Alcalá de Henares, año del Señor de 1522
Padre ha comenzado a olvidar el nombre de las cosas.
Él, que tenía guardadas las palabras en baúles para que no se le escaparan nunca. Pinchadas con alfileritos para luego mostrarlas en la gran obra de su vida, el diccionario donde volcó todos sus saberes.
Recuerdo que cuando era pequeña me advertía que no podía entrar en el aposento donde estaban sus baúles de palabras, porque sabía que haría como con las letrerías de la imprenta, jugaría con ellas y quedarían esparcidas y perdidas por el suelo. En aquellos arcones tenía cosas muy preciadas como palabras de otras lenguas que se hablaban en lugares muy lejanos y que ni siquiera había visitado.
¿Y cómo las ha atrapado, padre, si no ha viajado a esas lejanas tierras? Y él me respondía que las palabras eran aire, sonido y memoria y que las cazaba en los libros de los antiguos y también aprendiendo lo que saben de ellas los hombres de hoy y cómo sirven para nombrar las cosas. Nombrar es crear, me decía.
Y ahora ha olvidado el nombre de las cosas...
Fue el otro día cuando regresábamos de leer la lección en el Estudio. Yo lo había ayudado a subir a la cátedra y cuando confirmé que estaba seguro y que podía leer la lección que yo le había copiado la noche anterior, vi que se quedaba mirando a los estudiantes en silencio hasta que perdió el conocimiento y cayó desmayado.
Dijo el médico que no era nada grave y que se le pasaría pronto y, en efecto, al rato se recompuso y hasta tuvo buen color toda la tarde. Pero por la noche yo me di cuenta de que había ocurrido algo dentro de su cabeza. Al servir la cena me indicó que le apartara un pedazo de cordero, pero no acertó a decir el nombre. Sólo dijo: «Dame de eso...». El sabio que ha escrito el tesoro de todas las palabras es ahora un hombre que no recuerda el nombre de las cosas.
Cuando éramos pequeños durante la cena organizaba un juego que a madre le molestaba. Padre siempre estaba bromeando y haciendo burlas. Y trasteaba en la cocina porque le gustaba destripar a los animales para saber cómo eran por dentro. En la cocina abría pescados para ver las vísceras y buscaba en los corderos el ánima secreta de los corazones. Y hasta tomó la costumbre de colocar pequeños papeles plegados dentro de los animales guisados para que al abrirlos encontráramos el nombre de las partes del cuerpo. Una vez que madre trinchó un cochinillo apareció dentro un papel arrugado y padre dijo impaciente que leyéramos lo que decía, que era el nombre del animal y de las partes de sus tripas, pero nos reíamos porque en realidad ya sólo era un gurruño de tinta desleída.
Nombrar es crear... Esforzaos por elegir la palabra adecuada, aunque os llevéis toda la vida buscándola, me decía. Y sí que lo hice. Aquí están mis dedos llenos de callos por usar tanto la pluma. La piel la tengo como una vitela ya arrugada, pues no me crie sino escribiendo y entre libros. Que soy hija de tal padre y no de otra forma pude salir. De otra naturaleza fue mi hermana Sabina, que no quiso saber de libros sino casarse y criar hijos y cuidar de su casa, que es vida sencilla y feliz. Pero yo, como Minerva, hija de Júpiter, salí de vuestra cabeza, padre. Y fui también una lechuza, animal de la diosa sabia, que caza por las noches y bebe del aceite de las velas que alumbran los aposentos de estudio.
También os ayudé, padre, en vuestra gigantomaquia, en la guerra contra los bárbaros, contra los que en el Estudio de Salamanca despreciaban el arte de hablar y decir bien, los que no sabían latín. Esa gesta caballeresca con la que volvisteis de vuestros años en Italia, aquellos esclarecidos tiempos que tantas veces me relatasteis cuando era niña. Yo me imaginaba habitando en aquel palacio de Urbino lleno de fuentes, jardines y una biblioteca con la que he soñado muchas veces. Cuánto he imaginado aquellos diálogos llenos de agudezas y donaires en los que os batíais con otros doctos caballeros. Y que luego me enseñasteis a recrear en el palacio del buen señor don Juan de Zúñiga, cuando marchamos a Extremadura en los años felices.
Padre regresó de Italia siendo un docto latinista y, a pesar de que allí estaban pasando muchas grandes cosas que atraían a los hombres sabios, él partió porque tenía claro que su misión estaba en su tierra. Sabía que no había ido a Italia para trocar mercaderías y ganar dineros, sino para aprender la lengua de los antiguos y, por la ley de la tornada, regresar luego para restituir el latín, que hacía muchos siglos que estaba desterrado de España.
De allí vinisteis con nuevo nombre porque ya no queríais que os llamaran Antonio Martínez de Cala y Jarana o Antonio de Lebrija, como siempre firmabais, sino Elio. Aelius Antonius Nebrissensis, caballero de las letras que regresaba de Italia para luchar contra los bárbaros y recuperar el espíritu de las letras latinas. Así forjasteis vuestra leyenda. Y os pusisteis ese nombre porque decíais entroncar con los famosos linajes romanos de vuestra tierra: los Elios, como habían sido los Trajanos y los Adrianos de la Bética. Todos los campos de Lebrija estaban llenos de tumbas con epitafios en los que aparecía esa gens, esa familia que era la vuestra, porque así quisisteis elegir antepasados, que ése fue vuestro timbre de nobleza y la ejecutoria de hidalguía. Aunque luego hicieron broma de vuestro nombre los amigos, y también los enemigos, y tornaron a llamaros Nebrija y no Nebrissa, con la palabra latina. Al principio os irritaba porque decíais que romanceaban, que traicionaban el latín como hacían los profesores del Estudio creando engendros de palabras donde mezclaban mal el latín y el castellano. Pero Nebrija fuisteis y así os llamaron para molestaros. Y, al final, aunque considerabais que era gran traición, resultó que tomasteis gusto a esa jota donde residía vuestra fuerza y se ocultaba la gran nostalgia por vuestra tierra natal. Maestro Nebrija...
Padre regresó de Italia como Elio Antonio de Nebrissa, caballero de las letras latinas. Y a mí me gustaba cuando relataba su viaje de regreso a Castilla porque me parecía como las historias de honra y valor de los héroes del romancero o las aventuras del caballero Zifar. Porque padre había sido también un espejo de príncipes y caballeros que había luchado contra enemigos muy gigantes como eran los sabios de Salamanca, y contra otros grandes señores a los que había vencido en torneos y en batallas singulares.
El maestro Nebrissa, el Nebrija que regresó a Castilla volvía precedido de una leyenda porque había hecho grandes cosas en Italia y ya lo emparentaban con Lorenzo Valla, Marsilio Ficino o Leon Battista Alberti, pues además de los años pasados en el Estudio de Bolonia había visitado las ciudades donde se practicaba el mejor latín, como la corte de Urbino.
Hasta allí llegaría la carta del mismísimo Alonso de Fonseca, arzobispo de Sevilla y señor de las villas de Coca y Alaejos, que había oído hablar de aquel joven que pertenecía a su diócesis como un docto latinista. Y por eso le ofrecía ser el preceptor particular de su sobrino don Juan Rodríguez de Fonseca en Sevilla. Otro giro fabuloso de vuestro destino...
Sevilla era la patria de padre. Y él tenía nostalgia de su lengua, así que, convencido de que era el momento de la vuelta, regresó para servir al arzobispo, que era hombre muy poderoso. Contaba aquel breve tiempo en el que enseñó latines y gramática al sobrino de Fonseca como una época felicísima. Y, sobre todo, cerraba los ojos con melancolía cuando recordaba lo que el arzobispo le pagaba: ciento cincuenta florines y una copiosa ración, que era el doble de lo que ganaría cuando más tarde pasó a ser profesor en Salamanca, que así paga la Universidad a sus hombres ilustres.
Era Fonseca hombre de poder y amigo de las conspiraciones de la corte, pues había sido consejero de confianza del rey Enrique, aunque cuando perdió el favor real dio con sus huesos en la cárcel, porque es voluble la fortuna de los intrigantes y el capricho de los monarcas. Fue en prisión donde Fonseca enfermó con una dolencia terrible de la que padre hablaba a veces recordando los grandes gritos que daba el arzobispo cuando le venía el padecimiento. Y es que tenía fatigas de estranguria y orinaba con mucho dolor. Eso fue antes de llamar a padre a su residencia de Sevilla.
Poco le duró ser tutor en casa de los Fonseca, porque el arzobispo murió y fue entonces cuando decidió llevar a cabo su guerra contra los bárbaros, ya siempre en querellas con los doctos de su tiempo. Así que no dudó en emprender su batalla desde la Atenas de España: el mismísimo Estudio de Salamanca. Decía que había hecho como San Pablo y San Pedro, que decidieron no ir a pueblos ni provincias sino dirigirse a Atenas, Antioquía y Roma para llevar su apostolado. La Universidad de Salamanca sería la primera fortaleza y, después de vencida, las demás caerían rendidas.
Aún recuerdo cómo relataba la alegría con la que regresó a Salamanca, que en verdad había cambiado mucho desde sus tiempos de bachiller. Ya no era el poblachón grande lleno de serranos y carboneros, sino que la fama cada vez mayor de su Universidad la convertía en lugar populoso y habitado por gentes de todos los lugares. Habían surgido muchos barrios extramuros y se habían levantado iglesias nuevas porque, además de ciudad de estudios, era villa de religiosos. Se veían por sus calles los manteos y sotanas de los hombres de Dios, pero también los bonetes y lobas de los estudiantes. Cuánto me gustaba ver ese trasiego de ropas del mocerío como las roscas y becas rojizas de los bartolomicos, que era como vestían los estudiantes del Colegio de San Bartolomé.
Padre sacó la cátedra de Retórica y luego la de Poesía, debiendo dar desde la lección de San Lucas en el mes de octubre hasta Santa María de agosto, como dictaban las leyes del Estudio. Y más tarde tuvo además la lección de Gramática, así que impartía sus clases de la cátedra desde la hora de prima hasta la de víspera.
Montó casa con lo que tenía ahuchado de los buenos tiempos con Fonseca en Sevilla, pero por más que medía cada maravedí se le agotaron pronto. Contaba con gracia y desparpajo estas desventuras de su juventud, como cuando fue a la calle de Serranos donde los ropavejeros alquilan los ajuares de estudiantes y que por eso llaman ropería de Salamanca. Allí se hizo con una cama y un jergón que venían habitados con chinches de antiguos dueños, además de dos esteras, un pucherico, una silla, un plato mellado, una escribanía que tenía la pata coja y dos quinqués para alumbrar. Todo esto lo repetía como en una letanía jocosa porque decía que quiso mucho a esos muebles de su primera casa en Salamanca, pero que más feliz fue cuando los devolvió a la ropería de la calle Serranos para que sirvieran a otro desgraciado.
Padre relataba que en sus comienzos de profesor pobre en Salamanca padeció de mal de trapos, que era la enfermedad más sufrida por los estudiantes y también por los maestros de la ciudad. Era dolencia que había que disimular vistiendo con la capa y la loba, pero de tal forma que se ocultaran los remiendos. A veces había que ir como embozado todo el tiempo, sin poder moverse porque entonces quedaba desvelado el roto escondido. Sólo cuando el doliente de trapos llegaba al aposento para dormir se quitaba las prendas, dejando una admirable muestra de descosidos y agujeros.
A madre le divertían mucho sus crónicas de despensería, sobre todo cuando hablaba de las llamadas sopas de añadido que consistían, como su nombre indicaba, en echar agua destemplando la olla para que durara más de siete días. Y nosotros no parábamos de reír con sus aventuras de ladrón de velas, pues las necesitaba para las noches de estudio y de escritura de la sagrada lección diaria, que para él era como el pan nuestro de cada día.
La historia más cómica fue la de aquella vez que robó las velas del altar de la iglesia de San Marcos. Pensó padre que era lugar perfecto porque al caer la noche y estar cerca de la muralla, junto a la puerta de Zamora, se convertía en boca de lobo y no había devoto que se atreviera a rezar allí a esa hora. Además, era una iglesia de tiempos antiquísimos que tenía una extraña forma redonda que nadie acertaba a explicar, por lo que no era del gusto de muchos. Sin embargo, sabía de algunas beatonas que no faltaban a rezar a la hora de completas, así que se adentró antes en la iglesia y se escondió en un trasaltar para que no lo vieran. Allí esperó y esperó a que se marcharan, pero sin darse cuenta se quedó dormido. Cuando despertó vio que estaba solo. Pensó que la ocasión le venía regalada porque podría robar las velas a su antojo, así que tomó todas las que le cupieron en su hato y se dirigió a la salida. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de que, al salir, el sacristán había cerrado por fuera.
Padre siempre contó esa mala noche en la que vio ánimas danzar por las paredes vestidas a la usanza antigua, seguramente de tiempos de la construcción de la iglesia. Y aunque reveló que en ningún momento tuvo miedo, porque sabía que no podían ser espectros sino fantasmagorías de su duermevela, yo sé que la visión debió de inquietarlo. El maestro Nebrija era hombre sabio, erudito y enemigo de supersticiones, pero, como padre mío que es, sé de sus muchos temores. En más de una ocasión he visto cómo se altera cuando adivina una sombra o advierte un ruido extraño. Los hombres cultos también son débiles y aprensivos y nada malo hay en eso.
La historia de la noche de la iglesia de San Marcos terminó con padre convertido en inesperado fantasma, pues eso fue lo que creyó ver el sacristán cuando, al abrir las puertas del templo ya de mañana, una sombra embozada salió como alma endemoniada. Qué carcajadas las de padre contando cómo durante mucho tiempo se habló en la collación del espectro de San Marcos.
Y pienso que si padre ha empezado a olvidar el nombre de las cosas, ¿dónde estarán ahora aquellas aventuras de su juventud? ¿En qué niebla vagarán esos recuerdos? Quiera Dios que no se pierda la memoria del maestro Nebrija. Iré a asomarme a su aposento para ver si duerme tranquilo y respira sin agitación. ¿Estará soñando? ¿Qué palabras habitarán sus sueños o sus pesadillas?
Hace frío en esta casa. Recuerdo los rigores del frío en Salamanca, pero este viento cierzo de Alcalá no es menor. Está la chimenea encendida y hay braseros en las estancias, pero parece que jugueteara una corriente helada. Ya le dije a padre que esta morada es demasiado grande, pues sólo vivimos los dos y la sirvienta Juana. Mis hermanos se marcharon y madre murió. Madre, cómo te echo de menos, cuánto añoro tus abrazos, tus afectos con esta niña bastarda.
Pero no quiero recordar ahora eso. O quizás lo haga más tarde. Esta noche fría quiero seguir evocando a padre y sus hazañas de Salamanca en los primeros años de la cátedra, cuando plantasteis batalla a los que corrompían las letras latinas. Y cómo se levantó el Estudio contra vos ya en esos tempranos años, con tanto prócer humillado por la afrenta. Quién podía soportar al jovenzuelo que venía de Italia y había inventado una nueva gramática construida sobre la palabra clásica de los antiguos. El muchacho soberbio que luchaba como en un torneo caballeresco contra los apostizos y contrahechos gramáticos.
O yo soy el único que desvaría y todos los demás son sabios, o yo soy el único sabio y todos los demás desvarían, decíais de los que romanceaban destrozando las palabras latinas en las cátedras de Salamanca. Y ganasteis la afrenta, al menos al principio. Y eso que entonces no conocían las armas del sabio, pues aún no habíais publicado vuestras Introducciones latinas. Ese libro que los estudiantes llamarían el Antonio con la familiaridad con la que los jóvenes tratan los manuales de estudio que atormentan sus días y sus noches. Y qué decir de vuestro Arte de la Gramática y de los diccionarios y tantos y tantos libros de erudición que os han convertido en el hombre más sabio de estos reinos.
El sabio que ahora ha olvidado el nombre de las cosas.
Pero yo escribiré quién fuisteis y cómo fue vuestra vida y qué hazañas vivisteis y quiénes fueron vuestros enemigos, para que quede memoria en la posteridad de cuantos atacan a los hombres ilustres para hacerlos caer y se pongan así en evidencia sus medianías.
Quiero volver con mi recuerdo a esos años de Salamanca, padre, maestro Nebrija. A aquella ciudad que tanto amo y que tanto odio, como vos. No quisiera nombrarla en vuestra presencia porque sé que me echaríais con cajas destempladas, arrojándome libros y muebles, pues habéis proscrito el nombre de esa ciudad de esta casa y de vuestra vida. Aunque yo sé que en vuestros sueños seguís paseando por sus hermosas calles. Porque allí padecisteis deshonra, pero también fuisteis feliz.
Cuando regresasteis a Salamanca después de los años de Italia era el tiempo de guerra de sucesión castellana. Tras la muerte de su hermano Enrique, sin esperar los lutos, la infanta se había proclamado reina en Segovia. La reina Isabel, la más temida y amada. Y tan osada que, a pesar de ser mujer, no dudó en ser coronada llevando una espada de impartir justicia, que era algo que no se había visto nunca en ningún reino de la cristiandad. Claro que la reina Isabel, que ya estaba maridada con Fernando, rey de Aragón, fue la primera en muchas cosas. Por eso me pareció siempre digna de admiración.
A esa Castilla llegó padre, decidido a conquistar el Estudio de Salamanca. Esa tierra desdichada que había de sufrir más episodios de la guerra entre los partidarios de Isabel y de la hija de Enrique, Juana de Castilla, motejada como la Beltraneja. Esa Salamanca hermosa incluso dentro de cualquier tragedia. Ciudad llena de contradicciones. Ciudad de fríos y de lodos, pero que con la lluvia muestra sus calles convertidas en espejo de múltiples azogues. Ciudad siempre como encendida de lumbre por su piedra entre dorada y rojiza, que debe de ser cosa encantada porque en sus entrañas reside el mismísimo infierno. Pues yo he escuchado ese rumor del Averno en ciertas noches de tormenta. Y hasta el rugido del morlaco hechizado de la puente y el canto del gallo de la veleta de la catedral, que de seguro forman parte de ese bestiario maldito.
Ciudad que Dios confunda. Bellísimo trozo del paraíso...
Padre, ¿recordáis las noches de Salamanca? Bien sabéis cómo amparaban las sombras a los nocherniegos. Sonaban las campanas de los conventos, pero también las pendencias de los malos estudiantes con armas y guitarrones requebrando damas.
«A Salamanca putas, que es San Lucas», ¿verdad, padre? Porque no erais sólo un joven dedicado al estudio y el más sabio de todos los profesores del Estudio. No, no sólo estabais entregado a las candelas de estudio en vuestro aposento, también erais joven de tabernas y de mancebías. Y así surgieron amores no consagrados por la ley.
¿Cómo se llamaba aquella que no tiene nombre, padre? ¿Por qué nunca me dijisteis cómo se llamaba? ¿Era una joven manceba de la casa llana? ¿Una perfumera bruja de las que aojan y hechizan a los enemigos? ¿Una maestra de hacer afeites y enmendar virgos?
¿Por qué me pusisteis de nombre Francisca? ¿Acaso se llamaba mi madre Francisca, padre? ¿Por qué razón nunca me contasteis esa historia, maestro Nebrija? ¿Me lo revelaréis antes de que olvidéis el nombre de todas las cosas?