11

Mariona tuvo que marcharse de la fiesta antes de que esta acabara. Al día siguiente debía trabajar en el hospital y si estaba cansada no rendiría. Había sido una velada emocionante, pero tocaba a su fin. Se despidió de los anfitriones y de su hermano, que insistió en que se quedara a dormir en su casa, para poder conversar un poco más. Bernat, a su lado, sonrió de una forma canalla que le conocía muy bien.

Lo descartó, solo le faltaba compartir techo con él.

—Imposible, algunos trabajamos mañana.

—Eso es porque quieres —se burló Bernat, pero luego dirigió la mirada hacia su amiga—. ¿También se va, Emma?

Esta sonrió coqueta y asintió.

—A primera hora tengo una visita en un domicilio —argumentó—. Y la ronda de consultas de la mañana es bastante larga.

Howard se despidió de Gonzalo y Mariona oyó que le proponía almorzar juntos algún día, antes de irse.

—Por supuesto, buscaremos el momento —contestó Gonzalo con voz alegre. Luego sonrió a Mariona, que los miraba con curiosidad.

De vuelta a la residencia, acompañada de Emma y Howard en el carruaje, Mariona se preguntaba si no padecería algún tipo de alteración que le arrebataba la cordura cuando Bernat se le acercaba. Tras el episodio de la terraza no se había separado de Howard o de su hermano, y si lo había hecho había sido para bailar con quien fuese, menos con Bernat, a quien había evitado como si tuviera una enfermedad contagiosa. Gonzalo le había preguntado si tenía que decirle algo, pero ella le dijo que no había nada importante que quisiera comentarle. Supuso que sospechaba que algo se traía entre manos y se temió que el señor Allen le hubiera comentado sus intenciones.

Pero lo que más la preocupaba era que desde el momento en que Howard la encontró en la terraza, parecía molesto. A pesar de su humor en las conversaciones, lo atento que estaba con ella, incluso durante el vals que compartieron, Mariona lo notaba raro.

Por suerte, Emma llenaba el silencio hablando de la elegancia de las damas, la imponente fiesta y lo bien que lo había pasado con Bernat. Al llegar el coche a la verja de forja de la residencia de señoritas, Howard las ayudó a bajar y las acompañó hasta el vestíbulo. Emma, intuyendo que querían intimidad, los dejó solos.

—¿Nos veremos mañana? —preguntó Mariona vacilante, cuando quedaron solos.

—Espero que sí, pero al final de la tarde. Tengo que resolver algunos asuntos.

—Yo también pasaré todo el día en el hospital. Me preocupa una paciente y quiero pedir consejo a otras colegas. He comentado el caso con mi hermano.

—Seguro que todo irá bien.

Howard se le acercó bastante y le habló con una voz que era apenas un murmullo. Se puso nerviosa cuando él dejó caer, como por casualidad, que no habían encontrado el pendiente y con curiosidad indagó por qué creía que lo había perdido en la terraza.

—Había salido con mi hermano un rato antes —mintió—. Pensé que se me habría caído allí.

—María Elvira. No soy un jovencito, si hay algo que quieras decirme este es un buen momento.

—¿A qué te refieres? —preguntó—. No te entiendo.

—¿Hay algo entre el señor Ferrer y tú?

—Pues claro que lo hay —soltó, indignada—. Lo conozco desde que yo jugaba al aro. Somos amigos. Es alguien muy querido en mi casa. ¿Qué insinúas?

Se sintió malvada al negar que una vez hubo algo y que desde que había regresado a su vida la estaba volviendo loca, pero eso no podía confesarlo.

—Mi hermana me dijo que entre vosotros... que tú tenías expectativas con él.

—No voy a detenerme en dar explicaciones de cómo era mi vida hace años. ¿Acaso no has tenido a nadie en tu vida antes?

—Sí, por supuesto, y me gustaría poder explicártelo en algún momento.

—Howard... no peleemos, estoy cansada.

—Lo siento, a veces uno ve cosas que no son... Para ser tan amigos, no habéis bailado.

—¿Vuelves con eso? Él estaba interesado en otras jóvenes.

Era una mentirosa y una miserable por no confesar que la había besado, pero ¿cómo podía hacer tal cosa? Una vez podía considerarse un error, dos, no había manera de justificarlo. Algo había en ella que lo había permitido. Y reconocerlo no le agradó demasiado.

—Bueno, dejémoslo. ¿Puedo besarte?

Ella cerró los ojos y esperó un beso apasionado, pero solo notó los labios de Howard rozando los suyos.

—Si estuviéramos en otro lugar me detendría más, pero creo que aquí pueden vernos —se excusó él y, luego, con voz más animada añadió—: Sigo esperando tu respuesta; cuando me la des, no voy a parar de besarte.

Mariona subió las escaleras hacia su cuarto con la idea de que estaba cada día más desconcertada.

Y la culpa la tenía Bernat.

Había llegado el momento de la partida de Gonzalo, y para su cordura, Mariona esperaba que también de Bernat. Estaba muy confundida. Él le había asegurado que se quedaba por ella. No tenía prisa en regresar; incluso estaba en conversaciones con el editor del Times para colaborar con el periódico como corresponsal. Según estuviera su ánimo, deseaba que luchara por ella y planificaba no ponérselo fácil; otras veces, decidía que todo aquello era una locura. Lo que hubo entre los dos se había diluido cuando tomaron caminos distintos, en ese momento ya era demasiado tarde.

La noche anterior se lo había dicho por última vez.

Tom y Mathilda habían preparado una cena de despedida a su hermano. Le había pedido a Howard que la acompañara, pues no confiaba en sí misma. Creía que así mantenía, ante Bernat, su media farsa de que estaban comprometidos, aunque no mentía del todo en eso, pues él la pretendía y para estar prometidos solo quedaba solventar el pequeño escollo de que ella lo aceptara. Por supuesto, el inglés no estaba al corriente de sus pensamientos, algo que Mariona se reprochó. Nunca había sido casquivana y se reprochó haberle hecho creer que pronto le respondería, cuando en realidad ella dudaba y cambiaba de opinión más rápido que de vestido.

Conversaban en un saloncito, antes de pasar al comedor. Tom, Howard y Gonzalo debatían sobre la caza del zorro y Mathilda comentó a Mariona que le habían pintado un cuadro. Ella se interesó por él y su amiga se ofreció a enseñárselo. Para su sorpresa, al levantarse del sillón, Bernat, que estaba de pie, se propuso acompañarlas. Entraron en una galería ancha y larga, donde varios cuadros de la familia Bellamy decoraban las paredes.

Mariona había pensado que se trataría de un retrato, pero no, era un cuadro de una escena de juego entre Mathilda y su hijo. La emocionó la ternura con la que el pintor había captado una mano en su vientre y otra en la cabecita del niño, que tenía unos cubos con letras alrededor y un caballito de madera a su espalda. Ambos estaban sentados en una alfombra de una habitación infantil.

—Es precioso —dijo Bernat, que miraba la pintura con las manos a la espalda.

—Sí que lo es... —respondió ella, sin saber qué añadir. Era una escena tan tierna que la emocionó.

—Fue nuestro regalo a Tom, por su cumpleaños —afirmó Mathilda, orgullosa—. Este es un sitio provisional. Él lo quiere en su estudio, pero de momento lo han instalado aquí.

Un lacayo se acercó sigiloso, llamó la atención de su señora y le dijo algo en un murmullo.

—Disculpadme, he de resolver un pequeño problema —les dijo—. Mi pequeño príncipe se ha escapado de su nana y está sentado en las escaleras... Muy pronto quiere empezar la vida social —añadió una vez que se había girado y caminaba por el pasillo, en dirección al lugar del conflicto.

Mariona quiso seguirla para regresar al saloncito, donde los demás esperaban, pero Bernat la tomó del codo y la retuvo. Su corazón se saltó un latido ante aquella proximidad, pero con un gesto brusco se separó lo suficiente.

—No seas indecoroso.

—No creo que tu novio se moleste, estaba muy entusiasmado hablando de perseguir a un animal con una jauría de perros.

—No creo que sea mejor matar a un toro en un ruedo.

—Cierto, pero al menos nosotros no somos clasistas.

Ella lo miró con burla en los ojos y él aprovechó la intimidad para acercarse más y susurrarle si podían verse a la tarde siguiente.

—Pierdes el tiempo, Bernat.

—Te conozco, y el dandi no te hace feliz. ¿Acaso sus besos te estremecen como lo hacen los míos?

—¡Eres un descarado! No te soporto. Es mejor que te marches mañana, con Gonzalo. Es muy tarde para lo que planeas —soltó con indignación. Se marchó del corredor apresuradamente y lo dejó allí plantado.

Mariona hubiera deseado que Howard la acompañara a despedir a su hermano, pero él tenía reuniones importantes que no podía posponer. Así que acudió a casa de los Bellamy y todos juntos se dirigieron hasta el puerto, donde Gonzalo tomaba un vapor hasta Santander y una vez allí un tren lo llevaría a Barcelona.

—Dile a Inés que se cuide mucho, y que me escriba —murmuró Mariona con la voz tomada ante la inminente despedida—. Y tú, cuídala, y no trabajes tanto.

Lo abrazó y le susurró al oído:

—Te quiero mucho, hermano. Gracias por estos días.

—Yo también, Mariona, no olvides que en casa te esperamos con ansia.

—Prometo ir en Navidades.

—Y tú, amigo. —Gonzalo estiró la mano para estrecharla con la de Bernat—. No te metas en líos.

—Lo intentaré.

La despedida fue triste y Mariona se quedó sumida en una pena que no sentía desde hacía mucho tiempo. Pena por la añoranza de la familia y de su casa.

—¿Te acercamos al hospital, Mariona? —preguntó Tom mientras ayudaba a Mathilda a acomodarse en el carruaje.

—No, necesito comprar unos libros. ¿Podéis dejarme en Piccadilly?

—Por supuesto. Bernat, ¿te llevamos?

—Sí, por favor, yo también he de comprar algunos libros. —Mariona lo miró con desconfianza, pero él, colocándose junto a ella, ya que el matrimonio ocupaba el asiento de enfrente, dijo con condescendencia—: Hatchards es tan buen lugar como cualquier otro.

Mariona nunca habría imaginado que Bernat supiera dónde estaba la librería más antigua de Londres.

Entrar en aquel lugar venerable siempre impregnaba de paz a Mariona. No sabía si era por el olor característico de los libros o porque durante sus primeros tiempos en Londres fue una especie de refugio y visitarla se había hecho una costumbre. Pero estar en aquel lugar tan suyo con Bernat le generó cierto malestar.

Había repasado varias estanterías buscando una novela que la enganchara tanto que su mente pudiera centrarse en otra cosa que no fuese el trabajo o las dudas que le había generado Bernat en su relación con Howard.

Situados a ambos lados de un mostrador bajo, donde se acumulaban diferentes novelas, Mariona ojeaba un libro de Dickens, Oliver Twist. La historia de aquel muchacho bueno que pasaba por diferentes penurias podría servir para distraerse. No quería mirar a Bernat, pero tampoco era capaz de no hacerlo, así que de reojo contemplaba sus movimientos. Frente a ella observaba los libros expuestos con cierto desinterés. De repente lo vio alzar las cejas y, con un gesto de curiosidad, cogió un ejemplar y lo abrió por la primera página. Intrigada, dirigió sus ojos al título: Las aventuras de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle.

—Creo que cuando llegué leí algunas de sus historias en el Strand Magazine, una revista mensual que publica relatos —explicó sin que él levantara la vista de la página que parecía leer con atención—. Parece ser que los han reunido en un libro.

De pronto él cerró el volumen y la miró con fijeza.

—¿Y mis cartas?

—¿Cómo dices? —La pregunta la pilló por sorpresa.

—¿Que qué hiciste con mis cartas? ¿Las quemaste después de leerlas?

—No... Simplemente... no las leí —mintió.

—Muy bonito —soltó Bernat con humor. Despacio, con el libro en la mano, rodeó el mostrador para acercarse a ella—. Menos mal que no te envié más, aunque tengo un cajón lleno.

Mariona retrocedió de forma instintiva. Quería saber a qué se refería, pero se negaba a preguntarle. De pronto se percató de que estaban solos en aquella sección y se maldijo por que la gente se hubiera esfumado y no le sirviera de protección.

—Creo que deberíamos irnos —propuso, inquieta—. Si ya has elegido un libro, yo también.

—¿Acaso te pongo nerviosa?

Él la había acorralado entre una estantería que hacía esquina, pero aún estaba a más de un paso de distancia, como si le diera la oportunidad de escapar.

—En absoluto —afirmó—. ¿Por qué ibas a ponerme nerviosa?

—No sé... Por tantas cosas...

—Debemos marcharnos, se hace tarde.

Mariona lo sorteó, pero él la agarró por la cintura. Ella se detuvo, aunque no se volvió.

—Tienes que saberlo, no quiero que te quepa duda —le dijo Bernat con un susurro cerca de su oído—. Me quedo por ti, para demostrarte que voy a luchar por tu cariño. Te quiero en mi vida y voy a demostrarte que te amo, pero no voy a presionarte, esperaré hasta que vuelvas a confiar en mí.

—No quieres enterarte —le espetó ella, mirándolo a la cara. Bernat había ganado terreno: estaba junto a su costado y todavía tenía la mano en su cintura, con gesto posesivo. Mariona la sentía como si le quemara la piel desnuda. Trató de no hacer caso al sentimiento que le generaba aquel contacto y añadió—: Howard está en mi vida y él fue de frente desde el principio. No voy a traicionarlo.

—Cariño, no lo traicionarás a él, sino a ti misma si eliges al hombre inadecuado.

Bernat no le dio tiempo a pensar más y la besó. La besó de esa manera que tenía de hacerlo, hasta conseguir que ella rindiera todas sus defensas. No podía permitir que él leyera su alma y descubriera todo lo que le provocaba, aturdía y perturbaba. Con un férreo control de sus emociones, lo separó empujándolo sin brusquedad, pero decidida. Lo atravesó con una mirada.

—No tienes derecho a besarme, no lo hagas más, por favor.

—¿No? Pero si te encanta —murmuró él, mordaz—. ¡Estás temblando!

—Eres un abusador. Te he dicho mil veces que estoy prometida.

—Y yo te he dicho en más de una ocasión que si de verdad amaras al señor Allen, no responderías a mis besos así.

—¿Así? ¿Así cómo? —preguntó turbada, para ocultar su vergüenza—. ¡No! No me lo digas. Eres capaz de manipularme y confundirme con tus adulaciones.

—Es más fácil echarle la culpa al otro que asumir la parte de responsabilidad que tenemos en lo que nos pasa.

—Te pareces a Gonzalo con esa interpretación —se burló, y caminó para salir del pasillo repleto de estanterías.

Bernat volvió a cogerla del brazo y la miró muy serio.

—Prometo no volver a besarte hasta que me lo pidas, y te aseguro que lo harás, lo estarás deseando.

—No apostaría por ello.

—Pues yo no apostaría por tu noviazgo, le quedan los días contados. —Bernat se pasó las manos por el pelo, como si así se contuviera, y, con el tono serio del que no quiere perder la batalla de sus nervios, añadió—: Te conozco, María Elvira Losada, y sé que no quieres quererme, pero así son las cosas, de modo que aclárate de una vez —espetó—. Y vámonos, me estás entreteniendo.

Mariona observó cómo pasaba por delante de ella con muy pocos modales y al llegar al mostrador de caja pagó los dos ejemplares, sin siquiera preguntarle. Estuvo a punto de decirle que ella corría con sus gastos, pero pensó que era mejor no forzarlo más.

Cogieron un coche cerca de la librería y la acompañó a la residencia. Hicieron todo el camino en silencio. Mariona se sentía mal porque era ella la que quería estar molesta y parecía que fuera él quien lo estaba. Ni siquiera se bajó para ayudarla a salir del coche cuando llegaron al destino y, por toda despedida, le oyó decir un simple «adiós».

Al entrar en el vestíbulo pensó que podría descansar un poco antes de irse al hospital. Para su sorpresa, Howard la estaba esperando para llevarla a comer; por lo visto había acabado sus asuntos antes de lo previsto y había pasado a visitarla. Dejó el paquete con el libro en una mesita cerca de donde él la esperaba sentado y se quitó la capa. Había empezado a lloviznar al bajar del coche y la prenda se había mojado un poco.

—Has tardado.

Lo recibió algo abatida. Se sentía una mentirosa, y él no se merecía que lo traicionara. Los nervios empezaron a ganarle la batalla y notó que los ojos se le llenaban de lágrimas.

—Vamos, vamos, María Elvira. No llores. —Howard le tomó las manos—. Entiendo que es triste despedir a la familia y que echarás de menos tu hogar, pero te prometo que te acompañaré en Navidad, ¿te parece bien? Nos quedaremos todo el tiempo que quieras.

Ella aprovechó la ventana que él le abría y justificó su estado alterado. Iba a ir al infierno por mentirle a un hombre tan bueno.

—¡Oh! ¿De verdad? Los echo muchísimo de menos. No me había dado cuenta hasta que lo he visto partir. Han sido unos días estupendos. Ojalá hubieras podido acompañarme.

—No podía, tenía una reunión importante. Pero ayer me despedí, comí con él. ¿No te lo ha dicho?

—¿Ayer? No, no me ha comentado nada.

—Sé que no querías que le adelantara nada, pero no sería un caballero si no le hubiera comentado mis intenciones. Quiero que le transmita a tu padre que son sinceras y honestas.

—Habíamos acordado que esperaríamos —comentó ella, y añadió con curiosidad—: ¿Qué te dijo?

—Que esperaba que te respetara, pero que no era a él a quien debía pedir tu mano.

—¿Le pediste mi mano?

—Sí, ya te he dicho que pronto he de regresar a Surrey y quería aprovechar que estaba aquí. Pero me dijo que tú tienes el derecho de aceptar o rechazar una petición de matrimonio.

«Bendito Gonzalo».

Tendría que darle las gracias a su hermano en cuanto le escribiera. Como familiar varón, podía haber tomado alguna decisión sobre ella, pero por suerte su padre había educado a sus hermanos en valores de respeto y le había otorgado a ella una cierta independencia dentro del marco social que limitaba sus actuaciones como mujer.

No tenía ganas de discutir, podía hacer una lista con las razones para esperar: que el trabajo era lo más importante para ella, que tenía dudas, que era todo muy precipitado, que no estaba segura de querer ir a Surrey, que pensaba que quería regresar a casa... ¿Había anotado ya que tenía dudas?

Howard la sacó de sus pensamientos con una invitación.

—Vamos a comer, luego te acerco al hospital.

Y como si su vida fuera un libro, pasó de página y se centró en Howard y lo que este le empezaba a explicar sobre fusiones y socios para nuevos negocios que quería emprender.

No podía negar que lo veía entusiasmado.