15

Desde que Mariona llegó a Barcelona había estado muy ocupada. Para organizarse, los primeros días decidió establecerse una rutina: por la mañana ayudaba a su padre en la consulta y por las tardes visitaba a Inés.

Tras atender a sus primeros pacientes, don Rodrigo se vio obligado a admitir que le hacía falta. Era muy difícil palpar el abdomen de un hombre, en una revisión rutinaria, sin soltar el bastón para no perder el equilibrio. Doña Elvira, mucho más concienciada con la nueva situación, había sido bastante directa con él.

—¿No querías que la niña fuera médico? Pues acepta su ayuda y dale el lugar que le corresponde.

Al oír aquellas palabras, Mariona tuvo que reconocer que su madre había cambiado.

Don Rodrigo había refunfuñado. Sus costillas se curaban bien y creía que tras varios días de descanso podría retomar su labor con normalidad. Sobre todo, desde que, en una de sus curas, Mariona, a base de paciencia y precisión, había logrado extraerle con unas pinzas los trozos de metralla que aún tenía incrustados en el muslo. Sin embargo, la dirección del hospital de la Santa Creu, donde era médico cirujano desde hacía muchos años, le había dicho que no regresara hasta que estuviera restablecido del todo: «El cuerpo tiene su propio ritmo para recuperarse», le habían recordado.

Mariona no sabía si su padre era consciente de que solo el tiempo diría si volvería a caminar con normalidad. Un trozo de aquellos metales había afectado a un nervio. Pese a ello, él pretendió seguir con su consulta privada. Había muchos pacientes a los que atendía que no podían quedarse sin su médico. Allí, además, no tenía un jefe que le dijera qué debía hacer. Aunque no contaba con la férrea decisión de su esposa, quien insistió como nunca lo había hecho en que Mariona se ocupara de la consulta y él la supervisara si era necesario.

Aquella mañana, bajo la estricta vigilancia y guía de don Rodrigo, como si ella nunca hubiese hecho aquella acción, Mariona le retiró a su madre los puntos de la herida que tenía entre el pómulo y la sien.

—Yo creo que está muy bien, mamá —señaló con sinceridad—. Me parece que si cambias un poco tu peinado, ni siquiera se verá.

Doña Elvira movía un espejo de mano buscando el ángulo adecuado para verse el rostro en su totalidad y en particular la zona que había llevado cubierta con un apósito desde el atentado.

—Le dije al cirujano que me cosía que esta es la única cara que tengo, así que debía esmerarse y hacer los puntos muy seguidos para que no quedara marca. —La mujer sonrió ante la mirada perpleja de su hija. Aquel debió de ser un momento duro para su madre y, no obstante, se permitió bromear. Doña Elvira la miró de frente y aclaró—. ¿Qué? Se lo he oído decir a tu padre miles de veces.

Don Rodrigo se acercó a su esposa y revisó la cicatriz con el ojo clínico de cirujano.

—Querida, sigues siendo hermosa, si es eso lo que te preocupa.

Mariona sonrió ante aquella galantería de su padre.

—Muchas gracias, Rodrigo, pero si he de ser sincera esta cicatriz no me importa, porque estoy viva. Las señales que nos han quedado a ti y a mí no son nada comparadas con la pérdida de Inés y Gonzalo.

La tristeza pareció adueñarse de los tres, pero doña Elvira se recompuso enseguida y comentó.

—Esta noche podemos ir al Novedades —comentó con ánimo renovado—. No debemos dejarnos asustar por esa gente. Tenemos que celebrar que estamos vivos. La burguesía debe salir a la calle y demostrar que no tiene miedo...

—Es una excelente idea, querida —remarcó su padre.

—Está decidido, esta noche vamos al teatro —afirmó doña Elvira—. Llamaré a Bernat.

Mariona observaba a su madre hacer planes y se preguntó si la detonación del artefacto no le habría afectado. No recordaba haberla visto así nunca: le había brindado su apoyo desde que había llegado de Londres, no intentaba meterla en el mercado matrimonial a la mínima y... Un momento, ¿pretendía llamar a Bernat? ¿Para qué?

—Espera, espera... —Doña Elvira, junto a su esposo, se disponía a salir de la sala de visitas de la consulta, que estaba en un ala de la casa y, sin duda, se dirigía al salón donde había un teléfono—. ¿Se puede saber para qué necesitas a Bernat?

—¿Para qué va a ser, María Elvira? Para que nos acompañe.

Siguió a sus padres azorada. Se moriría de vergüenza si su madre osaba telefonear a Bernat y pedirle que fuese su acompañante. Por suerte, justo cuando entraron en el salón, vio que junto a los abuelos estaban sentados Manuel y Lali, con Lucía, su hija.

—¡Esto sí que es una alegría! —exclamó su madre y, por su expresión, Mariona pensó que se olvidaba del teléfono—. No os esperaba.

—Hemos venido a ver a Inés —explicó Lali tras saludar a su suegra con un beso en la mejilla—. Manuel tiene que comentarle unas cosillas de la fábrica, y quiero preguntarle a Gonzalo si deja que Sofía se venga unos días a casa.

Aquello era una idea estupenda, sobre todo para Sofía que, aunque era un año mayor que Lucía, hacía un buen tándem con ella. Las dos niñas se entendían muy bien.

Tanto su cuñada como su hermano mayor reconocieron lo bien que le había quedado a su madre la cicatriz, apenas una línea en su rostro, y también alabaron la evolución de su padre, incluso bromearon sobre lo bien que le sentaba llevar bastón.

—La señal de la tragedia que nunca olvidaremos —remarcó Manuel con sentimiento para concluir la conversación.

El abuelo Calixto cambió de tema, tenían que celebrar que estaban vivos.

En un santiamén su madre y su abuela lo organizaron todo para que trajeran a Sofía y, así, las niñas se quedarían allí a comer con ellos. Por la tarde ya las llevarían a casa; así ellos estaban más libres.

Lali e Inés eran muy amigas y convertirse en cuñadas las había unido mucho más. Lali se hacía cargo de la tienda de modas cuando Inés estaba muy ocupada con los temas de la fábrica. Entre las dos la habían hecho crecer y era un lugar de referencia en la ciudad, sobre todo por los modelos exclusivos y las creaciones de la diseñadora. Por unos instantes, Mariona tuvo un pensamiento que la llevó años atrás, cuando su hermano la había hecho ir a aquella tienda de paseo de Gràcia buscando un vestido para un baile. Allí conoció a Lali, y lo que fue una visita para mirar se convirtió en una tarde de conversaciones sobre temas femeninos. Que ella fuese una médica recién licenciada había impresionado a Lali. «Eres la primera mujer médica que conozco, espero que pronto haya cien como tú», le había dicho. Siete años después no podía decir que hubiera cien mujeres doctoras, por desgracia todavía era una profesión ocupada por hombres, pero sí que era el destino que otras mujeres se iban labrando y no dudaba de que cada vez serían más.

Cuando tiempo después conoció a Inés, tuvo la impresión de que aquellas dos señoritas eran como ella: inconformes con el papel que la vida les había otorgado. Entonces comprendió que por fin había encontrado a unas amigas que la entendían.

—Hemos pensado ir al teatro esta noche —anunció su madre—. Os diría que vinierais, pero...

—Gracias, madre, pero no —la interrumpió Manuel—. Si viene Sofía a casa, no dejaremos a las niñas con la niñera el primer día. En otra ocasión. Pero llama a Bernat, Gonzalo dice que trabaja mucho y necesita distraerse.

Por el gesto que hizo doña Elvira, Mariona entendió que no se había olvidado de nada.

Lali le sonrió de una forma que solo ellas entendieron, pero en vez de responderle con el mismo gesto se cubrió la cara con ambas manos y negó con la cabeza, resignada.

Bernat llegó al teatro Novedades, situado en la esquina de paseo de Gràcia con la calle Caspe, por donde se accedía al recinto, con ganas de ver a Mariona.

Era una suerte que doña Elvira le hubiese avisado de que pensaban acudir a la función y que necesitaba un acompañante para su hija. Él había aprovechado para bromear con la mujer.

—¿Me está asignando el lugar de un pretendiente, señora Losada?

—¿Yo? Jamás osaría tal cosa —respondió. Él rio y ella se puso a la defensiva—. Te conozco desde que ibas con pantalón corto. Aún te recuerdo con las rodillas llenas de churretes, y yo lavándotelas en la fuente de nuestro jardín, para que no te las viera tu tío. Así que aún puedo darte una colleja.

—Solo quería aclarar en calidad de qué me invita.

—¿Tan malo sería?

Aquella pregunta lo desconcertó. Durante mucho tiempo dudó sobre si ella había sabido de sus intenciones, aunque sí estaba convencido de que nunca le había gustado para Mariona.

—Seré franca: mi hija necesita salir y entretenerse. La veo distraída y creo que piensa demasiado en ese inglés. Yo no tengo ninguna intención de que se regrese a Londres, así que ahí lo dejo... Y si la ven acompañada de un caballero, seguro que llama la atención de otros —explicó ella. La sinceridad de doña Elvira le resultó dolorosa, pero aceptó la invitación. Cuando ya iba a colgar el auricular, ella dijo una última cosa—. Por cierto, Bernat, ni una palabra de esto a mi hija. ¿Estamos?

—Estamos, señora Losada. Nos vemos esta noche en el Novedades.

Y allí estaba, con la capa colgando de su brazo y el sombrero alto en la mano. Dejó las prendas en el guardarropa y pensó en Mariona. Se habían visto algunas tardes, no muchas, pero recordaba cada momento en el que habían coincidido en casa de Gonzalo, aunque no habían podido estar a solas. Ella lo evitaba por todos los medios. ¿Sería que pensaba en el inglés, como decía su madre? Sin embargo, había respondido a su beso de forma apasionada. Estaba seguro de que Mariona lo deseaba tanto como él a ella. Solo tenía que hallar el modo de que bajara la guardia y rindiera sus defensas.

Se abrió paso entre el gentío que llenaba el vestíbulo del local. Parecía que la buena sociedad quería olvidar la catástrofe y muchos se habían reunido allí. El Novedades era uno de los teatros, junto al Tívoli y al Liceo, que más aforo tenía en la ciudad.

Observó los diferentes grupos que se habían formado para ver si entre ellos se encontraban los Losada. No tardó en encontrarlos, en compañía de dos matrimonios. Al fijarse bien, descubrió que uno de los caballeros con los que hablaban era Arcadi Pons; el otro, Germán Buendía, uno de los empresarios más influyentes de la ciudad y, por lo que parecía, amigo del sinvergüenza de Pons. Sintió que la sangre le bullía y trató de serenarse. No era lugar para escándalos. Con paso ligero se acercó hasta ellos y los saludó.

—Buenas noches. Querido concejal, espero que no esté aprovechando este evento para ganar afines a su causa. Los Losada son gente decente.

—Señor Ferrer. Me dijeron que estaba en Londres —lo saludó Pons con la misma ironía en la voz que había usado él—. No sabía que había regresado.

—El señor Ferrer es uno de los mejores periodistas que tiene La Vanguardia —intervino Mariona—. Dada la situación en la ciudad, es lógico que retome sus funciones informativas, sobre todo ahora que, además, es corresponsal para el Times.

—¿En serio? —preguntó Pons con incredulidad.

—Ya ve. Uno cree que puede perder su empleo y lo quieren en todos lados.

—Eso es que debe de hacer bien su trabajo —comentó la esposa del concejal.

—Eso creo yo también, señora Pons.

—Bueno, doctor Losada —dijo Pons, tomando la palabra—. Me alegro de que estén bien los dos, dentro de lo que cabe. Lamento mucho lo de su nuera, espero que pronto esté recuperada del todo.

El grupo se despidió y Bernat los vio alejarse y detenerse con otras personas. Entonces necesitó soltar el aire que retenía. No se dio cuenta, pero tanto Mariona como sus padres lo observaban con curiosidad.

—Lo siento —dijo de forma amigable, abarcándolos a los tres—. Me temo que no soy muy diplomático.

El doctor Losada bajó la voz y le dijo en confidencia:

—Te daré un consejo, ten cerca a tus amigos, pero más a tus enemigos.

—¿Tanto se me ha notado que no es una de mis personas favoritas? —preguntó con curiosidad.

—Para los que te conocemos y sabemos de tu historia, sí —respondió el médico. Luego, con voz más animada, añadió—: Vamos, ocupemos nuestros asientos, que hoy promete ser una velada extraordinaria.

—Han tirado la casa por la ventana —bromeó Mariona—. Luego vamos al Círculo Ecuestre.

—Me parece estupendo —contestó. Cedió su brazo para que Mariona se apoyara en él y entraron en la platea.

Una vez en el palco que el señor Losada había reservado, Bernat comprobó que podía conversar con Mariona con bastante intimidad. Se dio cuenta de que ella observaba los otros palcos con entusiasmo. Siempre había sido un juego cuando acudía con los hermanos Losada al teatro y trataban de adivinar quién había acudido a la función.

—¿Conoces a aquel hombre? —preguntó ella con curiosidad. Bernat afinó la mirada—. El que está en un palco lleno de gente.

—Creo que es Alfredo Fiveller, no sabía que estaba en la ciudad. Suele vivir en Londres.

—Tiene una gran fortuna, ¿se casó?

—No, a sus cuarenta años sigue soltero y no creo que busque esposa, no le faltan las amantes —respondió, y añadió vehemente—: Y la fortuna la heredó, no ha trabajado en la vida para ganar una peseta; sus antepasados se enriquecieron en Cuba con las plantaciones de algodón y tabaco, por no mencionar la trata de esclavos, y él vive del trabajo de otros.

Ella lo miró con una sonrisa y Bernat intuyó que iba a soltar una puya.

—Mira, casi como tú. Vivías de tu herencia y casi dilapidas tu fortuna en el juego. Fue una suerte que no se te acabara. Menos mal que tu tío te puso a trabajar, aunque no lo necesitaras... —Mariona tenía la capacidad de decir verdades como puños con una sonrisa que hacía imposible molestarse. Él sonrió a su vez—. Eso te hizo mejor persona.

—Si tus ojos me ven mejor ahora, me doy por satisfecho. Pero lo de madrugar no es humano —bromeó. Como sentía curiosidad por saber desde cuándo se trataban con los Pons, cambió de tema—. No sabía que tus padres conocían al concejal y a su esposa.

—Papá es el médico de la señora Pons —respondió ella, olvidándose del público del local.

—¿Está enferma?

—Sí, del corazón. —Por el gesto que hizo Mariona, Bernat se dio cuenta de que se arrepentía de lo dicho. Ella lo miró con cautela y añadió—: Pero no se te ocurra publicarlo.

—¿Me crees un insensible? —Alargó la conversación por el simple placer de oler su aroma—. Que odie a su marido no significa que también a ella; creo que es una pobre mujer que no tiene ni voz ni voto en su casa.

—Esa señora es miembro de varias asociaciones para ayudar a los desfavorecidos.

—Querida, los que son muy ricos acallan sus conciencias haciendo ver que ayudan a los pobres.

—Está claro que no hay nada que pueda hacerte cambiar de opinión.

—Sí, sí que lo hay. —Cambió de tema de forma radical, bajó el tono de voz y la sorprendió—. Te dije que no volvería a besarte y no pude contenerme la otra tarde. Me embrujas.

Ella debió de ruborizarse. La penumbra de la sala no dejó que lo viera bien, pero así lo entendió porque Mariona se llevó el dorso de la mano enguantada a los labios.

—No seas atrevido —observó ella, y con los ojos señaló a sus padres.

Le sonrió por respuesta y se sumó el tanto.

Aquella noche, ya entre las sábanas de su cama, Bernat tuvo problemas para conciliar el sueño. En su mente no cesaban de representarse momentos junto a Mariona. La cercanía en el teatro lo había alterado bastante y, como si fuera un colegial, se había dejado embriagar por el aroma a flores de su perfume. Además, para su tormento, una de las veces que ella se movió, quedó mucho más próxima a él de lo que su cordura recomendaba. Si alguien se hubiera detenido a observarlos, podría haber sacado conclusiones erróneas: no eran novios y mucho menos amantes. Además, estaban junto a los padres de ella, por tanto, nadie que viera la inocente cercanía podía pensar nada indecoroso. Sin embargo, llevado por una locura momentánea, tan solo con reposar la mano en su propia rodilla y estirar los dedos, pudo tocar el volante de la falda del vestido de su amada. Aquel contacto lo enardeció, como si acariciara la tersa piel que cubrían aquellas ropas. Debía de estar loco, sí, porque aquella sensación lo había acompañado el resto de la velada.

En el Círculo Ecuestre había baile aquella noche y maldijo la atención que Mariona había generado al llegar. Su madre tenía razón. Al verla acompañada y tras su ausencia, por el tiempo que había estado en el extranjero, otros caballeros acudieron a ella como las abejas a la miel. Tan solo había podido bailar con Mariona una única vez, pero estaba seguro de que ambos habían puesto todos sus sentidos en aquella pieza y, sin necesidad de hablar, sus cuerpos habían reaccionado.

Quizá debido a aquella locura transitoria que se apoderaba de él cuando la tenía cerca, por todo lo que su corazón reprimía, cuando la música se detuvo y la orquesta anunció que hacía un descanso, sin saber muy bien qué decirle, le pidió que lo siguiera.

—¿Qué quieres, Bernat? —inquirió ella a su espalda.

—Un momento, no te robaré demasiado tiempo, es solo que...

Bernat había girado por uno de los pasillos adyacentes que se abrían al salir del salón. Pasaron por varias salas y, sin saber bien qué encontraría tras una puerta, la abrió y encendió la luz. Era una estancia que debía de usarse como comedor privado. Una gran mesa la presidia con varias sillas alrededor. La hizo entrar con un gesto de premura y luego cerró con la llave que estaba insertada en la cerradura interna. Ella lo miró con los ojos muy abiertos.

—No quiero que nos interrumpan ni que te encuentren aquí sola con un hombre —se justificó.

—¿Ocurre algo?

—Sí, que me estás volviendo loco y no puedo esperar.

—¿Qué...?

Bernat se acercó a ella con pasos lentos. Le daba tiempo para frenarlo, pero Mariona lo único que hizo fue dar unos pasos hacia atrás, hasta que se topó con la mesa. Con ambas manos Bernat le cogió la cara.

—Voy a besarte.

Y sin tiempo a que ella dijera algo que estropeara el momento, hundió su lengua en la boca jugosa que se le entreabrió al posar sus labios. Con un brazo le rodeó la cintura y la atrajo hacia él mientras con la mano libre la agarraba por la nuca. En un primer momento ella interpuso la mano cerrada entre los dos, pero a los pocos segundos la abrió y apoyó sobre su pecho. Sintió que Mariona desfallecía y se pegaba más a él, buscando su contacto, se volvía osada y profundizaba el beso. Aquello lo hizo enloquecer.

La deseaba, cuánto la deseaba, aunque Mariona Losada era una mentirosa. Se hacía la indiferente, pero en aquel instante temblaba en sus brazos. Se dijo que tenía que jugárselo todo si quería conseguirla.

Sus manos cobraron vida: se posaron en su cintura y subieron por sus costados. La notó inquieta, pero no interrumpió el beso. Cuando ella pasó sus brazos alrededor de su cuello y enterró los dedos en su nuca, quiso más. Al pasar las manos por la altura de sus senos, atrapó un pecho y ella gimió en su boca. Le gustaba; le gustaba y quería más, se dijo.

La miró para leer en su rostro aquel deleite y ella no se lo ocultó. Entonces, con un gesto brusco, la tomó por la cintura y la sentó en la mesa, entre dos sillones grandes. Quiso acercarse hasta que sus cuerpos se rozaran, para que ella sintiera lo que provocaba en él, pero el vestido no le dejaba.

—Si pudiera te quitaba este traje, solo para poder tocarte.

—Eres muy atrevido, Bernat —dijo ella sin dejar de mirarlo—. No es tan fácil, llevo varias enaguas debajo.

Mariona era la perfecta señorita en sociedad, pero en la intimidad era apasionada y curiosa. Y lo incitaba.

Lo agarró por las solapas, lo acercó a su boca y le acarició la comisura de los labios con la punta de la lengua, como si quisiera averiguar si ella también podía tentarlo. Él gimió y le dijo que era una provocadora. Entonces ella lo besó con descaro y ansias renovadas y Bernat comprendió que era suya. Por un instante recordó al señor Allen, pero de un manotazo imaginario lo espantó. No era él quien iba a tenerlo en cuenta. Aunque aquella conducta de su adorada lo confundía, se dijo que si de verdad quisiera al inglés no lo besaría a él con tanto arrebato.

Bernat abandonó sus labios para bajar por su mandíbula hasta la parte alta de sus senos, que subían y bajaban apretados por el corsé en una respiración dificultosa.

Sin dejar de mirarla a los ojos, rozó uno de sus pechos y lo acarició con pequeños círculos, amasándolo. Ella se estremeció. Sus pupilas parecían arder y en un movimiento sinuoso, Mariona onduló su cuerpo como si bailara para él. Cómo le gustaría poder aliviar aquella sensación que, como bien sabía, le abrasaba su zona más íntima. Pensó en meter las manos bajo la falda y darle el placer que ella buscaba y no sabía cómo obtener, pero temía que los descubrieran.

—Esta es una parte muy sensible —le dijo para provocarla. Ella se mordió el labio y él continuó con círculos concéntricos sobre su pecho por encima del vestido. Luego llevó dos dedos a la boca de Mariona y los introdujo un poco; ella los chupó enajenada. Ya húmedos, los pasó por el borde del escote e introdujo uno hasta rozar el pezón. Mariona estaba tan entregada a aquellas sensaciones que, sin darse cuenta, dejó caer su cabeza hacia atrás y arqueó la espalda. Bernat hundió su boca y su lengua en aquel pecho que se le entregaba.

Por unos segundos los gemidos de ella se mezclaron con la música que desde fuera le llegaba. Los músicos habían vuelto de su descanso. Si hubiese podido, la habría tomado allí mismo, pero le sobraba ropa y le faltaba tiempo. Así que, sin pensarlo, pinzó con dos dedos el pezón enhiesto y se bebió el gemido que ella soltó.

—Vamos a tener que detenernos, preciosa, pero más pronto que tarde acabaremos esto.

Ella lo miró como si saliera de un encantamiento y, azorada, se bajó de la mesa y compuso sus ropas. Ni siquiera lo esperó para salir de allí.

A la mañana siguiente, cuando Bernat llegó al periódico, Rufino lo esperaba. Sin darle tregua, empezó a hablarle de una bodega reconvertida en sala de espectáculos cerca del puerto. Un lugar al que antes solo iban estibadores y ahora parecía un espacio que agradaba a todo el mundo, y donde personas de diferentes clases sociales no se inmutaban por compartirlo. Allí se mezclaban obreros de las fábricas y trabajadores de los comercios con jóvenes burgueses, ávidos de sensaciones. El muchacho, emocionado, le explicaba algo sobre mujeres fáciles y hombres que soltaban la lengua tras beberse algunos vinos. Bernat no sabía de qué le hablaba y le pidió que se detuviera y le diera tiempo a despejarse.

Aunque se había dado un baño bien temprano, no había conseguido aliviar el cansancio tras una noche de insomnio. Y no era por haber trasnochado, sino porque no lograba sacarse a Mariona de la cabeza. La evocaba una y otra vez entregada a sus besos y caricias. Sabía que tenía que dormir y descansar, pero no podía. ¡Si hasta había contado ovejas de forma imaginaria para atrapar al sueño! Aunque el resultado obtenido había sido un fiasco, a él no le había servido. Así que pensó que quien le había hablado de aquel remedio se había burlado de él a base de bien.

«Jamás volveré a hacer caso a palabras de bares», se dijo mentalmente, y presionándose las sienes con ambas manos, se dirigió al muchacho.

—A ver, Rufino, no te entiendo un carajo. ¿Se puede saber de qué me estás hablando?

—Anoche acompañé a mi primo a un sitio nuevo. Está muy concurrido, porque varias artistas amenizan la velada, cantan y bailan para el personal. No es el Novedades, pero no tiene mucho que envidiarle, es más bien como el Edén Concert. El dueño lo ha renovado y ha traído a una cantante de éxito, así que mucha gente se acerca al local. Hasta van señoritos estirados como tú —dijo el muchacho para provocarlo. Luego añadió—: Ya había ido otras veces antes y siempre había visto grupos de hombres hablando de política y diciendo bravuconadas, señoritingos con sus novias o sus amantes escondidos entre la plebe en una mesa en un rincón oscuro. Pensé que no tenía nada que perder y quizá podría enterarme de algo. Y así fue.

Aquella última frase captó la atención de Bernat.

—Me estaba bebiendo un vino apoyado en el mostrador cuando dos jóvenes no mucho mayores que yo se pusieron a mi lado. Eran del mundo del espectáculo, o eso dijo el camarero que se burló de uno de ellos diciendo que estaba algo torrado. Ese, un tal Blas, hablaba de una mujer y dijo: «Su madre es actriz, pagará todo el dinero que tiene por recuperarla» —repitió, bajando el tono para imitar la voz del tipo.

—¿Has dicho Blas? —Aquel nombre le sonaba, pero no recordaba de qué—. ¿Lo seguiste?

—No. Una mujer de esas que alegran el rato de los obreros se le acercó y le plantó en la cara dos buenos cántaros que hubiesen distraído a cualquiera. Le preguntó si quería quitarse las penas con ella.

Bernat se frustró al imaginar que había perdido la pista, pero el aprendiz era un joven de recursos. Resultó que no fue el tal Blas quien se fue con la puta, sino el amigo, y Rufino dio conversación al desconocido al tiempo que pedía al camarero que rellenara ambos vasos, con la esperanza de soltarle más la lengua. Pero lo único que obtuvo fueron las lamentaciones de un novio al que por lo visto habían abandonado.

—¡Blas! El tramoyista —exclamó Bernat de pronto, y se dio con la mano abierta en la frente—. ¿Cómo he podido olvidarme de él?

—¿Lo conoce, jefe?

—No, pero lo vamos a conocer. La madre de Jacinta lo mencionó.

Aquella conversación lo había espabilado. Todavía no podían ir al teatro, así que subieron a la redacción y se dedicó a escribir algo publicable para su jefe. Luego incluso tuvo tiempo de redactar un artículo acerca de las escasas pistas sobre el autor del atentado del Liceo y una descripción de los arreglos que se estaban haciendo en el teatro para el señor George Earle Buckle, editor del Times.

Antes de comer localizó a Miguel Galán. Si quería ir a hablar con el tal Blas, pensó que era mejor hacerse acompañar por el policía, no porque temiera que el muchacho fuese a escapar, sino porque habían acordado compartir la información y no podía ser el primero en saltarse el trato.

Cuando llegaron al teatro, Rufino le dijo que él prefería no acompañarlos.

—Nunca se sabe el sambenito que van a colgarle a uno por ir de amigo con la policía —dijo burlón—. Así no me asocian con ustedes y yo puedo seguir yendo por libre, incluso seguir al maromo o hacerme amigo de él, según convenga.

A Bernat le pareció buena idea. Rufino tenía madera de periodista de investigación.

Tras la denuncia de la desaparición de la muchacha, Galán ya había hablado con Blas, y con la gente del teatro, quienes parecían ser los últimos que la habían visto, pero al escuchar lo que Rufo había descubierto, pensó que algo no había dicho el tramoyista.

El teatro parecía una leonera. Ante la baja asistencia de público, el productor y promotor del espectáculo había decidido renovar la decoración. El personal que se ocupaba de los mecanismos que se usaban durante la representación para cambiar decorados parecían haber hecho una pausa y algunos cortinajes y entoldados yacían sobre la tarima del escenario.

Miguel Galán fue directo hacia dos jóvenes que, sentados en el suelo, fumaban un cigarrillo.

—¿El señor Blas Pungolas...?

—Si buscan al Blas es aquel.

Por un segundo, Bernat se quedó absorto en los malabares que el hombre hacía con el cigarro que tenía entre los dedos, moviéndolos al tiempo que señalaba hacia un muchacho que parecía leer un folletín en un aparte, bastante retirado del grupo.

Sin mucha ceremonia se despidieron y se acercaron al solitario joven. Al percibir la cercanía de alguien, este levantó la vista de las hojas que leía.

—¿Blas Pungolas? —preguntó Miguel Galán con voz autoritaria.

Les faltaban unos pasos para llegar a él, pero el muchacho debió de intuir que eran problemas, porque se levantó con rapidez y salió corriendo.

—Odio que hagan eso —espetó el inspector.

Bernat y el policía lo siguieron. La suerte no acompañó al mozo, cuya huida se vio interceptada por una puerta cerrada. Galán lo cogió por la chaqueta y lo zarandeó a la vez que le decía muy cerca de su cara.

—¿Adónde ibas, estúpido? Así pareces culpable de lo que sea.

—No tengo el dinero.

—¿Qué dinero?

—¿No son gente de Peláez?

—¿Tenemos pinta de ser unos matones? —preguntó Bernat con furia. Con la carrera se había enganchado el abrigo y se lo había agujereado.

El otro se encogió de hombros y negó con la cabeza. Galán, menos beligerante, le dijo quién era y le explicó que querían que les hablara de la señorita Jacinta. Bernat añadió que sabían que eran «amigos», pronunciando la palabra con una entonación que implicaba otra cosa.

—No soy su novio, si es lo que insinúa. Y no sé dónde está. Ya se lo dije a su madre y a la policía.

—Pues no te creo —señaló Bernat.

—Bueno, como si eso me importara.

Se ganó una colleja de Galán. El muchacho pareció pensarse lo que iba a decir y soltó, preocupado:

—Lo juro, no sé dónde está. Salíamos a veces, esa niña estaba muy sola y quería molestar a su madre. La llevé a una reunión de anarquistas, en la trastienda de un comercio, de ahí sacó los papeles políticos que tenía, pero ella no estaba interesada en esas cosas...

—¿Y tú sí? —preguntó con rabia el policía—. ¿Eres amigo de esos locos que ponen bombas para atemorizar al pueblo?

—Yo de las bombas no sé nada, pero algunos de esos líderes de los sindicatos saben lo que dicen: el empresario nos explota, el trabajador quiere comer y vivir tranquilo de su trabajo.

—¡Eh! Que no estamos en un mitin —se impacientó Bernat—. ¿Sabes dónde puede estar la señorita Jacinta?

Blas trató de esquivar el nuevo zarandeo que le dio Galán y se zafó con rabia.

—Vienen un poco tarde a preguntar, ¿no les parece?

La cara de malas pulgas del policía debió de animarlo a soltar la lengua.

—No, no lo sé. No era el único con el que se juntaba. Creo que conoció a alguien, alguien que debía de tener más dinero que yo, claro. Jacinta es muy inocente, yo le decía que no podía fiarse de cualquiera.

—Pues yo creo que sí lo sabes —señaló Bernat, e hizo alusión a lo que Rufino había escuchado en la sala para calibrar la expresión de su cara al sentirse descubierto—. Pienso que la tienes escondida y quieres pedir un rescate, porque su madre tiene dinero.

Galán lo sujetó fuerte por el brazo, quizá para que no tratara de escapar de nuevo, y le dijo que si les mentía iba a meterlo en el agujero más oscuro de los calabozos hasta que dieran con ella. Blas, con los ojos muy abiertos, quizá extrañado por que supieran aquel dato, declaró su inocencia entre quejas.

—Eso... eso lo digo cuando voy preguntando por ella, le prometo a la gente que su madre pagará dinero por saber de su paradero. Yo... la estoy buscando...

—¿Has descubierto algo? —quiso saber Galán con curiosidad.

Él negó con la cabeza en actitud de derrota.

—Nada, y eso es lo que me preocupa. Parece como si se la hubiera tragado la tierra.