5

Mariona dejó escapar un suspiro que más parecía un bufido de frustración que la congoja melancólica de una señorita. No sabía dónde podía haber guardado los guantes de cabritilla, los ideales para aquella noche, pues combinaban a la perfección con el fabuloso vestido que su cuñada le había enviado. El recuerdo de su madre con uno de sus consejos sobre cómo ser una buena dama acudió a su mente y se sonrió.

«¡Ay, madre! Nunca seré la hija que deseabas».

En mitad de su habitación y con las manos apoyadas en las caderas, miró a su alrededor. Tenía algunas cajas abiertas en la cama y el tocador, varios vestidos sobre un diván, medias dejadas de cualquier manera y un par de zapatos y unos botines tirados por el suelo al descuido. Pero ni rastro de los guantes negros ribeteados con crepé de seda plisada y decorados con galones bordados. Londres había hecho de ella una joven desordenada, aunque su madre diría más bien que se había convertido en «una niña caprichosa», aunque ella no sabía si aquello era bueno o malo. Lo que sí consideró benéfico fue la sensación de libertad de la que gozaba.

Pensó que de un momento a otro entraría la doncella y se llevaría las manos a la cabeza al ver el maremágnum. Tenía prisa. Ya la ayudaría en otro momento.

¡Pero si hacía poco que los había visto! Pero ¿dónde? Resignada a ponerse otros guantes, sacó del cajón del tocador unos de fina piel de Suecia y los dejó encima del mueble, se alisó unas arrugas imaginarias de la falda y se removió dentro del ceñido corpiño. Si se hubiera atrevido habría ido sin él, pero la buena de Inés, además del vestido, le había enviado también algunos corsés diseñados por ella misma, mucho más cómodos que los que le encargaba su madre. Cuando los llevaba se sentía más sensual.

Desde que su cuñada y amiga diseñaba ropa interior femenina ya no usaba otras prendas que no fueran las suyas. Por alguna asociación, en su mente se instaló la imagen de un sueño que se le repetía desde hacía unas noches: una quimera en un rincón de un parque. Quizá eran aquellas cartas las que le habían traído a Bernat a su memoria. Se había negado a releerlas; sin embargo, poco importaba, pues sabía qué decían. Eran la prueba de que él no sentía nada por ella, nada más que amistad.

Ahuyentó esas ideas con un gesto de la mano. Era una mujer nueva, Londres la había cambiado y lo que pudo ser con Bernat ya no la afectaba. No había nada como la distancia para olvidar un cariño. Había decidido aceptar su futuro y, con este pensamiento, el señor Allen se apareció en su mente. No iba a desaprovechar aquella oportunidad, su corazón estaba en paz.

Miró el reloj de la cómoda. Sus amigas ya estarían listas y ella debía darse prisa. No podían llegar tarde al hospital. Era la noche de la gala benéfica y habían trabajado mucho para que fuese una velada memorable.

Contempló los guantes de piel de Suecia que descansaban sobre el tocador. Tenía que apurarse. ¿Qué más daba los que llevara?, se dijo para convencerse. Sin embargo, cuando iba a colocárselos, una idea cruzó su pensamiento. «Guantes y cartas». Los guantes que buscaba estaban en la caja con las cartas.

Con prisa fue hacia el armario empotrado en la pared y, de puntillas, tanteó la balda que había sobre la barra en la que colgaban los vestidos y donde guardaba los sombreros. Recordó que allí había remetido la caja que buscaba. Con los dedos tocó una, más pequeña que el resto, y entonces supo que la había encontrado. Se estiró aún más para alcanzarla y, cuando lo consiguió, gritó de emoción.

—¡Eureka!

Al abrirla vio los guantes que buscaba, sobre el hatillo de misivas que parecían desafiarla.

Depositó el paquetito sobre el tocador, junto al perfume y el maquillaje que había utilizado. Si hubiese sido más valiente las habría quemado, pero se limitó a observarlas, indecisa. Su corazón no dio ningún brinco. Resignada, se limitó a recordarse que le había dicho adiós, porque ante ella se abría un nuevo cariño.

—Mejor así. Cada uno siguió su camino —dijo al aire.

Estaba orgullosa de lo que había conseguido. Otra ciudad le había dado la oportunidad que la suya propia le había negado y ya no era la misma de antes, Mariona había quedado atrás. Ahora era Elvira Losada, doctora especialista en mujeres y niños. Quizá la sociedad no la veía apta para atender a personas del otro sexo, pero era muy competente ayudando y cuidando a las del suyo. Ser médico no estaba reñido con tener una familia y se propuso seguir la estela de su cuñada, que había luchado por dirigir su propia empresa y ser dueña de su destino.

Se reafirmó en la idea de que estaba donde quería estar y de que iba a darse una oportunidad de ser feliz. No quería que nada ni nadie le estropeara la noche. Era la fiesta para recaudar fondos para el hospital. Estaba radiante con aquel vestido. Seguro que no le faltarían parejas de baile... y luego estaba Howard, un hombre muy apuesto que le gustaba. Se sentía muy cómoda con él, y él no había disimulado su interés por ella. Estaba deseando que llegara Gonzalo para presentárselo, su opinión era importante para ella.

Relegó todos sus pensamientos al fondo de su mente y, con cierto desdén, abrió el cajón del tocador y lanzó dentro el paquetito de cartas, unidas con un lazo rojo, como si así también desterrara a Bernat al olvido.

Justo en aquel instante, en el que su corazón zozobró, escuchó unos golpecillos en la puerta y supuso que su amiga venía a buscarla.

Se equivocó, era la doncella. La joven recorrió la habitación con una mirada de asombro y Mariona se abochornó. Con bastante apuro quiso guardar una de las prendas que descansaba tirada de cualquier manera sobre la cama.

—Déjelo señorita, yo me encargo.

—Me avergüenzo de haber sido tan desordenada —se disculpó.

La doncella sonrió.

—No se preocupe, señorita. Esto no es nada para cómo están otras alcobas —afirmó la sirvienta con humor—. La mayoría están alteradas con la fiesta.

—Hoy es un día muy importante para el hospital.

—La señorita Allen y la señorita Barker la esperan en el vestíbulo, me ruegan que le pida que se apresure.

—Oh, tenía la secreta esperanza de no ser la última —observó, luego sonrió con una mueca de resignación a la vez que se colocaba los guantes que tanto había buscado. Al terminar, cogió una capa y el bolso y salió de la habitación. Mientras bajaba las escaleras, observó que otras chicas ya estaban congregadas en el vestíbulo, pero le fue fácil distinguir a sus amigas. Junto a ellas, un apuesto caballero no le quitaba la vista de encima.

Mariona estaba nerviosa al llegar al edificio donde se celebraba la gala benéfica del hospital. Iba del brazo de Howard y sentía muchas miradas sobre ellos. Él era extremadamente apuesto y no pasaba desapercibido.

La flor y nata de la sociedad inglesa, que había pagado una considerable suma de dinero por asistir, y se congregaba ya por el salón y las zonas adyacentes, reservadas para que los invitados pudieran pasear y sentarse a conversar o descansar. En una salita adjunta al gran salón se había colocado una extensa mesa con platos y bebidas, el ágape y refrigerio para los asistentes. Un enjambre de sirvientes se afanaba para que todo estuviera a punto y perfecto, y los miembros de la orquesta empezaban a salir para ocupar sus lugares en el escenario preparado para tal fin.

El salón estaba precioso. Todo se había cuidado con esmero para que el espacio fuese acogedor. Mariona se sintió orgullosa del trabajo que habían hecho ella y otras compañeras, capitaneadas por la doctora Garrett, para que la gala fuese todo un éxito. A la entrada del salón habían colocado una mesa en la que dos de las secretarias del hospital recogían las donaciones de los asistentes y vendían boletos para los bailes que se sorteaban. Tanto Mariona como sus amigas se habían presentado voluntarias para participar en aquella subasta de bailes y ella tenía la secreta esperanza de que Howard comprara los boletos, si no para los tres en los que iba a participar, sí para el vals, a su entender el más bonito de los bailes.

Mientras Howard había ido a dejar los abrigos al guardarropa, Mariona, Emma y Sarah fueron a saludar a la doctora Elizabeth Garrett, que conversaba con otra de las anfitrionas de la fiesta. Se trataba de lady Danielson, una de las damas más influyentes de Londres, cuyo padre había sido miembro de la Royal Society y, debido a su amistad con Elizabeth, había patrocinado la gala.

—Lady Danielson, qué alegría verla —la saludó Mariona.

—Yo también me alegro de verlas, señoritas... Doctora Losada, doctora Allen, enfermera Barker —respondió la dama y las saludó una a una—. Tengo que felicitarlas, ha quedado todo precioso.

—¿Se sabe si ya están a la venta las papeletas de los bailes? —quiso saber Sarah, que parecía impaciente.

—Seguramente... —respondió Garrett—. Al menos espero que lo hagan antes del pequeño discurso que tengo preparado, aunque tal vez sea después. Señoritas, hoy todas bailarán por el hospital.

Se sonrieron con aire de complicidad. La doctora Garrett iba a sacar los colores a más de un caballero al pedirles que aflojaran la cartera por una buena causa: el New Hospital for Women de Londres. No solo se iban a obtener donativos por los bailes, sino que, gracias a la influencia de lady Danielson, tenían varias piezas de arte donadas por personalidades importantes de la sociedad, que iban a ser subastadas. Con el dinero que se recogiera, tenían previsto comprar nuevo material médico, así como sufragar más camas y personal sanitario.

La doctora Garrett les entregó una pequeña cartulina a cada una, con un número dentro de un círculo.

—Como es probable que la mayoría de los caballeros no las conozcan, se ha asociado a cada nombre un número. Este es el que les corresponde a cada una —informó la directora del hospital.

Mariona vio que le había correspondido el siete. «Mi número preferido», pensó. Junto al número aparecía su nombre completo: doctora María Elvira Losada.

La directora y lady Danielson se despidieron y ellas dieron una vuelta por el salón, saludaron a algunas compañeras que estaban con sus familias y buscaron un lugar donde acomodarse. Al momento Howard llegó hasta ellas. Con un gesto disimulado se colocó junto a Mariona y le susurró al oído:

—Quizá podría dedicarme unos minutos antes de que empiece el baile. Me gustaría hablar con usted, a solas.

Mariona lo miró con una sonrisa tímida y asintió.

—¿Por qué no vamos a por un refresco? Falta poco para el discurso y luego habrá mucha gente —sugirió Emma. Mariona dio su conformidad con un leve gesto de cabeza y miró al señor Allen.

—Sí, vamos —respondió él. Luego, acercándose a Mariona de nuevo, susurró solo para ella—: Ya buscaremos el momento para poder hablar, quizá el invernadero sea un lugar apropiado.

Al llegar a la sala donde se había dispuesto el refrigerio, Howard, solícito, se apresuró a pedirles un vaso de limonada, mientras cada una llenaba un platito con algunas delicias.

—Aquí está, junto a los pasteles —dijo alguien detrás de Mariona.

La voz le era muy conocida. Dejó el plato en la mesa y se volvió con una sonrisa pintada en la cara.

—Querido Tom, empezaba a pensar que no vendrías —respondió. Pero al ver la dama que había a su lado se lanzó a sus brazos—. ¡Mathilda! No esperaba verte por aquí.

—El doctor me ha dado permiso —bromeó su amiga, que miró embelesada a su esposo. Mariona miró de reojo hacia su vientre.

—¿Te encuentras bien?

Mathilda estaba embarazada de muy pocos meses, Tom le había comentado que algunas mañanas no se encontraba bien. Ella le había dado algunos remedios, pero no esperaba verla en la gala. Aunque su cuerpo estaba más ancho para el ojo experto, aún faltaban meses para que se notara su estado.

—Sí, muy bien; no quería perderme este momento —respondió antes de moverse y dejar a la vista a quien tenía a su espalda.

—¡Gonzalo! Pero... pero... —Mariona no pudo terminar la frase; se lanzó en los brazos de su hermano y sintió que los ojos se le inundaban de lágrimas mientras le hablaba apoyada en su pecho—. No te esperaba hasta mañana. Qué alegría, por Dios, qué alegría tenerte aquí.

—Hermanita, no se te ocurra llorar y arruinarme el traje —le advirtió Gonzalo entre risas—. Quería darte una sorpresa y te engañé un poquito sobre mi llegada.

Mariona sonrió. Se sentía llena de felicidad por poder contar con su hermano precisamente aquel día tan importante, y agradeció el detalle. Él le retiró con cariño una lágrima que se había desbordado de sus ojos. «Son de alegría», dijo en un susurro para él. Deshizo el abrazo y buscó a su cuñada entre las personas que había a su alrededor.

—¿Dónde está Inés? No la veo.

Gonzalo se hizo a un lado, abriendo un poco más su campo de visión, a la vez que le dijo que su esposa no había podido acompañarlo, aunque no había venido solo.

Entonces lo vio.

Frente a ella.

Bernat Ferrer la contemplaba con una expresión indescifrable.

Mariona tuvo que hacer un gran esfuerzo para que no se moviera ni un músculo de su rostro. No quería darle la satisfacción de mostrarle que se alegraba al verlo, nada de eso, pero justo cuando creyó conseguirlo, él le sonrió y toda su templanza se fue al traste. Por un segundo, quizá dos, casi se olvidó de respirar. Era injusto; cuando había decidido darse una oportunidad con el señor Allen, su pasado regresaba para hacer que le temblaran las rodillas. Aquella sonrisa ya había derretido su corazón una vez, pero no iba a dejar que lo hiciese una segunda. Aunque tuviera que poner todo su empeño en ello.

Maldito Bernat, ¿por qué tenía que estar tan terriblemente guapo? Ella se había creído inmune a sus encantos, pero se había equivocado. Un cosquilleo familiar le recorrió el pecho y sintió algo similar en su estómago. ¡Dios bendito! Si hasta las piernas las sentía de mantequilla.

«Tienes que cortar esto. Recuerda que te abandonó».

Aquello fue suficiente para retomar el control de su cuerpo y disfrazar toda su ansia de desdén.

Le devolvió una mirada insulsa, como si no le afectara su presencia. Él estaba serio y sus ojos oscuros se le clavaron como dagas, quizá porque había visto que Howard se había acercado. A Mariona se le había olvidado lo gallardo que le había parecido siempre y allí, en aquel entorno, donde nunca lo imaginó, destacaba entre los demás. Para su consternación, daba la impresión de que él no reparaba en nada de lo que ocurría a su alrededor, pero ella, que quería salir corriendo de allí y maldecir a pleno pulmón, se dio cuenta de que era el centro de atención y se llevaba demasiadas miradas. Vestía de negro, con una camisa blanca impoluta. El muy cretino estaba guapísimo, y lo peor era que él lo sabía.

De repente Bernat volvió a sonreír y se le iluminó el rostro. Mariona se censuró porque casi se tambaleó al perder la firmeza de sus piernas. Irguió la espalda y se dijo que no iba a permitir que le afectara lo más mínimo ni aquella sonrisa, ni su apariencia.

—Me alegra verte, estás preciosa.

—Buenas noches, señor Ferrer —respondió sin emoción en la voz, y marcó distancia con el modo de tratarlo—. Su presencia sí que ha sido toda una sorpresa.

Bernat forzó aún más la expresión risueña y gesticuló con las cejas.

—Mariona, pero qué formal te has vuelto en Londres.

La molestó escuchar su nombre en sus labios; aquel nombre cariñoso con el que la llamaba su familia, sus amigos y sus seres queridos. En realidad, todo en él la molestaba, pero sobre todo la incomodaba cómo la miraban sus amigas y el propio Howard. Aquello no podía estar pasando. Bernat allí, como si se hubiesen visto el día anterior. Si se hubiese pinchado con un alfiler, tal vez no habría sangrado.

—Aquí me conocen como doctora Losada, María Elvira Losada.

Él tomó su mano, en la que depositó un delicado beso, y dijo en un murmullo:

—Aquí pueden llamarte como prefieras, pero para mí siempre has sido Mariona.

El tono que empleó le hizo saber que no le importaba que los demás lo oyeran. Quizá sus amistades no entendían el español, pero por supuesto, captarían la familiaridad de su trato. Si las miradas matasen, la que le dedicó lo habría fulminado en el acto.

Un carraspeo femenino a su espalda la devolvió al lugar, y se movió. Emma llamaba su atención.

—Querido Gonzalo —dijo mirando a su hermano y agarrándose a su brazo para sentir la seguridad que le daba. Habló en inglés, para que sus amistades la entendieran—. Te presento a mis amigas, la señorita Emma Allen, doctora en el hospital como yo, y la señorita Sarah Barker, una de las enfermeras más eficientes que conozco —explicó. Las dos sonrieron—. Y este es el señor Howard Allen, hermano de Emma y también un buen amigo. —Se dirigió al pequeño grupo y continuó las presentaciones—: Mi estimado hermano, el doctor Gonzalo Losada, y su amigo, el señor Bernat Ferrer.

—Querida —intervino Bernat de forma mordaz y, para consternación de Mariona, también en inglés, para que todos lo entendieran—, mis credenciales de amigo también te abarcan a ti... Encantado, señoritas. —Les dedicó su mejor sonrisa y les besó con galantería la mano, antes de inclinar la cabeza en un gesto cordial hacia Howard.

Mariona sintió que los hombres se medían, como si fueran dos ciervos que se retaban por la misma hembra, y tuvo la impresión de que ninguno estaba dispuesto a retirarse.