él el timón. Se volvió de repente, se abalanzó sobre mí y, sin hacer uso de las manos, se introdujo de una pieza ahí de donde le parecía que procedía la llamada. Creyendo humillarme, se corrió inmediatamente, pero sus labios permanecieron pegados a los míos y nos quedamos dormidos el uno en el otro, respirándonos el uno al otro, hasta que el alba, desgarradora, hizo acto de presencia.

En Montparnasse, bajo esa pálida iluminación que hace estragos en las estaciones, fuimos incapaces de besarnos. Antes de subir al vagón, simplemente pegó su sien a mi mejilla, como en nuestro primer encuentro. Luego se dio la vuelta enseguida para evitar que viera su cara de huérfano, y yo me dirigí a la salida, con el corazón lleno de lágrimas y la cabeza repleta de razonamientos, cada parte actuando por cuenta propia, como si no pertenecieran a la misma persona.

Nadie me miraba mientras avanzaba de regreso a la indiferencia del mundo, despojada de aquel deseo delirante que había sido capaz de inspirar hasta un día antes. Sentí un escalofrío de abandono y maldije nuestra incapacidad de vivir según nuestros corazones; la mía, desde luego, pero también la de Gauvain, que él mismo descubriría más adelante. Yo me hallaba aún demasiado prisionera de mis queridos prejuicios de la infancia, todavía frescos. Y con el rigor que en aquel entonces me hacía las veces de personalidad, no podía perdonarle su incultura, su manera de jurar a cada momento, su debilidad por las cazadoras jaspeadas y las sandalias de trabillas con calcetines, sus risas sarcásticas ante la pintura abstracta, que había machacado la víspera en el museo con unas pocas frases cargadas de un siniestro buen sentido; ni su inclinación por Rina Ketty, Tino Rossi o Maurice Chevalier, ¡los cantantes que, precisamente, yo más odiaba y que también yo había liquidado en unas cuantas frases tajantes! No le perdonaba su forma de partir el pan con la mano ni que cortara toda la carne en el plato antes de empezar a comerla, y tampoco la pobreza de su vocabulario, que me hacía dudar de la calidad de sus ideas. Le habría supuesto un esfuerzo demasiado grande. ¿Y lo habría aceptado, él, que sentía por la cultura una desconfianza difusa y, en el fondo, muy poca estima, asimilándola en general a una especie de esnobismo? ¿Acaso no se engatusa a los pobres con bonitas palabras, esas de las que se sirven los politicastros, como los llamaba él, para engañarnos a todos, ya puestos, como decía también él? Nadie le quitaría la idea de que todos los políticos eran unos corruptos y unos charlatanes, salvo quizá los comunistas, a los que votaba sistemáticamente, menos por convicción que por tradición profesional. A bordo, los pescadores viven en un sistema comunitario y se les paga a partes iguales según la pesca. Gauvain estaba muy orgulloso de no ser un asalariado.

En su mundo se premiaba la competitividad, la honradez, el valor; la salud era una cualidad y el cansancio, una tara asociada a la pereza. Se medía la importancia de un trabajo según su utilidad, nunca por el esfuerzo realizado o el tiempo invertido.

A nosotros, los parisinos que nos codeábamos con la vanguardia artística (mi padre editaba una revista de arte moderno), la honradez nos parecía una virtud un tanto ridícula, salvo en una chacha. Éramos más que indulgentes con los fracasados o los ociosos si poseían ingenio y sabían vestirse, y sentíamos cierto cariño por los alcohólicos mundanos, combinado con un marcado desprecio por los borrachines de pueblo. Exhibir a un pescador habría resultado divertido una noche: a mis padres les encantaban las canciones de marineros, los cinturones de cuero que trenzaban a bordo, adornados con un ancla de latón, las grandes boinas bretonas que ya solo llevaban los veraneantes y las indumentarias de lona roja o azul marino cuidadosamente deslavadas para distinguirlas de las de los pescadores. Les encantaba decir kenavo al salir de una tienda y les fascinaba que el panadero se llamara Corentin. Mi padre, incluso, se ponía —eso sí, diez minutos al año, no más— unas albarcas de madera blanca y los escarpines negros con motas blancas que iban a juego. «¡No hay nada más práctico cuando se tiene un jardín! —proclamaba. Poco le faltaba para hacerse con un puñado de paja y ponérsela por dentro—, ¡es tan sano...!»

Pero los pescadores de verdad, rebosantes de músculos y pelo, fuera de la lonja o a bordo de sus atuneros o sus arrastreros donde parecían tan nobles, tan estupendos con sus chubasqueros amarillos y sus botas («¡Yo, ante esos tipos, me quito el sombrero!»), ¡eso, ni de coña! Un marinero de verdad sobre una moqueta de un piso parisino, con una cazadora multicolor y las uñas de luto, ¡eso, ni hablar!

En 1950, los estratos sociales estaban claramente diferenciados. No me sentía capaz de aclimatar a Gauvain a mi medio, ponerlo a remojo en mi caldo de cultivo. Tampoco quería yo trasplantarme al suyo, so pena de morir en el intento. Pero si bien es verdad que él percibía mal la crueldad de mi familia y la suerte que le habría tocado de haberse casado conmigo, minusvaloraba la soledad intelectual que sentiría yo junto a él.

—No hace falta tanta historia para vivir —había dicho la última noche con una hostilidad apenas disimulada—. Las cosas se toman como vienen.

Pues bien, lo cierto es que yo sí necesitaba mucha historia.

Había prometido llamarme antes de embarcar, y esa perspectiva, aunque carente de toda esperanza, atenuaba la brutalidad de la separación. Pero no sabía llamar por teléfono, debería haberlo recordado. El aparato, recientemente adquirido y colgado en el pasillo de la entrada de la granja, abierto a todos los vientos, le parecía un aparato maléfico, útil solo para anular una cita o anunciar una muerte. Me hablaba muy alto y articulando mucho, como si estuviera dirigiéndose a una sorda. No pronunció mi nombre: ya era mucho haber pedido París a la operadora. ¿Qué demonios tenía que ver ese hombre con París?, se había preguntado seguramente ella.

—No has cambiado de opinión, ¿no? —fue lo primero que me dijo.

—No es una opinión, Gauvain, es… Bueno, el caso es que no puedo hacer otra cosa. Me gustaría que me entendieras…

—Sabes perfectamente que nunca entiendo nada.

Silencio.

—Entonces, ¿te vas mañana? —repliqué.

—Así lo hemos decidido, ¿no?

Gauvain tenía razón, aquel horrible aparato no permitía comunicar nada. Me sentía incapaz de articular un te quiero. Para que no colgara, dije cualquier cosa.

—¿Me escribirás? ¿Me dirás dónde podré enviarte noticias?

—No será fácil… Voy a vivir en casa de los padres de Marie-Josée durante los estudios. En cuanto llegue a Concarneau te mandaré una postal.

—Eso es, te dedicarás a mandarme suvenires, ¿no?

Silencio de persona herida. Él no podía decir «mierda» al teléfono.

—Bueno, tengo que cortar —concluyó, y sin esperar colgó el aparato negro suspendido en el tabique de madera.