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De regreso en la residencia de señoritas tras terminar su jornada en el hospital, Mariona se encontró con un paquete y una carta de Inés, donde le anunciaba que Gonzalo tenía que dar unas conferencias en Londres. Ella no podía acompañarlo, pero aprovecharía para enviarle algunas cosas. Sin embargo, no había querido hacerla esperar y le hacía llegar por correo el vestido que le había pedido para la fiesta benéfica que iba a dar el hospital.

La idea de ver a su hermano y compartir con él unos días la llenó de alegría. No eran pocas las veces que se sentía sola en aquella ciudad; a pesar de las amistades que había establecido y lo feliz que se sentía ejerciendo la profesión de sus sueños, echaba de menos a su familia. Cuando abrió la caja, meticulosamente embalada, descubrió una preciosidad de color marfil que le encantó, además de una prenda que le provocó una sonrisa: un corsé de seda adornado con cintas rojas que se abrochaba en la parte delantera con corchetes. Aquel detalle pícaro de su cuñada le hizo olvidar las duras horas de guardia en el hospital y de la nueva paciente a la que había atendido.

Tras guardarlo todo en el armario, miró el reloj y calculó el tiempo que tenía para echar una cabezada; más tarde se probaría el vestido, aunque sospechó que le quedaría como un guante.

Despertó con unos golpes en la puerta de su alcoba. Se había tumbado vestida y, tras los primeros momentos de confusión, fue a abrir. Encontró a Emma, lista para salir.

—¿Estabas dormida? —le preguntó con asombro. Mariona la hizo entrar en la habitación y cerró tras ella—. ¿No habíamos quedado en salir de compras?

—Sí, es que he regresado agotada y me he tumbado un poco; pretendía dormir media hora, pero veo que ha sido algo más.

—Venga, arréglate, te ayudaré con el pelo. Se te ha arruinado el recogido —dijo su amiga a la vez que señalaba el tocador, pero reparó en algo y preguntó curiosa—: ¿Y esa caja?

—Inés me ha enviado un vestido.

Con un gesto impaciente, Emma le pidió que se lo enseñara. Mariona la dirigió al ropero y se lo mostró.

—¡Oh, es precioso! —comentó Emma, tocando la seda—. Qué suerte tienes con tu cuñada. Pienso gastarme lo que sea necesario para conseguir uno tan bonito como este.

Tenía que reconocer que Inés era un tesoro. Ella y Lali siempre le enviaban prendas confeccionadas por ellas mismas que eran la envidia de sus amigas. La tienda de modas que gestionaba Lali, propiedad de Inés, se había convertido en un referente en Barcelona, y su clientela era muy exclusiva. Emulando a Worth, el modisto inglés afincado en París, habían organizado algunos desfiles en los que unas modelos lucían sus diseños mientras un grupo escogido de damas elegían las novedades de la temporada siguiente.

Ante la proximidad de la fiesta del hospital, Emma le había pedido que la acompañara a comprarse un vestido; solía bromear diciendo que pensaba hacerle la competencia y que ella también quería estar bonita.

—Seguro que sí, démonos prisa.

Al poco tiempo estaba lista con un traje azul y el pelo arreglado con un sombrero. Tras colocarse una chaqueta y coger su bolso y los guantes, ambas amigas abandonaron la habitación.

Habían visitado dos tiendas de Bond Street y Emma no terminaba de decidirse.

—Creo que será mejor ir a una modista —dijo y tiró de ella cambiando de dirección—. Quiero un vestido tan bonito como el tuyo —le dijo entre risas—. Quizá me sale un pretendiente como a ti.

—¡Yo no tengo ningún pretendiente! —protestó Mariona.

—Ah, ¿no? Entonces, ¿a qué se deben las constantes atenciones de mi hermano? Me he dado cuenta de cómo te mira y de que aprovecha cualquier excusa para pasarse por el hospital, y no es para verme a mí precisamente —se burló y Mariona cayó en su provocación.

—Solo somos amigos.

—Él ve en ti algo más que a una amiga... Yo diría que te corteja y no quieres reconocerlo.

—Imaginaciones tuyas... Ya me había dado cuenta de que eres muy fantasiosa —bromeó.

Rieron, pero al momento Mariona se puso muy seria.

—Solo tengo tiempo para el trabajo; además, hace mucho que cerré mi corazón. Elegí ser médico y eso me completa.

—Porque un hombre no supiera quererte no tienes que convertirte en una monja y renunciar al amor. Seguirás siendo médica aunque te enamores, te cases y tengas hijos —resolvió Emma con vehemencia—. Mi abuelo dice que cuando uno se convierte en médico lo es toda la vida, a todas horas.

—Durante mucho tiempo solo ansié dos cosas: ser médico y que Bernat me quisiera. Creí estar enamorada y llegué a pensar que él lo estaba también, pero nunca dio el paso hacia un compromiso y supongo que dejé de esperar —explicó Mariona—. No quiero volver a pasar por eso. En mi corazón solo cabe la medicina.

—¡No tienes que renunciar al amor para ser médica! —exclamó Emma con reproche en la voz—. Eso es lo que haces, a lo que te dedicas, lo que eres; pero puedes ser más cosas. No creo que para ser médicas tengamos que sacrificar nuestra faceta de esposas y madres.

—Tienes razón. Te prometo que voy a tratar de ser más abierta a ese sentimiento —respondió para zanjar el asunto. El tema Bernat, por más que se negara a admitirlo, seguía doliéndole.

—Así me gusta.

Mariona se preparaba para la fiesta a la que iba a asistir en compañía de sus amigas y del apuesto Howard Allen, un evento previo a la gala del hospital. Había estado muy preocupada por su nueva paciente, una mujer a la que habían agredido, con menoscabo a su honor, y a la que tras un examen pormenorizado diagnosticaron sífilis. Ella apenas colaboraba, no hablaba de lo que le había ocurrido y su comportamiento era pasivo. Aquellos síntomas habían animado a la doctora Losada a consultar con Tom Bellamy, tan buen psiquiatra como Gonzalo, sobre el estado mental de la joven agredida. Lo consideraba su referente de confianza en Londres y, cuando observaba que alguna de sus pacientes podía tener la salud mental comprometida, no dudaba en solicitar su asesoramiento. Sin embargo, a pesar de seguir las pautas de Tom, tenía la impresión de que la joven no quería vivir, y sin ese deseo temía que pronto se produciría un desenlace fatal.

Apartó aquellos pensamientos de su mente y decidió que tenía que olvidarse del trabajo y disfrutar de unas horas de distracción y entretenimiento. Le encantaba bailar y pensó que sería una velada extraordinaria. El señor Allen prometía ser un excelente bailarín y ella estaba deseando poder comprobarlo, evolucionando con él por la pista. Necesitaba nuevas emociones que la ilusionaran.

Abrió el armario para coger una capa que la abrigara; una caja llamó su atención y recordó que la doncella le había dicho que allí había guardado algunos guantes que utilizaba poco. La abrió para elegir unos más gruesos, pero lo que encontró la desmoronó. Bajo unos guantes de cabritilla ribeteados y decorados con galones dorados encontró unas cartas unidas por un lazo rojo. Sabía que eran cinco misivas, cartas que nunca había respondido, y en ese momento sintió que todo lo que había enviado al fondo de su mente volvía en un suspiro.

La sombra de una idea la entristeció.

«Deja de pensar en lo que pudo ser y no fue —se recriminó al sentir que, de nuevo, Bernat se colaba en su pensamiento y en su corazón—. Hace tiempo que dijiste adiós a esa posibilidad».

No entendía cómo era posible que, después de tanto tiempo, aún siguiera en su mente y en sus sueños, pero se convenció de que era porque esta vez sí se disponía a decirle adiós.

Se agarró a aquella idea y volvió a centrarse en el inglés, desterrando la caja de su vista y colocándola en una balda más alta, entre los sombreros.

Howard Allen no se había andado con rodeos, y ella no era ingenua. Notaba sus atenciones y miradas. La había invitado a tomar un chocolate con su hermana algunas tardes y, según su amiga, estaba prolongando su estancia en Londres antes de regresar a Surrey. Mariona no albergaba ninguna duda de que estaba interesado en ella y tuvo que examinar sus propios sentimientos. No se sentía enamorada, pero sí ilusionada como no pensó que podría volver a estarlo.

Decidió que, si el señor Allen se le insinuaba, iba a pensar su propuesta.

Cinco horas después, cuando volvía a estar a solas en su habitación, Mariona hizo balance de la velada. Había bailado con el señor Allen y se congratuló al no haberse equivocado en su impresión.

—No me es indiferente, y usted lo sabe —le había dicho, seductor.

Ella había coqueteado de forma abierta con él. Sintió que en ella nacía el deseo de conocerlo, de experimentar qué era ser cortejada por un caballero tan apuesto que la miraba con arrobo. Un hombre que no dudaba. Se notó emocionada al evocar el beso que él le había dado, cuando la atrajo a un rincón donde nadie podía verlos.

—¿Qué hace? —preguntó sin que su voz denotara queja o enfado.

—Quiero que nadie nos vea, me gustaría besarla. ¿Me lo permite?

Subyugada por su mirada penetrante, asintió. Fue un beso intenso, vehemente, no podía negarlo, pero le habría gustado mayor pasión. No pretendía que la agarrara del pelo y le deshiciera el peinado, pero sí la habría emocionado más un abrazo más ardoroso.

«Ha sido un buen beso —se censuró—. No trates de negarlo porque no es “él”».

Se dio cuenta de que ella misma trataba de sabotear sus propios sentimientos. Había sido un buen beso, caluroso, incluso, aceptó al fin.

Se acostó enseguida. Al día siguiente tenía que llegar pronto al hospital y se habían demorado en la despedida. Estaba agotada y el sueño la atrapó con rapidez, pero pocas horas después se despertó sobresaltada. Se llevó los dedos a los labios y espetó molesta:

—¡Maldito Bernat! ¿Qué haces en mis sueños?

Su mente había recreado una escena vivida hacía ya varios años. Estaban en el parque de la Ciutadella en un rincón resguardado de la mirada de curiosos. Él le susurraba al oído palabras bonitas, milongas suyas. ¡Canalla! La enojó descubrir que su cuerpo temblaba al recordar la sensación que le había provocado ese beso. Ni siquiera el paso del tiempo había borrado de su mente el escalofrío que le había atravesado la espalda y las llamas que había sentido en el estómago. El deseo, un torrente de lava, había recorrido sus venas entonces, y también lo hacía en aquellos momentos. Aquella sensación de abandono y anhelo, antes de que Bernat acercara sus labios a los suyos y la tentara con un beso, la había perseguido en sus fantasías oníricas.

Casi como el humo, el sueño que la había embriagado se esfumó. Retazos de imágenes, como las piezas rotas de un jarrón, permanecieron en su mente junto con la ardiente sensación en los labios de un beso de amor.

Se sintió molesta y confusa. Su mente tenía una curiosa forma de decirle que ante ella se abrían dos caminos; para avanzar por uno, debía dejar el otro atrás.

Pensó que aquel recuerdo regresaba para torturarla justo cuando había decidido darse una oportunidad con otro hombre. Tenía que olvidarse de Bernat; sí, así lo haría y se centraría en lo que Howard quisiera ofrecerle.