Epílogo

Meses después

Mariona, vestida con una amplia bata y el camisón, leía unas cartas sentada en el secreter que tenía en la antesala de su dormitorio. Tras la cena, Bernat ocupaba un rato revisando las notas del libro que escribía. Tal como se había propuesto hacía meses, relataba la historia novelada de Jacinta Soler mezclada con los acontecimientos que habían sacudido la ciudad el año anterior.

Mariona se sentía orgullosa porque habían logrado establecerse como una pareja moderna y muy unida. Ella seguía con su labor en el dispensario dos días a la semana, y los otros atendía en la consulta privada situada en un ala de la casa de sus padres.

Revisó los sobres que le quedaban por leer y de todos ellos rescató uno que le llamó la atención. Era de Emma, su amiga médica de Londres, de la que no tenía noticias desde hacía mucho. La había convidado a la boda, al igual que a Sarah, pero las dos habían declinado la invitación por cuestiones de trabajo.

Abrió el sobre con impaciencia y leyó con avidez. Su amiga le comunicaba que se había trasladado a Surrey; su padre había estado enfermo y ella decidió que allí también podía ejercer la medicina y, además, cuidarlo. Estaba contenta porque el hijo de uno de los hacendados de la zona se había interesado por ella y acababan de prometerse. Emma le confesaba que solo podía decir cosas buenas de aquel hombre, del que se había enamorado sin darse cuenta.

Por un instante sintió que la respiración se le atoraba al ver el nombre de Howard escrito. Nunca lo habían mencionado en sus cartas, ninguna de las dos, y ella había supuesto que el señor Allen estaba bien, aunque siempre había temido que su amiga le reprochara algo.

Para su sorpresa, Emma le hablaba de su hermano. Le decía que cuando regresó a Surrey estuvo taciturno durante algún tiempo, pero poco a poco había ido recobrando su carácter alegre. Reanudó la relación con su padre y desde hacía un tiempo había comenzado a cortejar a la maestra de la escuela del pueblo. Howard le había pedido que le dijera en su nombre que deseaba que fuera feliz, ya que él lo era. Añadía que nunca podría guardarle rencor y le daba las gracias por haberle enseñado que el amor era algo que no podía exigirse, simplemente se daba.

Emma se despedía con afecto y esperaba que cualquier día su hermano se declarara a la maestra.

Dobló la misiva, la guardó de nuevo en su sobre y se quedó pensativa.

De repente un ruido la hizo mirar hacia la puerta de la estancia.

—No te he oído subir —dijo con una sonrisa a Bernat, que estaba apoyado en el quicio. Su rostro estaba serio y, por un instante, se sintió descubierta.

—Te he visto leer muy concentrada.

—Me ha escrito Emma, mi amiga de Londres.

—Sé quién es Emma —murmuró Bernat con humor.

Él terminó de entrar en la sala y ella lo acompañó hasta la alcoba. Pensó que las malas noticias debían decirse cuanto antes. No quería guardarle ningún secreto que algún día creciera entre ellos dos.

—Me hablaba de su hermano.

—El dandi.

Ella lo miró con aire suspicaz y él se encogió de hombros en un gesto burlón mientras la cogía por la cintura.

—Dime ¿qué le ocurre al señor Allen?

—Nada... Solo me escribe unas palabras de su parte... Espera...

Mariona corrió al secreter y cogió la carta para enseñársela. Al llegar vio que él se había quitado la chaqueta y estaba sentado sobre la cama. Le entregó la misiva y él la leyó con calma.

—Me alegro por él —dijo al terminar—. Sé por experiencia que duele mucho que alguien te robe a la mujer que amas, así que lo respeto. —Bernat le devolvió la carta y luego, con un tono mucho más sombrío, le pidió que se sentara a su lado.

—Me asustas, ¿ocurre algo?

—No, pero acaba de llamarme Miguel Galán con una mala noticia y he tenido que informar al periódico para que escriban una nota.

—Dímelo ya, me tienes en ascuas.

—Han encontrado ahorcado en su celda a Vicente Pons.

—¡Dios mío! ¿No estaba cerca de que se dictara sentencia?

—Sí, pero ya se veía en el juicio que el muchacho estaba mal. La vida en la cárcel no es fácil, y menos para alguien que lo ha tenido todo.

—¿Y su padre?

—No sé, se marchó lejos hace tiempo. No ayudó que Vicente se negara a verlo porque él no movió un dedo para sacarlo de la cárcel... ¡Como si hubiera podido hacerlo! Ese muchacho pensaba que su padre podía borrar de un plumazo todos sus delitos.

—Pobre hombre, lo que tuvo que aguantar. —Bernat la miró con sorpresa y ella se explicó—: No lo justifico, sé que no se portó muy bien, pero me da pena, lo ha perdido todo.

—Bueno, es una tragedia que ya terminó —concluyó Bernat—. Lo que peor me sabe es que los Buendía sacaron a su hijo del país para eludir la justicia y evitarle la cárcel.

Aquello había enfadado mucho a la sociedad. Evaristo Buendía era cómplice de todos los delitos y había desaparecido de la noche a la mañana. La familia también había acabado marchándose de la ciudad, pues sus negocios se desplomaron y en los círculos sociales empezaron a hacerles el vacío por saltarse la ley. El propio Fiveller, el dueño del Paradís, que resultó no ser tan ajeno a lo que ocurría en su establecimiento, según lo acusaron Vicente y el encargado del local, había puesto pies en polvorosa y había cerrado el establecimiento. De aquel escándalo solo Rogelio Artigas se pudriría en la cárcel.

Mariona le había pedido en varias ocasiones a su hermano que hablara con Bernat, temía que el secuestro y la tortura le dejara algunas secuelas emocionales. Gonzalo, con más humor que otra cosa, le comentó que Bernat estaba bien; cada cual liberaba los temores a su modo y él había encontrado que su vida empezaba de cero al despertar de aquel tormento. Ella tenía mucho que ver en eso, solo al ver que lo perdía fue consciente de cuánto lo amaba y le abrió su corazón. Aquel era el regalo que más había ayudado a su amigo para no hundirse en la desesperación.

Bernat se quitó los zapatos y, descalzo, se acercó a la cómoda donde dejó el reloj, una billetera y algunas monedas que sacó del bolsillo. Mariona contempló sus hombros anchos y admiró la forma en que el chaleco se le ceñía por encima de la camisa blanca. Un impulso la recorrió y se le acercó para abrazarlo por la espalda. Jamás había imaginado que se pudiera querer tanto.

—Hummm, esto me gusta —musitó él.

Bernat se volvió y ella lo miró embelesada mientras se retiraba el chaleco y sacaba la camisa de los pantalones. Él debió de leer su deseo, porque la besó a la vez que la sujetaba por la cintura y ella enroscó las piernas en sus caderas. Así la llevó hasta la cama, donde la sentó e hizo que se tumbara, luego posó una rodilla en el colchón, se cernió sobre ella y siguió besándola.

—¿Qué te parece si nos marchamos unos días a la casa de Reus?

—Me encantaría. Tendría que mover las visitas —mintió, pues ya las había cambiado todas. En previsión de la sorpresa que le tenía preparada, se había dejado varios días libres. Y la idea de ir a la casa de Reus le encantaba, se había convertido en un refugio que los dos adoraban.

—Hazlo, yo también los pediré. Quiero tenerte para mí solo durante unos días. No saldremos de la cama en todo el fin de semana.

—Eso suena muy bien —contestó con un suspiro.

Bernat continuaba besándola; torturaba con pequeños mordisquitos su mandíbula y se deslizaba por el fino cuello para bajar lascivo por el escote. Abrió la bata y con las manos se apoderó de sus senos.

Ella gimió, los tenía más hinchados, pero Bernat no parecía haberse dado cuenta. Aquella noche iba a ser la de las revelaciones, pero no pensaba interrumpirlo en aquel momento, sino que se disponía a disfrutarlo. Luego, cuando ya estuvieran sosegados de la pasión que los apremiaba con insidiosa necesidad, le diría lo que había confirmado aquella misma tarde. Se moría de ganas por ver la cara de Bernat cuando le comunicara que iba a ser padre.

Pero eso sería después, mucho después, porque parecía que la noche iba a ser muy larga.