Me preparaba para casarme con Gauvain. La recepción tenía lugar en el gran salón de mis padres en París, entre sus obras de arte y los objetos de la colección de mi padre que yo no reconocía en absoluto. ¡La casa parecía una iglesia barroca italiana sobrecargada de adornos! Alguien señalaba sucesivamente las obras más interesantes a Gauvain diciéndole: «¿Se da usted cuenta de lo que puede costar un jarrón como este, o esta escultura, o este cuadro? ¡Cerca de veinte mil dólares!» «¿Semejante birria?», soltaba Gauvain, incrédulo. Ignoraba la cotización del dólar, pero estaba indignado y cada vez más convencido de que el arte no era más que una estafa montada por los esnobs.
Llevaba un traje normal, pero seguía con su gorra de marinero en la cabeza y yo no llegaba a acercarme a él para decirle que se la quitara. Los invitados se desternillaban de risa.
Yo me decía una y otra vez: ¡Si nos divorciamos, le tocará la mitad de esas birrias que odia! ¿Cómo me he podido atrever a casarme con él? Además, fumaba una pequeña pipa esculpida que le daba una ridícula apariencia de lobo de mar, y yo me decía: ¡Vaya, no sabía que fumaba en pipa, no me había dicho nada ANTES!
Y luego de repente venía a sentarse detrás de mí, que me había refugiado en un puf al fondo del salón, y me cogía la cabeza y la apoyaba en su pecho con tanto cariño que yo pensaba: por esto me caso con él, precisamente por esto.
Pero seguía pensando que era ridículo casarme. Qué idea, a nuestra edad, en vez de vivir juntos, simplemente.
Pasaban un montón de cosas más durante esa boda: me encontraba con unos amigos, todos muy sorprendidos por mi traición; podría dar un montón de detalles apasionantes, pero a medida que me detengo en ellos, pierden todo interés, como sucede con la mayoría de los sueños, piensen lo que piensen los soñadores. Cada vez que una amiga me llama para anunciarme que ha tenido un sueño extraordinario esa noche y que tiene que contármelo, que me voy a quedar boquiabierta, se apodera de mí el pánico. Es la certeza de un relato fibroso lleno de episodios insignificantes y de descripciones soporíferas que la soñadora estima de un interés excepcional y absolutamente indispensables para mi comprensión: Era en mi casa y al mismo tiempo no entendía nada… ¿Ves lo que quiero decir?... O bien: Volaba por encima de la ciudad como si fuera lo más normal del mundo, ¿entiendes? Y no sabes la alegría que me daba…
Claro que lo entiendo; es perfectamente imaginable. Todos hemos volado, todos hemos salido de una casa para encontrar una ciudad desconocida en los alrededores. Salvo raras excepciones, todo esto es de una banalidad repugnante y mis sueños son de lo más repugnante: banales, vulgares, llenos de detalles vividos el día precedente y transparentes hasta el punto de desanimar a los más obtusos psicoanalistas. Me cuesta creer que bajo mi ser consciente, relativamente interesante y estimable, chapotee un inconsciente tan lamentable.
No obstante, hasta los sueños más mediocres dejan una huella, un perfume que tarda varios días en evaporarse. Alguien ha salido del tiempo y el espacio para hacerte una señal; Gauvain me había estrechado en sus brazos esa noche, y también él, estaba segura, me había visto en sueños.
Toda dolorida por su recuerdo, le escribí una carta más cariñosa que de costumbre, de la que me arrepentí nada más echarla al buzón, porque sabía que estaba destinada, aún más que a él, a la edad que se avecinaba, a la rabia de vivir y a la rabia de ya no vivir un día, a las ocasiones perdidas, a las ganas de hacer el amor y luego quizá simplemente al placer de escribir «te quiero». En esa época ya no le decía «te quiero» a Syd.
Pero, lo sé por experiencia, Gauvain se lo va a tomar al pie de la letra porque no desconfía lo suficiente de las señoras cuyo oficio consiste en escribir historias, ni de las señoras frustradas por amores locos y que sueñan.
A mi cormorán lo he visto poco y mal durante estos años. Cuando vuelve de Dakar en avión, ni siquiera puedo ir a buscarlo a Orly porque va con su tripulación, y estima imposible quedarse en París dos días puesto que todos los demás salen esa misma noche para Lorient, y además sus chicas de Paimpol los esperan en LannBihoué. ¡Y pretende que me crea que no existe ninguna mentira creíble que pueda contarle a MarieJosée! Siento cierto rencor. Apenas si conseguimos comer juntos, a veces arañamos una tarde. Sin embargo, en el restaurante, no me encuentro con Gauvain, sino con Lozerech, con su gorra de patrón, sus eternas cazadoras con cuadros por delante y lisas por detrás (solo los turistas llevan kabiks*), y con esa torpeza nuestra cada vez que nuestros cuerpos no pueden tocarse.
Le cuento mis viajes, aunque sigo sin acostumbrarme a que confunda Napoli y Trípoli, el Etna y el Fujiyama. Él saca de su cartera las fotos de África de las que está tan orgulloso: «¿Ves?, mi coche es este, medio oculto detrás del camión». O bien los culos de los pescadores entre las grúas, en el fondo de una dársena. O la entrada de una discoteca en alguna parte de Senegal con tres siluetas borrosas: «Este es Job, del que te he hablado. A los otros dos no los conoces». Y luego el Palacio de Justicia de Dakar, captado un día de lluvia.
Hablamos de política hasta que él suelta algunas de esas fórmulas definitivas suyas: «¡Unos charlatanes, eso es lo que son!», o bien: «¡Menuda panda de estúpidos, te lo digo yo!»… A menos que sea «¡Menudos cabrones!», dependiendo del acontecimiento.
Sujeta a los recursos de la conversación, nuestra intimidad flaquea. Nos queda la agenda mundana: Yvonne, que se ha quedado viuda y a la que le cuesta salir adelante con los hijos. El segundo ha hecho tonterías y está en la cárcel. Los de él están bien, al menos los dos mayores, pero tienen tantos títulos que no sabe qué decirles. No me atrevo a contarle que Loïc se ha negado desdeñosamente a ir a la universidad y que milita en un grupúsculo izquierdista y ecologista que está a favor de la no violencia, pero también de la ausencia de todo trabajo productivo para no contaminar el medio ambiente ni contribuir a enriquecer esta horrible sociedad de consumo y despilfarro. Difícil conseguir que Lozerech acepte que nuestra civilización del confort, a la que tanto le cuesta acceder, es condenable.
—Y nuestro antiguo vecino, Le Floch, el padre del Le Floch que tiene la tienda de artículos de pesca en el muelle de Concarneau, ya sabes, pues bien, murió el mes pasado.
»Es nuestro destino, karedig, el de todos, un día u otro…
—¿No puedes decir otra cosa, por una vez…?
—Es un hecho, George. Y en cuanto al pobre Le Floch, en el fondo… no sufrió… La peor parte se la llevan los que se quedan… Él está mejor donde está…
Desde luego, las clava todas.
A veces me pregunto por qué seguimos viéndonos en tan desoladoras condiciones. Pero Gauvain me llama cada vez que vuelve para avisarme del día de su paso por París y yo anulo cualquier cita para estar libre, como si, más allá de esos áridos encuentros, estuviéramos en contacto para preparar a saber qué porvenir, respondiendo a un secreto que llevamos en lo más hondo de nuestro corazón.
En ciertos estadios de la existencia se piensa que hacer el amor es esencial. En otros, se cree más en la inteligencia, el trabajo, el éxito. La dulce tibieza de mi relación con Sydney tras ocho o nueve años de vida común y el olvido de la divina conmoción que supuso Gauvain, a falta de ejercicios recientes, me incitaban a privilegiar mi oficio en esa época, sobre todo porque mi nuevo trabajo me apasionaba. En parte lo había aceptado porque me disponía a embocar el peligroso estrecho de Magallanes de la cuarentena y empezaba a sonar en mis oídos la alarma del ahora o nunca. A los veinte años, lo queremos todo y podemos esperarlo todo, razonablemente. A los treinta aún creemos que lo conseguiremos. A los cuarenta es demasiado tarde. No somos nosotros los que hemos envejecido, es la esperanza. Así que nunca sería médico, mi sueño de adolescente; ni arqueóloga en Egipto, mi sueño de niña; ni bióloga, ni investigadora, ni etnóloga. Todos esos sueños me habían animado y habían enriquecido mi paisaje interior. Envejecer supone desertificarse poco a poco. Al menos la carrera de periodista que me ofrecían en una revista de historia y etnología me aportaba la posibilidad de probar algo nuevo dentro de mis terrenos favoritos.
También proyectaba escribir una historia de la medicina y las mujeres, lo que me permitiría satisfacer mi triple vocación de antaño. La edad más bonita es, a fin de cuentas, esa en la que se sabe qué sueños se tienen todavía, y la que aún te permite realizar algunos de ellos.
Como viajaba a menudo para el periódico, Hier et Aujourd’hui, había pedido dos años sabáticos sin sueldo en la universidad.
Gauvain también acababa de cambiar, si no de vida, sí al menos de destino. La naviera de Concarneau se había decidido finalmente a fijar en una base de las Seychelles unos cuantos superatuneros para que se dedicaran a la pesca industrial y lo habían puesto al mando de uno de esos enormes barcos-fábricas, bautizado el Raguenès. La primera marea de seis meses había sido fructífera, y, sin embargo, Gauvain me escribía unas cartas donde adivinaba, a pesar de su pudor, que no era feliz. Dakar era de alguna manera una sucursal de Francia, estaba lleno de bretones, se hablaba su lengua. En Mahé, donde la lengua oficial era el inglés, se sentía aislado en el otro extremo del mundo. No ocultaba su deseo de volver antes del «invierno indio», cuando el monzón desencadena el diluvio.
En Francia aquella fue una primavera de belleza desgarradora, una de esas estaciones en las que los amores más muertos vuelven a brotar, en las que uno querría ser un pájaro y consagrarse únicamente al placer de vivir, aunque sea una felicidad efímera. En esos momentos, basta a veces con un céfiro para volver a los veinte años.
Una tarde, acompañaba a Gauvain a Orly tras una de esas comidas que me dejaban siempre con hambre. Todo encogido en mi escarabajo, ocupaba por completo el espacio disponible con su conmovedora robustez; tenía las gruesas rodillas pegadas al salpicadero, su cabeza rizada tocaba el techo y sus manos, que siempre parecían más grandes en la ciudad, despertaban en mí más que unos simples recuerdos. En el pequeño habitáculo, no parábamos de dar vueltas a nuestros pensamientos más inconfesables y el aire se condensaba a fuerza de deseos ahogados. Iba a decir algo pero no encontraba las palabras cuando sentí la mano de Gauvain en el muslo. Noté cómo le temblaba.
—Sí —murmuré.
Y había muchas cosas en ese sí: sí, te sigo querien do, pero también sí, es demasiado tarde y no vamos a seguir jugando a esto toda nuestra vida, sería ridículo, ¿no?
Apoyó su sien en la mía con un gesto familiar y rodamos hasta el parking subterráneo sin decir una palabra. De repente la vida nos parecía muy cruel y toda esa primavera, inútil.
Mientras aparcaba el coche en el fondo del tercer sótano del infierno, me cogió la mano casi brutalmente, sobrecogido por una súbita imposibilidad de dejarme como las demás veces.
—Escucha… No me gusta decirte esto, pero por momentos no puedo más con esto de no verte… bueno, te veo, pero… bueno, entiendes lo que te digo. Así que he tenido una idea. No sé exactamente cuándo volvemos a Mahé, pero podría arañar cinco o seis días justo antes. El barco estará pintándose y siempre hay algún día de retraso. Podríamos pasarlos juntos si quieres… y si estás libre. Y si sigues teniendo ganas, claro.
—¿Ganas?
Lo recorría con la mirada para recordar todo lo que había amado: su cara de corsario que rejuvenecía gracias a la esperanza que acababa de despertar en él, sus pestañas tiesas cuyos extremos se tornaban pelirrojos por el sol y esa boca en la que tan a menudo había descubierto el gusto a eternidad. Pero me invadía cierto cansancio solo de pensar en un nuevo ataque de fiebre que habría que frenar como los precedentes y ahogar bajo las cenizas para poder retomar la vida normal. ¿No se nos había pasado la edad de esos juegos?
—No digas que no ahora —intervino Gauvain, que me había leído el pensamiento—. Sé de antemano lo que dirás. Y estaría cien por cien de acuerdo con quien me aconsejara parar todo esto. Pero es más fuerte que yo. —Y su ruda mano, tan suave, se puso a acariciarme los contornos del rostro mientras sus ojos de husky siberiano se volvían negros de ternura—. Cuando te veo no puedo admitir que te haya perdido. Es pecado, pero te considero mi mujer, a la que siempre quise. Desde el principio.
Una onda de emoción se propagó a la velocidad de la luz, o del recuerdo, a través de mi cuerpo hasta entonces prudentemente amordazado. En el fondo del tercer sótano del parking de Orly, acababa de penetrar la primavera repentinamente. Nunca pude resistirme a la primavera.
—¿Así que volveremos a cometer esa tontería? ¿Volveremos a arriesgarnos a ser desgraciados?
—Ser desgraciado me da igual. Es no ser nunca feliz lo que… lo que…
—Mi Lozerech, no nos queda tiempo de hablar de amor, ¿has visto la hora? Déjame mirar la agenda, rápido.
En breve me iba a tocar hacer un reportaje sobre la inminente reconstrucción de un poblado galo cerca de Alesia. ¿Por qué no arriesgarme a una estancia cultural con Gauvain y llevármelo conmigo a Vézelay, por ejemplo? Súbitamente, la idea del amor me enardecía.
—¿Y si te invitara a Francia, por una vez? Como, de todas formas, tengo el alojamiento pagado, una cama o dos da lo mismo, podríamos hacer un viajecito gastronómico-histórico y lo demás…
—De acuerdo, sobre todo por lo demás. Pero también por lo histórico, si hace falta, ¡peor para ti!
Me abrazó con toda la pasión que podía desplegar en el reducido espacio del coche, cogió su bolsa de viaje de la parte de atrás y se alejó con ese contoneo que en otros tiempos había bastado para marearme. Al salir a la superficie, olfateé con deleite el aire de los hangares y de los intercambiadores y me pregunté cómo había hecho para aguantar sin esa intensidad vital.
Por una vez, pues, fue en suelo francés donde me encontré con mi cormorán, unas semanas después, pero un cormorán extrañamente abatido y que arrastraba las alas como un ave cubierta de chapapote. El placer de tenerme para él solo por unos días no bastaba para ocultar su malestar ni la aprensión de su inminente partida para las Seychelles.
—Cuatro días es demasiado poco, es casi peor que nada —dijo al subir al coche, para excusarse por su nerviosismo inhabitual—. ¡Yo no sé vivir tan aceleradamente!
Por primera vez desde que se apareció ante mí con el torso desnudo encima de una carreta, entre las espigas maduras, y acabó con mi sistema (porque una emoción que dura veinte años equivale a un destrozo), ya no era un centauro triunfante, insensible al sufrimiento y al tiempo. Sus ojos parecían más pequeños y menos violentamente azules y distinguía en sus sienes unos filamentos blancos que estriaban sus rizos de astracán. Su rostro empezaba a distenderse en los puntos de desgaste y las prominencias y las concavidades se habían acentuado alrededor de sus ojos, que guiñaba a menudo entre dos profundas arrugas frontales. Se adivinaba por primera vez bajo sus rasgos, que seguían siendo bellos, la cara del viejo en el que iba a convertirse.
Salimos de París en mi fiel escarabajo una de esas hipócritas mañanas de final del estío en las que todo anuncia la traición, aunque no se vea por ninguna parte.
El otoño seguía soterrado tras esas floraciones que prodiga: ásteres, heliantos, crisantemos, falsa primavera de glicinas y rosas que creen engañar a su mundo. Pero la tierra yacía, reventada por los surcos, abierta a las miradas, con sus cosechas segadas, despojada de su loca cabellera. Solo las viñas borgoñonas se disponían a vivir su hora triunfal.
¿Se trataba de ese presentimiento del invierno que, todos los años, envenena sutilmente mis últimos días del verano? ¿O bien de la infinita distancia del lugar de residencia de Gauvain, que ahora ni siquiera respiraba ya en mi hemisferio, sino cuatro grados por debajo del Ecuador? Las amarras que nos lanzábamos para aproxi marnos el uno al otro caían en el vacío y algo más arduo aún que la ausencia se había instalado entre nosotros. Recorrimos trescientos kilómetros sin conseguir acoplarnos. Yo no era capaz de encontrar un sitio en su vida. De hecho, ¿tenía de verdad uno, aparte del soñado? Él parecía igual de incómodo, pero es verdad que no soportaba estar mucho tiempo sentado en un coche. Se agitaba como un oso en una jaula, estirando sin parar el cuello como para desenroscarlo de sus hombros, moviendo las nalgas, sin duda porque el pantalón le pellizcaba las partes, y cruzaba y descruzaba las piernas sin llegar a decidir cuál dejaba encima y cuál debajo. Solo le faltaba soltar, para acabar de resultar insoportable: «Mamá, ¿falta mucho? … Mamá, ¿cuándo llegamos?». Pero su gruesa mano reposaba sobre mi muslo como una promesa. Y Gauvain respetaba siempre sus promesas. No obstante, no conseguimos firmar esa tregua absoluta que en nuestros otros encuentros hacía posible que olvidáramos nuestras vidas cotidianas en cuanto nos veíamos. Se sentía tan cansado que parecía al borde de la confesión, de asumir su necesidad de amor, y un simple gesto de cariño casi le hacía llorar. Ya no hacía el amor como quien devora un festín, como quien salta o respira, sino más bien como quien se tira al agua, como quien se venga o se emborracha. Y me hacía testigo de su tormento con una especie de rabia, buscando liberarse de algo que lo ahogaba. La palabra depresión no había formado nunca parte de su vocabulario ni, por consiguiente, de su vida. El término «abatimiento» se quedaba claramente corto. A falta de poder decir «angustia existencial», él repetía: He naufragado. Me ha dado un bajón.
El trabajo era mucho más duro que en Mauritania o en Costa de Marfil, y las breves escalas en puerto eran menos festivas que en África, donde se encontraba con un montón de amigos bretones, vascos o vandeanos. Y esas islas alegres donde nadie se quería partir el espinazo acababan de infundirle serias dudas sobre su elección. Además, allí eran treinta días seguidos en el mar, treinta días de tajo, como decía, en compañía de treinta «metropolitanos» y de tres negros que, entre los tres, no hacían el trabajo de un grumete bretón.
Por primera vez en su vida, sus certezas se tambaleaban. Eso era lo que lo cansaba. No podía vivir sin sus certidumbres y era incapaz de cambiar. Volvía una y otra vez, obsesivamente, a sus problemas, durante el día, mientras nos encontrábamos degustando unos caracoles a la borgoñona o nuestro fricasé de hongos en los restaurantes de esa región constelada de estrellas gastronómicas; y durante la noche, después de hacer el amor, cuando no lograba conciliar el sueño.
Descubrí su orgullo. No podía soportar que no respetaran su profesión. Podía pedírsele que muriera para salvar un yate a punto de naufragar, pero no que se cuestionara lo que, para él, hacía que su oficio no fuera como los demás.
—¿Te das cuenta? A la gente de las Seychelles les entra la risa cuando te ven currar así. Dicen que es una tontería venir tan lejos para hacer semejante trabajo, con barcos que cuestan una fortuna, ¡y todo para mandar atún enlatado a los franceses, que ya tienen comida de sobra! ¿Y sabes lo que cuesta un atunero como el nuestro?
No, no sé lo que cuesta. Y no siento especial interés por saberlo a las dos de la mañana y además es nuestra primera noche juntos y tengo ganas de dormir, o de follar o de decir tonterías de esas que se sueltan en la cama, no de enterarme del precio de un atunero-congelador del puerto de Mahé. Sobre todo porque la situación exige que conteste: ¿En serio? ¡No me lo puedo creer!, cuando me anuncie, orgulloso, unos cientos de miles que, de todas formas, tanto de noche como de día, superarán mi entendimiento.
—¿Te das cuenta? El patrón vive en una angustia permanente. Eso es lo que agota, no el trabajo a destajo, no, es la angustia. Además, eres responsable de un equipamiento electrónico y de un material sofisticado y carísimo. Si se rompe o se estropea es una auténtica catástrofe. Cada día en puerto cuesta una fortuna a la naviera. Y para la tripulación también supone dejar de ganar, claro. Y en ese país de gilipollas no se puede reparar nada, todo dios pasa de todo y nadie sabe trabajar. No hay uno solo que compense por los demás. ¡Y encima nos toman por locos!
—¿A lo mejor los sois, en cierto modo?
—Puede que sí. Pero no puede ser de otra manera, eso es lo que me jode. Y, de todas formas, aunque quisiera, no podría cambiar de oficio, no sé hacer otra cosa.
Le digo que sí y que me gusta lo que hace y más aún cómo lo hace. Y me meto en el personaje de Bécassine, incapaz de comprender la dura vida del macho y que solo aspira a una cosa: a que la soben. A él le suele reconfortar esa actitud. ¿Y quizá ese tipo de mujeres? Necesita futilidad. Solange Dandillot y el marinero hacen por fin el amor.
No sin humillación por mi parte, en mi juventud se me asimilaba más bien a Andrée Hacquebaut, abandonada sobre el felpudo de la puerta de su Amo bienquerido, en los tiempos en los que Montherlant clasificaba con autoridad soberana a las jovencitas, vetando la inteligencia a las guapas para así despreciarlas mejor, y la belleza a las inteligentes para reducirlas más fácilmente a las tinieblas, lejos de su divino Pene.
Con Gauvain yo podía interpretar los dos papeles. Pero ese día le toca a Solange canturrear y parlotear para hacerle olvidar el mar. Pero la muy zorra vuelve siempre a la carga, y henos de nuevo en plena travesía por el océano Índico, que ha venido a golpear los cimientos del Hotel de La Poste.
—Lo peor —prosigue Gauvain, enlazando con su última frase como si el amor no hubiera sido más que un breve entreacto— es que todo eso ya no tiene nada que ver con la pesca. Es otro oficio, ahora casi ni ves el pescado. Nada más pescarlo, se destripa y se mete en el congelador. Y tú curras como en una fábrica. Pronto pescaremos directamente atún en lata…
Solange Dandillot está hartísima de los atunes. ¡Esas asquerosas criaturas se han subido con ellos al coche, han comido con ellos, los han acompañado de excursión y ahora se han metido con ellos en la cama! Lo único que puede hacer es instalarse entre los brazos de Gauvain y soltar algún comentario aquí o allá, ya que parece que lo de dormir va a ser imposible. Pero ¿cómo hacer preguntas que no resulten inadecuadas? Nos empeñamos en creer que podemos aplicar a esas vidas nuestros criterios de confort, de salud, de bienestar, cuando en un barco los objetos más corrientes, una cama, una biblioteca, ya no son una cama ni una biblioteca. A bordo todo resulta falseado por el monstruoso parámetro que constituye el océano.
—Pero acuérdate de cuando hablabas del arrastrero en Irlanda, decías: ¡Es como mandarme a galeras! En el trópico no sufres tanto, ¿no? Ya no dormís en esa especie de literas-ataúd… Y tenéis duchas.
—Es peor que las galeras.
No entra en detalles porque la enormidad de la tarea lo abruma.
—Nadie puede describir lo que es eso —se limita a murmurar entre dientes, antes de guardar un silencio poblado de imágenes intraducibles en francés.
Aprovecho cobardemente para largar amarras. Pero Gauvain no ha terminado. Prosigue su monólogo, con los brazos cruzados detrás de la cabeza, la mirada fija en el techo, con uno de los muslos por encima del mío para asegurarse de que su cuerpo está conmigo, aunque su mente divague.
—En cuanto al tiempo, no hay mucho que decir, eso es cierto. Pero no era eso lo que me molestaba. Al menos entonces era un marinero. Ahora ya no pescas peces, son billetes de banco. Y ya no manda el patrón, es la máquina. ¡Es como si te hubieras convertido en un obrero!
—Un obrero que trabaja en el mar, con el viento, las olas…
—¿Las olas? ¡Ni siquiera las oyes! —suelta Gauvain, entre risas—. ¡Me gustaría verte a bordo, ocho días nada más! Todos los motores funcionan veinticuatro horas al día, los de los pasillos de congelación donde amontonas los atunes, los que fabrican hielo para los tanques de salmuera, ¡y cuando hace cuarenta grados fuera funcionan a toda máquina! ¡Y el motor del barco aparte! ¡Dos mil caballos! Y luego el helicóptero para localizar los bancos, me había olvidado de eso. En meter ruido, bate todos los récords. Al final no sabes ni dónde estás, y no sabes lo que es peor, si la sala de máquinas donde hace cuarenta y cinco grados o los pasillos de congelación que están cubiertos de escarcha… Y hasta cuando por fin llegas a puerto, sigues con el motor de refrigeración y el motor de las grúas que sacan el atún de las calas por paquetes de dos mil kilos. A mí me han acostumbrado a manejar cajas de pescado, a enganchar el pescado directamente. No me gusta estar al servicio de la mecánica. No, hay que estar loco para trabajar en esas condiciones. En todo caso, yo soy demasiado viejo para esas cosas. Y, de todas formas, como pronto ya no quedarán atunes… En fin, me da igual, para entonces ya me habré jubilado.
Resignada a no poder dormir, enciendo la luz. El aire es suave esta noche y nos acodamos en la ventana de la buhardilla que da a los tejados enmarañados de Vézelay, a unas colinas tranquilas, a ese paisaje inmóvil que se extiende en silencio ante la vista de Gauvain, prototipo de la campiña y la paz campesina, tal y como debe soñarla de vez en cuando, en noches de mal tiempo. Ha sacado un cigarrillo del bolsillo de su chaqueta, por primera vez desde que lo conozco.
—¿Puedo? —pregunta—. Son los nervios.
—En resumidas cuentas, allí eres desgraciado.
—Yo no diría eso.
Siempre con ese cuidado de no sobreestimar su pena. Pero esa noche ni el amor puede hacer algo por él, solo necesita un oído atento.
Al día siguiente, Gauvain se ha librado de una parte de su carga. Comemos sentados en la hierba pan y salchichón, queso y fruta, y lo llevo a rastras hasta unas piedras viejas, como las llama él. Es la primera vez que visitamos nuestro país juntos y, en otros tiempos, él lo habría apreciado. De hecho, me sirvo de todos los trucos de mi oficio para despertar su curiosidad. Hasta encontramos a su Vauban, ese Vauban de la Ville Close, inhumado aquí en una capillita que mandó construir lejos del mar, al pie del castillo de Bazoches, que había comprado y que data del siglo xii, como la mayoría de las construcciones de esta región.
Nuestras largas caminatas a través de esos paisajes tan terrenales, la presencia constante y tranquilizadora del pasado, apaciguan poco a poco el alma de mi ave marina. Su cara recobra su aire infantil, pero sus ojos parecen menos azules. Algunos ojos de agua palidecen así en el campo. Cuando reflejan el azul del mar es cuando alcanzan todo su vigor.
La tercera noche, que es ya nuestra antepenúltima, como si hubiera sentido en mí cierto desencanto ante los meses de ausencia venideros y la suerte de ese amor que no quiere ni vivir del todo ni morir de una vez por todas, Gauvain tiene una súbita inspiración.
—Tengo que preguntarte algo —me dice, mientras terminamos una de esas comidas tan refinadas que a uno le producen la impresión de que es más inteligente—. ¿Estarías de acuerdo en verme una vez más en Mahé? Acabamos justo antes del monzón, y creo que tendré un poco de tiempo entonces. Ya sé que está muy lejos, pero… —Suspira—. Pienso tanto en ti allá, en cómo eras, en lo que hicimos juntos… No son las mismas islas sin ti… Bueno, eso, creo que, si vinieras, la semana que viene me iría con más ganas.
—Esa estancia en las Seychelles contigo es el mejor recuerdo de mi vida. Pero…
—Me molesta tener que pedirte eso, porque el viaje es carísimo, ya lo sé. Pero desde el pasado mes de julio hay un aeropuerto internacional y es más fácil. Y podremos quedarnos en casa de Conan, ¿te acuerdas de él? Ahora que las islas son independientes es cooperante allá. No gastarás nada una vez que estés allí, te invito el tiempo que quieras. Y si vinieras, ¿sabes que sería nuestro vigésimo aniversario? ¡Podríamos celebrar eso en el Raguenès, nos sentiríamos casi como en casa!
¡Después de veinte años, recorrer quince mil kilómetros por el órgano sexual del señor Lozerech! ¡Sale caro el quilate!, dice la mojigata.
Sí, y sale tan caro que deja de tener sentido de repente. Ya no sé qué pensar, pero Gauvain ha puesto mi mano sobre la suya, una de esas manos que tanto le estorban, que nunca sabe dónde meter y que parecen pertenecer a una persona fuera de lugar salvo cuando están a bordo de un barco o sobre mí.
—Es verdad que será complicado, son veinticuatro horas de viaje, ¿no? Pero si mi libro funciona, podré arreglármelas pidiendo un adelanto a mi editor. En verano, Loïc se va de vacaciones con su padre, así que estaré completamente libre. Escucha, voy a enterarme de los precios, los vuelos chárter posibles, ya te tendré al corriente…
Gauvain se da cuenta de mis dudas.
—Intenta venir —dice—, te lo ruego.
Y esas sencillas palabras me trastornan por completo. Él me lo ha ofrecido siempre todo sin pedirme nada a cambio y necesita que le diga que sí, ahí mismo, inmediatamente. Su sufrimiento, rara vez visible, me conmueve. Me parece que al seguir amando a Gauvain obedezco a un sentimiento muy puro, pues solo un amor auténtico puede explicar que los obstáculos no nos desanimen nunca. ¡Sería mucho más fácil querer a un hombre cultivado, elegante, con tiempo libre, que viviera en París, rico e inteligente!
Una vez que ha registrado en el fondo de sí mismo mi promesa de reunirme con él, nuestras relaciones se vuelven ligeras. Volvemos a París en coche como una pareja que va a separar sus vidas pero que está segura de su porvenir.
—Organizaremos una fiesta formidable para nuestro aniversario —me promete—. Eso sí que lo hacen bien allá. Y llevaremos a Youn, mi segundo de a bordo, si te parece bien. Conoce todos los sitios buenos de la isla. Le he contado lo nuestro. Él también tiene una amiga en Lorient, una chica a la que quiere desde hace tiempo. Pero su mujer está en un manicomio, así que no puede divorciarse.
Fugazmente, no sin cierto malestar, me pregunto qué haría si Lozerech enviudara. Las mujeres descuidadas no saben hasta qué punto pueden a veces ser la condición de otro amor, representar una coartada cómoda para ciertos maridos, una salvaguardia, una protección oportuna para aquellos a quienes la verdad precipitaría a la desesperación. Gracias también a Marie-Josée, a lo que es y a lo que no es, puedo amar a Gauvain sin tener que herirlo por segunda vez.
En un coche, sobre todo si es pequeño, se recrea la seguridad del útero materno. Estamos acurrucados, Gauvain y yo, en una célula protegida del mundo, y es el paisaje el que parece moverse a nuestro alrededor. Como siempre antes de dejarnos, buscamos tranquilizarnos sobre ese amor que hasta en los momentos de más intenso placer no nos deja olvidar su rostro contradictorio.
—A propósito, ¿has visto que nuestra choza en la isla de Raguenès se ha hundido por completo? Hoy ya no podríamos refugiarnos allí. ¡Y pensar que quizá ahora no estaríamos juntos si esas paredes no hubieran aguantado...!
—Para mí estaba escrito, nadie me quitará eso de la cabeza —decreta Gauvain, que vive sin duda en un medio demasiado arriesgado como para apreciar el azar en su vida.
Los enamorados son como los niños: nunca se cansan de las mismas historias. Cuéntame otra vez la del muchacho y la muchacha que se refugian en una isla… Y escrutamos una vez más esa improbable noche de 1948 que no nos ha librado todos sus secretos. Le saco una nueva descripción de su amor-odio por la hija de los turistas vecinos. Él vuelve a preguntarme qué pudo gustarme de ese pueblerino que era él entonces, me cuenta que él a mí me imaginaba llevando una vida brillante en París, bailando valses vestida de noche, como en las películas americanas, del brazo de jóvenes engominados, bajo lámparas de cristal. No le confieso que hacía el amor con un estudiante de Matemáticas lleno de granos y miope bajo una manta marroquí que no le llegaba a la altura del zapato a la arcilla roja de nuestra choza ni al olor de nuestra playa en marea baja.
En la radio suena Treinta años de canciones francesas y Gauvain canta cada estribillo. Los marineros escuchan mucho la radio mientras trabajan (otra cosa que Lozerech echaba de menos en las Seychelles) y él conoce todas las letras, sobre todo las peores, que transfigura esa voz de bajo que no ha cambiado desde la época en la que me inoculaba sin saberlo un filtro de amor, en la boda de Yvonne.
¿Dentro de ocho meses en Victoria, karedig?