Apenas había podido dormir por culpa del olor infecto. Habían asignado a Antonio una habitación que estaba junto a las letrinas de la planta superior. Había protestado, pero su condición de novato condenaba su petición al silencio absoluto. Además, sospechaba que algo tenía que ver su destierro en el infierno de la pestilencia con el hecho de que su antecesor en la beca hubiera sido un estudiante que fue expulsado por violentar a una muchacha que pertenecía a la servidumbre del colegio y trabajaba en las cocinas. Seguramente lo habían condenado a estos apartamentos insufribles y él pagaba ahora por pecados ajenos.
No era Antonio amigo de mortificaciones ni de penitencias para la salvación, así que todas las semanas se presentaba en el despacho del rector para exigir el cambio de aposento. Y aunque le daban toda la razón, nunca lo trasladaban. En varios meses no hubo mudanzas de colegiales, es decir, ni ingresó nadie ni nadie se marchó, así que las cosas quedaron igual.
En este tiempo entabló amistad con dos compañeros con los que encontró gustos afines, que en ese colegio se limitaban a compartir conversación a las horas del almuerzo y la cena, así como en las horas de estudio en la biblioteca, y en algunos paseos por los claustros y galerías. La vida estaba más allá de los muros del Colegio de San Clemente y Antonio estaba dispuesto a descubrirla. Tenía muy claro cuál era su misión en Italia, pero no iba a renunciar a las aventuras galantes que le sugería esa hermosa señora llamada Bolonia.
Sus buenos amigos en estos años boloñeses fueron Diego de Alvar, que era sobrino del canónigo racionero de la catedral de Toledo, y Rodrigo de Santaella, paisano de Sevilla, un muchacho audaz y cultísimo que tenía claro su destino: dedicarse a la carrera eclesiástica y fundar en su ciudad unos Estudios Generales como los de Bolonia. Pero antes, en estos años de juventud, quería gozar de la vida. Y lo haría hasta sus últimas consecuencias. Para ello se había aliado con Antonio y con Diego para estudiar mucho, pues los tres eran becarios de Teología, pero también para agotar las horas, reír con la amistad, brindar por la vida y holgar con mujeres. Los tres estaban convencidos de que no era mal plan para estos años en Bolonia.
Como quiera que los tres eran estudiosos y disciplinados, además de jóvenes curiosos, agotaban las horas de clase, debatían sobre las lecciones, pasaban largas horas en la biblioteca, pero también apuraban la noche. Eran estudiantes exigentes y no paraban de quejarse de las múltiples carencias que decían que tenía esta domus Hispaniae en las tierras latinas. Antonio seguía exigiendo el cambio de aposento lejos de las letrinas; Diego criticaba que las sopas siempre estaban desabridas porque las cocinas se encontraban lejos del comedor y llegaban frías y sin sustancia por la falta de hervor, y Rodrigo, acostumbrado como estaba a los calores del sur, clamaba por más leña en las chimeneas.
En verdad hacía frío en aquel invierno en Bolonia. Corría el año de 1466 y parecía que varios temporales se habían cebado con la ciudad. El hermoso patio porticado del Colegio de San Clemente de los Españoles estaba lleno de nieve y no era agradable recorrer sus galerías. Tampoco otros lugares de la ciudad, y menos las zonas con soportales que llenaban todo el caserío por las corrientes de cuchillos fríos que atravesaban los pasajes. Estas calles porticadas habían hecho que llamaran a Bolonia la ciudad-refugio. La ciudad docta, con fama por acoger a todos los que tenían sed de conocimientos, también era amable protectora por estos pórticos que amparaban del sol y de la lluvia a vecinos y forasteros. Mas no defendían del frío.
En uno de aquellos días de lluvia, mientras encontraba cobijo bajo los soportales cercanos a la Piazza Maggiore, Antonio se había topado con Francesco, el estudiante de Salerno con el que había coincidido en el viaje a Bolonia. Ambos amigos se abrazaron con alegría y se fueron juntos a celebrar el reencuentro en una taberna. Como hacía frío pidieron una jarra de vino hipocrás endulzado con miel y clavo para entrar en calor. Francesco le relató algunas de sus primeras experiencias en Bolonia y le dijo que disfrutaba sobre todo con las clases del maestro Ludovico de Prato. El doctor había colmado sus expectativas porque el joven buscaba precisamente completar sus conocimientos empíricos con las letras y cánones de latinistas, materia en la que era un reputado catedrático. Salerno era llamada ciudad hipocrática por su gran fama en los estudios médicos, pero las lecciones que allí se daban, aun siendo de gran sabiduría, eran sólo prácticas, según argumentaba Francesco.
–Tengo que aprender de lo que erraron otros y lo que escribieron sobre ello –dijo el joven–. Yo he metido las manos dentro de las vísceras y las conozco a la perfección, pero quiero saber qué hicieron los que me han antecedido. Por eso necesito leerlos y conocer bien el latín, la lengua en la que escribieron.
–Creía que la Escuela Médica de Salerno era el mejor templo de los galenos y el lugar adonde desde hace siglos vais todos los que os empeñáis en matar a los sanos con repurgas y sangrías –bromeó Antonio, algo animado por el vino.
–¡Ya volvéis a vuestras chanzas! Sois incorregible, Antonio. Os confieso que las echaba de menos –dijo Francesco sonriendo–. Sí, pero yo necesito saber más y conocer por arte y doctrina las secretas causas de la corrupción de los humores leyendo lo escrito en libros de hace siglos. Aprender cómo y de qué morían los que vivieron en la antigua Grecia y en Roma.
–Sí, ya sé, el mal de bubas –recordó incómodo Antonio por si despertaba en su amigo el recuerdo de su familia muerta.
–En la biblioteca de la Universidad he encontrado maravillosos tratados sobre la fiebre pestífera. Y el maestro Ludovico de Prato me ha prestado algunos tratados muy poco conocidos –respondió Francesco, aparentemente curado ya de melancolías.
Un par de días a la semana Antonio y Francesco se citaban en la misma taberna y referían lo más destacado que les había ocurrido: los libros descubiertos, las lecciones luminosas y también algunas aventuras galantes, pues no faltaba tiempo para damas. Antonio se recreaba con especial fruición en la descripción de la belleza de las boloñesas y Francesco quedaba embobado por la dulzura con la que su amigo les dedicaba elogios. Francesco parecía ser muchacho discreto, pues apenas mencionaba algún furtivo encuentro que despachaba con dos frases y animaba a Antonio a que continuara con detalle sus historias. Aunque cuando se adentraba en los relatos íntimos, Francesco parecía arrobarse y no lo miraba a los ojos, sino que los apartaba. Así Antonio se dio cuenta de que su amigo parecía ser de esos jóvenes henchidos de amor platónico que se conformaban tan sólo con la idea de enamoramientos que no se consumaban, con imaginar pasiones que nunca se alcanzaban. Un adorador del amor cortés que relataban los libros de caballerías y los romances de corte. Antonio decidió adornar las historias con su arte de aderezar palabras e incluso añadir algunas invenciones sobre sus supuestas historias amorosas con imaginarias damas. Los relatos colmaban la curiosidad de su amigo en estos asuntos de los que no parecía ser tan sabio empírico como lo era en la medicina.
A sus encuentros en la taberna se fueron añadiendo paseos por Bolonia y fue así como Antonio descubrió la profunda nostalgia que embargaba a su amigo. Las amigables charlas siempre terminaban con las confidencias del vino tabernario.
–Decid cuál es vuestro paraíso, que yo os revelaré el mío. A ver quién gana en esta porfía –propuso bromista Antonio.
–No sé si mi paraíso es mejor que el vuestro, pero os aseguro que os placería. Allí crecen plantas que salvan vidas...
–¡Olvidaba que sois de la estirpe de la triaca, los brebajes y ponzoñas de brujas! –dijo Antonio entre carcajadas.
–No os burléis, que yo he visto cómo una mujer a la que habían oleado dos veces porque la creyeron muerta se curó con la raíz de ruibarbo que se cría en aquel lugar –contestó airado Francesco.
–Sí, ya sé lo que escribió vuestro paisano Matteo Plateario, que el ruibarbo es medicina de las que se llaman benditas. Dicen que la sangre afina y que es purga para el cólera –replicó Antonio ante un sorprendido Francesco.
–¿Es que conocéis el manual de Plateario?
–Para refutar a los que yerran hay que conocerlos –continuó Antonio con su chanza.
–No os burléis, que es gran sabio y pilar en los saberes de la Escuela de Medicina.
–Lo sé, he leído a Plateario precisamente para mantener conversación con vos y no pecar de ignorante.
–¿Lo habéis hecho por mí? –se emocionó Francesco mientras sentía cómo el rubor coloreaba sus mejillas.
–Por vos y... porque quiero refutaros en todo.
–No cejáis en vuestra lucha contra los médicos, mi querido Antonio.
Francesco apuró la jarrilla de vino, pero evitó que Antonio volviera a llenársela. Se había dado cuenta de que se le subía el vino a la cabeza y también al corazón.
–No os he revelado cuál es mi paraíso. Con vuestra cháchara de erudito nunca me dejáis terminar una frase –siguió Francesco, viendo por un ventanuco de la taberna que se hacía de noche y lamentando lo rápido que se iban las horas con su buen amigo.
–Perdonadme. Ya veis que se me suelta la lengua con este vinillo. ¿No me habréis echado un bebedizo?
–No seáis necio. ¿Me dejáis que continúe o me retiro ya?
Antonio sonrió al ver el gesto de su amigo que ya le resultaba familiar: una especie de mohín con la boca mientras arqueaba la ceja. Una expresión entre pícara y airada que al instante transformaba en una mirada como de ensoñación o melancolía. Francesco comenzó a evocar el que consideraba su paraíso: el jardín de plantas medicinales de Salerno.
–Recuerdo que allí crecía una mandrágora fabulosa...
–Y ahora me diréis que la utilizabais para componer hechizos –volvió a la carga Antonio.
Francesco hizo ademán de marcharse, pero Antonio lo cogió del brazo para frenarlo. El joven mostró un gesto de dolor, como si la reacción de su amigo hubiera sido demasiado brusca.
–Perdonad, no quería haceros daño. Sólo es que no me esperaba de vos un cuento de mandrágoras. Ahora me contaréis las propiedades de esa raíz mágica.
–Os pido que dejéis de burlaros porque la mandrágora tiene efectos sanadores que no imagináis. Su raíz es capaz de curar la melancolía –continuó Francesco comenzando a emocionarse.
–Nadie ignora que esa escuela de Salerno es más famosa por sus brujas que por sus médicos. Dicen que allí dejan estudiar a las mujeres...
Francesco se levantó enfadado, dispuesto a marcharse al escuchar que su amigo volvía a referirse a las brujas. Antonio estaba desconcertado. Era evidente que ese muchacho no toleraba las bromas. Parecía de un carácter demasiado frágil, poco acostumbrado a trifulcas. Por un momento, lo imaginó pasando un mal trago en el desafiadero de duelos de Salamanca o pasando la prueba de los nevados entre salivazos de capigorrones. Qué rápido habría sucumbido.
Antonio dejó unas monedas sobre la mesa y salió corriendo para alcanzar a su amigo que sin mediar palabra se había marchado. Logró detenerlo y lo agarró de nuevo del brazo, pero esta vez con más delicadeza.
–Ya no sé qué deciros para disculparme. ¿No os dais cuenta de que son burlas? ¿Cómo voy a creer que las sabias que estudian en la Escuela de Salerno son brujas?
–No es eso. ¿A mí qué me importa que allí estudien mujeres? Pero sabed que es, como vos mismo habéis dicho, templo de la sabiduría para los que buscan sanar a los demás y no un criadero de superstición.
Antonio sonrió y pronto encontró la respuesta cómplice de su amigo. Juntos se marcharon hasta la placilla en la que Francesco tenía posada y se despidieron hasta la semana próxima.