13

Transcurrieron cinco días desde que Mariona supo del atentado en el Liceo y que sus padres e Inés habían sido heridos hasta que pudo abrazarlos. Cinco angustiosos días en los que, tras romper la relación que tenía con Howard, tuvo que esperar a que un vapor zarpara rumbo a España y luego realizar el largo viaje desde Santander hasta Barcelona.

Un larguísimo viaje en el que Bernat fue un acompañante paciente ante los diferentes estados emocionales por los que ella iba pasando. Desde la intranquilidad a la más absoluta histeria; se había convertido en una mujer caprichosa, dominada por los nervios y que tan pronto aceptaba algo como lo rechazaba. Su madre la habría tildado de malcriada a la primera, pero debía reconocer que Bernat había tenido más paciencia que un santo.

Pero por fin podía abrazarlos. El abuelo Calixto había sido el encargado de ir a recogerlos a la estación.

—¡Mi niña, mi niña bonita! —exclamó con afecto y emoción contenida.

La abuela Carmen lo riñó dándole un golpecito en el brazo.

—Es toda una mujer, una mujer moderna que ha labrado su destino.

—Abuelos, no sabéis cómo os he echado de menos.

Mariona se abrazó a los dos a la vez y, por un instante, se sintió aquella niña a la que su abuelo había nombrado y a la que tanto consentía. Al separarse notó la mirada de ambos como si la evaluaran. Agradeció que Bernat decidiera intervenir.

—Don Calixto, doña Carmen, encantado de verlos. —Estrechó las manos de ambos, pero Carmen se le acercó y lo besó en la mejilla.

—Sé que mi nieta hubiera podido muy bien hacer este viaje sola, pero te agradezco que hayas estado a su lado en estos momentos difíciles.

—Ha sido un honor —respondió él—. Y era mi deber traerla a casa.

Mariona fue a protestar diciendo que no era una propiedad ni un objeto que había que llevar de un sitio a otro, y que se valía sola, pero se mordió el carrillo. Tenía que reconocer que en el primer momento estaba tan aturdida que lo mismo se hubiera subido al primer barco que hubiera encontrado, y en aquel instante estaría a saber dónde. Y, aunque no lo reconocería delante de Bernat, se había sentido más segura viajando con él.

—Tengo el carruaje esperando. ¿Por qué no os adelantáis mientras yo acompaño a Bernat a recoger el equipaje?

—Sí, salgamos.

Mariona siguió a su abuela, pero al dar unos pasos se volvió para buscar a Bernat con la mirada. No habían sido muchos días, pero desde que emprendieron el viaje él había estado a su lado en todo momento, de modo que aquella separación casi la afectó.

—Ve —la animó él, que también la observaba—. Enseguida estamos, buscaré la ayuda de un mozo.

Emprendió el camino de nuevo y su abuela se le acercó para decirle una confidencia.

—Qué suerte que Bernat estuviera en Londres por trabajo. Un viaje de este tipo siempre es más agradable en compañía de un apuesto galán.

—¡Abuela! No... no ha pasado nada entre Bernat y yo. Que quede claro. Ha estado de lo más correcto. Además, no ha consentido que pagara nada.

—¡Es un caballero! No esperaba menos de él. Pero yo solo digo que ha sido una suerte que estuviera allí, para darte al menos apoyo en tu regreso.

La abuela le dedicó una mirada de complicidad que ella no quiso ver.

—¿Cómo están todos? —preguntó, cambiando de tema—. Dime la verdad, por favor. No ver a papá aquí, en la estación, me ha roto el corazón. ¿De verdad está bien?

—No han podido quitarle toda la metralla de la pierna, quizá no vuelva a caminar bien. Hay que esperar. Tu madre, para ser como es, siempre tan sensible, lo lleva con bastante entereza. E Inés... —La abuela se emocionó y la voz se le quebró—. Inés no ha vuelto a levantarse de la cama desde que regresó del hospital.

—Comprendo. Estaba tan ilusionada con el bebé...

Mientras esperaban a los hombres, se acomodaron en el carruaje. No hacía el frío, ni mucho menos la niebla, que dominaba Londres, también el aroma del aire era distinto, y Mariona respiró hondo. De pronto la asaltó un sentimiento que no tenía desde hacía mucho tiempo.

Estaba en casa.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

La pregunta directa de la abuela la enfrentó con su realidad.

—No lo sé, según cómo vayan las cosas.

Los hombres llegaron en compañía de un mozo que se encargó de colocar el equipaje en el carruaje ante la atenta mirada del cochero, mientras ellos tomaban asiento en su interior.

Una doncella a la que Mariona no conocía los recibió y les informó de que los señores estaban en la salita. La viajera pisó el vestíbulo del que había sido su hogar hasta que lo abandonó, con una emoción contenida. Aquel aroma sí era estar en casa.

Con paso ligero se dirigió hacia la estancia donde, desde la puerta, contempló a sus padres, ajenos a su llegada. Cada uno estaba sentado en un sillón; su madre cosía y su padre leía el periódico. Tenía la pierna derecha estirada sobre una otomana pequeña y un bastón descansaba a su lado. Parecían haber envejecido bastante, luego pensó que sus rostros todavía reflejaban el susto de la bomba y el dolor de la pérdida.

—Mamá, papá..., ya estoy aquí.

Doña Elvira se levantó casi de un salto, pero a su padre le costaba, de modo que ella corrió a su lado y se abrazó a su cuello, arrodillada en el suelo, como hacía de niña.

—Vamos, vamos... Estoy mejor de lo que debo de parecer —murmuró su padre con unas suaves palmadas en su brazo.

Mariona se levantó con los ojos llenos de lágrimas y se acercó a su madre. Ambas se miraron unos segundos, evaluando a la mujer que tenían delante. Mariona posó la palma de la mano en el rostro materno, sobre el apósito que cubría parte del lado derecho. Su madre se encogió de hombros como si le restara importancia, pero con la emoción en los labios, y ambas se fundieron en un sentido abrazo.

—¿Has visto, Rodrigo? Se fue una niña, regresa una mujer.

—¡Madre! No era una niña, y además, me viste cuando fuiste a visitarme.

—Pero no te tenía conmigo. —Su madre volvió a abrazarla. Luego, como si algo cruzara su campo de visión en la distancia, se separó de ella y se dirigió a la entrada de la sala—. Querido Bernat, no tengo palabras para agradecerte haberme traído a mi hija en estos duros momentos.

—No tiene por qué agradecérmelo, ha sido un placer. ¿Qué tal está Gonzalo?

—Parece que lleva la procesión por dentro —dijo doña Elvira con pena.

—Bueno, será mejor que me marche —afirmó Bernat de pronto—, ustedes tienen muchas cosas de que hablar y yo he de resolver algunos asuntos antes de reincorporarme a mi trabajo.

—¿Cómo? ¿Vas a marcharte sin tomar nada? —inquirió doña Elvira e hizo sonar una campanita. Al momento la doncella que había abierto la puerta se personó—. Avelina, por favor, que sirvan en el comedor un refrigerio. Ya sé que es pronto para la cena, pero la señorita María Elvira y nuestro querido amigo, el señor Ferrer, acaban de regresar y deben de estar famélicos después del larguísimo viaje.

Mariona vio que su madre cobraba vigor y, en un santiamén, con la autoridad que la caracterizaba, organizó una merienda tardía o una cena temprana, según se mirara. Habían tomado algo en el tren, pero la comida había sido horrible, y agradeció echarse algo al estómago. Observó que Bernat sonreía complacido.

—Si es posible, Avelina... —Mariona llamó a la sirvienta cuando casi desaparecía por la puerta y, con una sonrisa, que la doncella le devolvió, le hizo un encargo—. Pregunta a María, la señora Morente, si tiene croquetas de las suyas, me encantará probarlas. Dile a la cocinera que el señor Bernat está aquí, para que lo tenga en cuenta, y que luego me pasaré a saludarla.

La chica desapareció y Bernat le inquirió con tono curioso.

—¿Qué quieres decir, que soy un glotón?

—En cuanto a los pasteles y las croquetas, sí.

Aquel comentario provocó la risa de los presentes y por un instante la pena que había en el aire desapareció un poco.

Los seis pasaron al salón comedor. Mariona estuvo muy pendiente de su padre, que, con cierta dificultad, pero rechazando cualquier ayuda, se puso en pie y, bastón en mano, caminó despacio detrás de ellos.

Una vez alrededor de la mesa, la conversación giró en torno al atentado y a lo que se sabía de él. Habían pasado seis días.

—¿Han atrapado al que tiró las bombas? —preguntó Bernat.

—No, parece ser que escapó entre la confusión. Han detenido a los habituales —respondió don Rodrigo—. Los periódicos solo hablan de los muertos que se van enterrando.

El abuelo comentó que les había visitado en casa el general Martínez Campos quien, en nombre de la reina regente, se interesaba por los heridos y las familias de los fallecidos en la catástrofe. También explicó que habían nombrado un juez especial y se había designado al del distrito de Atarazanas, don Dionisio Calvo.

La vida social en Barcelona se había resentido tras la bomba. La gente apenas salía a grandes eventos y el teatro, sobre todo, notaba el miedo del público a reunirse en espacios cerrados. Una ola de tristeza parecía haberse adueñado de la ciudad y todos los locales que servían para el entretenimiento veían mermados sus ingresos.

—Espero que den pronto con el culpable —gimoteó doña Carmen—. De nada sirve tener la cárcel de Montjuïc o la Reina Amàlia llena de sospechosos y el responsable por ahí, libre y tan contento. La gente tiene miedo, esos canallas no respetan la vida y a base de ir poniendo bombas no se cambian las cosas.

Durante más de una hora compartieron refrigerio y conversación, luego Bernat se despidió de los Losada. Mariona lo acompañó a la puerta.

—Gracias, Bernat, gracias por acompañarme de vuelta a casa. Has sido un gran amigo.

—Gracias a ti por permitirme hacerlo. Ese novio tuyo no estuvo muy fino en el último momento.

Mariona no había pensado en Howard. No le había dicho a Bernat que habían roto, que ella no pudo aceptar lo que él le proponía y que alguna parte de culpa la tenía él, por haber regresado a su vida, confundirla y removerle las entrañas. Simplemente lo había excusado por los negocios y dejó caer que viajaría a Barcelona cuando pudiera.

Tenía que reconocer que, aunque no le hubiese dicho la verdad, a lo largo de todo el viaje Howard siempre estuvo entre ellos dos. Ella no lo nombraba, él tampoco y, a pesar de que viajaban solos, Bernat no le había tocado ni un solo pelo. Y eso le había fastidiado en algún momento, porque en más de una ocasión se descubrió pensando en una intimidad entre ellos dos y la calidez de sus besos. Pero Bernat había cumplido su palabra de no volver a besarla y, desde luego, ella no se lo había suplicado.

—Te veré mañana, Mariona —dijo Bernat en un murmullo—. Quiero que sepas que no pienso retirarme, que todo lo que te dije en Londres lo mantengo y que este viaje casi me enloquece. Tenerte tan cerca y tan lejos a la vez ha sido duro. No quiero que te confundas y pienses que he olvidado mis intenciones.

—Ya veremos —señaló ella como un desafío.

Bernat cruzó el umbral de la puerta, pero se volvió de golpe, tan rápido que sorprendió a Mariona, que apenas tuvo tiempo de reaccionar. Posó los labios en los suyos en una tierna caricia para robarle un beso y, antes de darse la vuelta de nuevo y marcharse, le susurró muy bajito:

—No quiero ser tu amigo, quiero ser todo tu mundo.

Bernat se entretuvo con el portero de su finca, quien le entregó algunas cartas, entre ellas una de su tío, y le estuvo contando el susto de la bomba. Era la comidilla que se oía en todos los cafés. El hombre, muy solícito, lo ayudó con el equipaje y le dijo que su mujer había estado aquella misma mañana aireando la casa.

Subió tras él los escalones que dirigían a su vivienda, un piso bastante grande para un hombre soltero, con entrada independiente a los demás vecinos del inmueble, y que le encantaba porque lo compró con lo que recibió de la herencia de su padre cuando fue mayor de edad. Su tío le había aconsejado que invirtiera aquel dinero, casi se lo había exigido, y él había tardado en ver que aquella insistencia no era otra cosa que el temor a que lo despilfarra en las mesas de juego, a las que se aficionó durante un tiempo.

Despidió al portero, que había dejado el equipaje en el vestíbulo y, tras quitarse el abrigo, fue a su despacho e hizo varias llamadas de teléfono. La primera a Gonzalo. Este le dijo que Mariona se había presentado en su casa y estaba conversando con Inés, quien hablaba poco, pero al menos se había mostrado receptiva y le gustó verla. Pensó que si lo hubiera sabido la habría acompañado, pero luego imaginó que la decisión habría sido un impulso.

Gonzalo le contó que él había regresado al trabajo. La ansiedad y la angustia se habían extendido no solo entre sus pacientes ingresados, sino también entre los familiares, y ni siquiera los médicos estaban exentos de ella. A todos les había afectado la bomba y más de uno tenía conocidos entre los heridos. También los nuevos pacientes desarrollaban diferentes síntomas, sin causa física, pero con una clara reacción a lo sucedido. Por suerte, Teresa, la madre de Inés, los estaba ayudando mucho y él podía ir al trabajo unas horas, aunque no quería dejar a su esposa mucho rato sola, porque ni siquiera tenía ánimo para ocuparse de su hija Sofía. Mariona iría a buscarla por la mañana, para pasar el día juntas.

Lo escuchó abatido y pensó que Gonzalo estaba muy pendiente de todo el mundo menos de sí mismo, y, si había aprendido algo de él, decir que uno estaba bien no significaba que fuera cierto, sino una defensa para que la gente dejara de preguntar. Su amigo sufría por su mujer y por el bebé perdido, pero no lo decía. Tenía que hacer algo por él, aunque solo fuera acompañarlo y escuchar su silencio sentado a su lado. Quedó con él para el día siguiente, cuando Gonzalo hubiera acabado sus visitas.

Su última llamada fue a Miguel Galán. Quería saber cómo estaban las investigaciones, tanto de lo que un mes atrás había tenido que abandonar, la desaparición de Jacinta Soler, la hija de la actriz, como sobre la detención del criminal que había causado el terror en el Liceo. Pensó con malicia en Arcadi Pons, preguntándose si la bomba lo habría pillado con su amante de turno en el teatro, pero enseguida templó su rabia hacia el político. Lo ocurrido en la ciudad era demasiado serio como para que él se centrara en sus prioridades, no podía seguir con su cruzada personal contra Pons. Si se lo proponía podía acabar con su carrera y él tenía que ser más inteligente.

Pero, aunque intentó en varias ocasiones dar con el policía, solo pudo dejar recado para él en comisaría. No sabían darle razón de dónde se encontraba. Bien podría estar en una de las tabernas de la plaza Real o en su casa, descansando de la jornada.

Hizo tiempo para meterse en la cama y leyó con interés los periódicos que la casera le había dejado amontonados. Se acostó con la idea de que las noticias no eran muy alentadoras.

No pasó una buena noche. No por el clima social y político, no, eso no le quitaba el sueño; se lo había robado Mariona hasta bien entrada la madrugada. Sin querer, y queriendo, daba vueltas a algunas situaciones vividas durante el viaje. Había reservado un camarote para cada uno en el barco en el que hicieron la travesía. Era más cómodo para descansar, pero pasearon por cubierta y comieron juntos. Quizá Mariona no se daba cuenta, pero cuando ella bajaba la guardia, entre ambos se establecía una gran complicidad. Ya en tierras españolas, tardaron bastante en poder enlazar con el tren que cruzaría el territorio hasta llegar a Barcelona. Fue un viaje pesado y largo, bastante incómodo. Pero Bernat guardaba como un tesoro algunos de los momentos vividos que le parecieron de una intimidad arrolladora. Ella había dormitado durante un rato, apoyada en su hombro, sin darse apenas cuenta, mientras compartían asiento en el vagón, y él no había osado moverse para no desvelarla. Cualquiera que los observara podía pensar que eran un joven matrimonio en viaje de novios. Aquella idea se le había instalado en la cabeza y era la que no le había dejado dormir.

Se levantó temprano y se vistió cuidando su aspecto. Recordó a los ingleses, siempre tan elegantes, y trató de emularlos, aunque dándole su estilo. Luego escribió una nota a la señora Antonia, la mujer del portero que cuidaba su casa, para que le arreglara la ropa del viaje. Cuando iba a salir, cogió su bombín comprado en una de las exclusivas tiendas de Londres, miró el paraguas que había dejado colgado en el perchero la noche anterior y, sin hacer caso del tiempo, salió a la calle. Estaba seguro de que no lo necesitaría.

Desayunó donde solía hacerlo cada mañana antes de subir a su puesto en la redacción de La Vanguardia. Allí encontró a algunos compañeros que con guasa le preguntaron si ya estaba de vuelta. Otro murmuró con bastante desacierto, ya que se ganó la censura de otros allí presentes, que se había perdido los fuegos artificiales, y los más burlones le dijeron que se parecía a un inglés.

Don Modesto Sánchez Ortiz, el director del diario, lo recibió como si lo hubiera visto el día anterior.

—Ferrer, ¿qué me trae?

—Señor Sánchez, la verdad es que todo lo que podía ofrecerle se ha quedado desfasado con las novedades que hay en la ciudad y en España. —Recordó las noticias que había leído—. Hay que ponerse a trabajar y ser más incisivos en la noticia. La guerra de Melilla del gobernador Margallo contra las tribus o cabilas que le costó la vida ha dado un vuelco con la llegada de los cruceros Alfonso XII e Isla de Luzón, los criminales del Liceo... Espero poder reincorporarme y que no sean los políticos los que decidan sobre sus redactores. Si es así, dígamelo, porque el Times me espera.

Don Modesto buscaba algo sobre su mesa y aquel último comentario hizo que detuviera su mano en el aire.

—¿Qué quiere decir?

—El señor George Earle Buckle, editor del Times...

—Sé quién es el señor Buckle —espetó molesto—. ¿Es que pretende robarme a mis redactores? ¿Nos deja para siempre?

—En absoluto, él está interesado en que haga de corresponsal. Pero necesito saber si cuenta conmigo para saber mi disponibilidad.

—Por supuesto que cuento con usted. ¿Acaso lo he despedido? —bramó autoritario—. Céntrese en su trabajo y olvídese de Pons. Y ahora vaya y tráigame algún texto decente.

Bernat salió contento del despacho del director, usar la baza del Times le había servido. No dudaba de que escribiría algo para el diario inglés, pero de momento iba a centrarse en el trabajo que había dejado en espera el último mes.

Se fue a su mesa y de una colleja sacó al aprendiz que había tomado posesión de su espacio.

—Disculpe, señor Ferrer, me dijeron que estaba en el extranjero y que tardaría en volver.

—Pues ya ves que he regresado.

A Bernat no le pasaron desapercibidas las risas de otros compañeros, Mariano Nuño y Juan Cámara entre ellos, y pensó que se habrían estado burlando del chico desde el día que había llegado. El muchacho, un joven de unos diecisiete años, apiló sus pocas pertenencias en sus brazos y se dispuso a cambiarse de lugar.

—¡Espera! ¿Cómo te llamas?

—Rufino Pujalte. Rufo o Puja, me llaman.

—¿Qué función haces?

—Ayudo aquí y allí, hago recados. A veces hago lo que puedo, tengo otro trabajo —explicó. Mariano y Juan se hicieron los despistados, y el chico soltó orgulloso—: Pero no me gusta. Quiero ser periodista.

—¿Y ninguno de estos mamarrachos se ha dignado enseñarte? —Miró a sus compañeros y, como si se disculpara por lo dicho, inclinó la cabeza.

El muchacho se encogió de hombros y luego hizo un gesto que bien podría significar que sí o que no.

—Cógete una silla y busca un lugar cerca de mi mesa. Necesito un ayudante.

Rufino lo miró con los ojos muy abiertos, como si le costara creerlo. Dudó por unos instantes, pero ante la expresión de Bernat, dejó los papeles en una esquina de la mesa.

—Sí, señor —soltó, agradecido—. No se arrepentirá. Sé mantener la boca cerrada y los ojos bien abiertos.

Unas palmadas sonaron desde el fondo de la sala. Era don Modesto.

—¡Y ahora, a trabajar todo el mundo!

A la hora de comer, Bernat recibió noticia de Miguel Galán. Lo esperaba en el restaurante donde habían comido otras veces.

El periodista se presentó con el joven Rufino.

—Parece un dandi inglés —se burló el policía, a la vez que le estrechaba la mano. Luego añadió, dándole un repaso al muchacho—: ¿Se ha traído compañía?

—Hola, Miguel. Este es Rufino, mi nuevo ayudante.

Se sentaron a la mesa y una mujer tomó nota de lo que querían comer. Tras las bromas y pullas iniciales, Bernat fue directo a lo que le interesaba.

—¿Qué se sabe de Jacinta? ¿La han encontrado?

—No, es como si la tierra se la hubiera tragado. Ya le dije que todo se paralizó con el atentado, pero ¿no quiere saber antes de su persona favorita, Arcadi Pons?

—Creo que ese hombre y yo, cuanto más lejos mejor.

—Hace bien, es como un grano en el culo. Se dice que ha perdido dinero en un negocio de ultramar, pero está bastante calladito. Lo de la bomba tiene al consistorio revolucionado y el gobernador civil quiere resultados y ha puesto a todo el departamento de policía en danza, buscando a los criminales, hasta debajo de las piedras.

—¿Y saben algo?

—Para mí que esos están ya en otro país. Sin embargo, hay muchas detenciones; lo peor en estos momentos es ser anarquista, los tenemos vigilados. Alguno acabará yéndose de la lengua.

Mientras hablaban, Rufino daba cuenta del plato que le habían servido: un par de huevos fritos con patatas y chorizo. Se le veía más entusiasmado por su comida que por la conversación.

—¿No tienen ninguna línea de investigación?

Galán lo señaló con el tenedor.

—De esto ni mu, ¿estamos?

—Estamos, pero algo podré decir a los lectores, ¿no? Estoy cansado de leer nombres de muertos y heridos desmembrados en los diarios, incluso en el que trabajo yo.

El inspector le comentó que se habían infiltrado en algunos grupos de obreros y de ahí habían salido algunas detenciones de distintos dirigentes con antecedentes anarquistas. Pero buscaban al que lanzó los explosivos. Dos bombas Orsini, con seguridad compradas en medios anarquistas. Por suerte, si se le podía llamar suerte, solo había explotado una, la otra había caído en la falda de una mujer que había muerto con la primera explosión y eso amortiguó el golpe y evitó que el dispositivo estallara, causando mayores daños.

El muchacho se limpió la boca con la servilleta y soltó de pronto:

—Esa gente se conocen todos, pero no delatarán a nadie en concreto, y menos ante un desconocido. Por ahí se dice que ese atentado es en represalia por el juicio y ejecución de Paulino Pallás, el que le tiró las bombas a Martínez Campos en el atentado de la Gran Vía.

—Y aquel atentado, Pallás lo justificó como una venganza por los incidentes ocurridos un año antes en Jerez de la Frontera —añadió Bernat, quien había escrito un artículo sobre aquel asunto—. También declaró que había atentado contra el general Martínez Campos porque representaba un agravio para el pueblo catalán.

—¡Son unos bárbaros! —exclamó Galán—. Ese hombre, Pallás, fue condenado a muerte; quizá su fusilamiento ha propiciado el ojo por ojo, varias semanas después, pero somos más fuertes y ganaremos. Son un grupo insurrecto, sin cabeza que los gobierne, y eso los llevará a cometer errores. Entonces yo estaré ahí para apresarlos y llevarlos ante el juez.

Miguel Galán hizo un silencio prolongado, rumiaba alguna idea y Bernat, tras tomar un sorbo de su copa de vino, lo interrogó con la mirada.

—¿Cómo sabes lo que se dice por ahí? —preguntó Galán con los ojos clavados en Rufino.

—Tengo amigos anarquistas, o al menos eso dicen ellos. Los he acompañado a algunas reuniones en la calle Diputación o en las calles del puerto... Pero no daré sus nombres para que los detenga.

—¿Y si son responsables de algo serio? —preguntó Bernat, inquisitivo.

—Esos no matarían ni a una mosca, lo más que hacen es repartir octavillas e impresionar a las chicas —replicó el muchacho. Luego, como si analizara sus propios pensamientos añadió—: Pero estaré atento.