Se había despertado recordando aquella noche de su juventud en la capilla de Santa Bárbara. Hacía ya tantos años de aquella madrugada en la que creyó oír las voces de los vivos y de los muertos. Fue en la víspera de su examen de bachiller que, como era preceptivo, obligaba al estudiante a permanecer toda la noche en aquella capilla de la catedral. Allí velaban los libros hasta que al alba los catedráticos entraban para hacer la prueba al estudiante. Nunca olvidó esa noche inquietante y perturbadora que tendría que haber dedicado al estudio, a revisar y preparar los temas que se elegirían al azar en la ceremonia de los tres piques. Pero, ¿cómo pensar en Quintiliano y Aristóteles con esos malos sueños y pensamientos en medio de la absoluta soledad de la catedral?
Desde aquella noche Nebrija había acudido en muchas ocasiones a la capilla de Santa Bárbara, ya no como aspirante sino como examinador de bachilleres. En los ojos de todos los estudiantes que se enfrentaban a la prueba veía siempre la misma inquietud, las ojeras de no haber podido dormir, cierto pavor por haber pasado la noche en el corazón de un templo lleno de altares y tumbas. Por experiencia propia sabía que esas huellas de cansancio en el rostro no se debían a haber estado velando libros.
La capilla daba al claustro de la catedral y era una sala no demasiado grande dedicada a la santa de Nicomedia. En el centro, tenía un hermoso retablo con pinturas en las que se narraba su terrible martirio: la torre en la que fue encerrada por su padre, la condena a ser flagelada, desgarrada y quemada con hierros candentes. Y luego, en el último cuadro, la pena de decapitación con espada. Un momento macabro que llevaba a cabo su propio padre quien, en castigo por semejante crimen, era fulminado por un rayo. Aquella noche de soledad y de libros Nebrija creyó escuchar un trueno, como si el milagro se hubiera hecho real. Aunque su mente de hombre racional determinó que quizás era la montaña hueca de la catedral, que convertía en ruido siniestro cualquier sonido que proviniera del exterior.
Tenía entonces dieciocho años y ya estaba decidido a emprender viaje a Italia en cuanto sacara su grado de bachiller por Salamanca. Todo lo había pensado con detenimiento, pero al entrar en aquella capilla imaginó que su sueño se vendría abajo porque no sería capaz de lograrlo ante semejante prueba. Sintió una fragilidad hasta entonces desconocida. Nebrija era joven, valiente y osado, pero de naturaleza temerosa. Y es que, a pesar de ser un muchacho que siempre basaba todas sus decisiones en la razón y la experiencia, a veces mostraba debilidad ante lo sobrenatural e inexplicable, como si una parte de él tuviera flaquezas inesperadas. Por eso, aquella noche velando libros en la capilla de Santa Bárbara no fue nada placentera.
Además del retablo de Santa Bárbara, la capilla albergaba en su centro el sepulcro del obispo Juan de Lucero. Durante la ceremonia de los exámenes, la tumba se ocultaba bajo una tela de terciopelo para convertirla en insólita mesa. Allí tenía lugar la liturgia de los tres piques en la que con un estilete se elegían al azar los temas que desarrollaría el graduando. El joven Antonio no pudo en ningún momento dejar de recordar que aquello no era una mesa, sino la sepultura en la que se pudría un hombre de la iglesia desde hacía más de un siglo.
El Nebrija ya maduro y mucho más sabio se reía al evocar a aquel frágil muchacho, muerto de miedo ante el sepulcro del obispo. Todo parecía lejano y superficial, pero recordaba que aquella noche en una duermevela creyó ver cómo salía del retablo la cabeza de Santa Bárbara y daba vueltas alrededor de la capilla. Sabía que era imposible, pero incluso se pellizcó para despertar de la pesadilla. Sin embargo, allí seguía flotando la cabeza sangrante. Y lo más sorprendente de su delirio fue cuando los leones rampantes que estampaban las vestiduras de mármol del obispo sobrevolaron también la capilla. En la visión delirante de Nebrija los leones furiosos alcanzaron el artesonado para correr detrás del cuerpo sin cabeza de la mártir.
En todo momento el joven Antonio tenía consciencia de que eran alucinaciones, fruto de la sugestión por el lugar tenebroso en el que se encontraba, además de los nervios del examen. Aun así, no podía dejar de temblar. Toda la noche había intentado estudiar a la luz de las velas, pero constantemente se dormía. Ya no sabía cuándo soñaba y cuándo estaba despierto. Había sonado la hora de maitines cuando comenzó a oír murmullos, voces lejanas. Pensó que debía de ser el momento en el que entraban los catedráticos para la ceremonia, pero era demasiado pronto. Inquietantemente pronto... Para espantar a los fantasmas de su miedo, gritaba pidiéndoles a esas presencias que no se mostraran.
Nebrija vuelve ahora a sonreír desde la seguridad del presente, recordando aquella noche terrible de espectros y delirios. Pero también al evocar los nervios que padeció, pensando que no pasaría la prueba de bachiller y que no podría celebrar, tal y como era costumbre, con sus amigos el aprobado. Estaba completamente seguro de que no saldría por la puerta de la catedral aupado por sus compañeros. Ni celebraría la tradicional fiesta en la que pintarían un vítor junto a su nombre con ese pigmento hecho con sangre de toro y almagre. Su nombre por fin en las paredes de la Escuela de Salamanca, inmortalizado en esas hermosas piedras color de bronce.
A pesar de que era estudiante adelantado y que sabía más que algunos catedráticos, temía –y eso le daba mucho más pánico que su terror a los fantasmas de la capilla– que lo suspendieran en la prueba. Se veía ya en ese temido momento en el que los catedráticos sacaban de un bolsón la letra R de la reprobación y no la A del aprobado. Y sabía que el destino de los bachilleres suspendidos era salir por la puerta de los Carros que daba a la calle de Tentenecio.
–¡El más horrible de los fracasos! ¡La pesadilla de Salamanca! –repetía ahora en voz alta ante su propia memoria.
Hoy hace un frío como el de aquella noche llena de corrientes congeladas. Y de qué poco le sirvieron su capa, la loba y el bonete para cubrirse. El viento cierzo se colaba por las ventanas y pasillos de la vieja catedral, creando un sonido parecido a la voz de un agonizante. Un moribundo que atravesaba las piedras, vidrieras y claustros para sorprenderlo en medio de su estudio.
Y ahora este Nebrija memorioso, con casi cuarenta años y mucha vida a sus espaldas, tenía que enfrentarse otra vez a una ceremonia. La maldita burocracia del Estudio Salmantino. A pesar de que ya daba clases y de que era uno de los más reputados maestros aún no contaba con el grado de doctor, así que tenía que alcanzar el magisterio para continuar dando lecciones en la cátedra.
Por el momento, el insigne y eruditísimo Elio Antonio de Nebrija era sólo un bachiller. Podía dar clases porque la cátedra de Gramática era una de las que se consideraban raras en Salamanca, como la de Astrología, y por un tiempo se dispensaba del examen de licenciado y de doctor. Pero definitivamente había llegado el momento de la colación de grados y su maldita pompa.
Y eso era lo que lo obsesionaba de la ceremonia: la pompa. La pompa artificial que había que organizar por la colación, que además tenía que asumir el graduando. La pompa de preparar y pagar un banquete para todos aquellos catedráticos a los que odiaba. Disgustaba mucho a Nebrija tener que dar de comer a sus enemigos. Antes que esa fiesta absurda, él hubiera preferido hacer un torneo de ingenios o un duelo caballeresco en latines.
En los primeros tiempos de Salamanca, Nebrija había sido un bachiller en hábito clerical por tener estudios de Teología. Durante un tiempo pudo aunar su condición de clérigo y profesor recibiendo algún beneficio eclesiástico, pero después de casado había perdido la prebenda. Su sueldo era de unos escasos setenta florines tasados. Cómo añoraba los años dorados en Sevilla al servicio del arzobispo Fonseca.
Nebrija recordaba su época de estudiante con hambre de higos, pasas y pan, como se dibujaban las tripas vacías en Salamanca. Y, aunque él era colegial de San Bartolomé y no pasó asperezas, sí que padeció algunos episodios de carestía. Tenía un amigo, Álvaro de Bracamonte, con el que pasó no pocas penurias. Era un capigorrista, uno de esos estudiantes pobres que llevaban gorra en vez de birrete y capa y no loba, casi un sopista de los que se alimentaban de gallofa en los conventos, como los pobres de solemnidad. Nebrija solía darle algunos mendrugos que le sobraban de la cena, pero Álvaro de Bracamonte, que tenía nombre de héroe de leyenda, siempre tenía hambre. El antiguo colegial solía recordar muy divertido una hazaña de su amigo, que consistió en comerse hasta seis libras de unos sacos que vieron un día arrumbados por los campos de extramuros. ¡Y los más sucios y enharinados que había!
Era de ver cómo tragaba los higos el canalla y con qué velocidad los comía. Parecía que tenía lobos en el estómago, como dicen que esconden los estudiantes de Salamanca en sus vientres. Que ya se sabe que de las piedras hacen pan los pobres y más si son estudiantes.
Álvaro de Bracamonte había protagonizado incluso episodios de bibliofagia, llegando a comerse entero un Mamotreto, el voluminoso manual de interpretación bíblica, que era la sopa libresca más apetecible pues gozaba de páginas, tintas y cueros en demasía. Y qué era el cuero de encuadernación sino piel de cabrito. Aunque los preferidos de los estudiantes bibliófagos eran los libros de vitela, porque estaban hechos con carnero en crianza y, por lo tanto, eran más blandos y hasta olían a leche. En el disparatado ambiente de la Salamanca estudiantil de aquel tiempo se empeñaban los Escotos en las buñolerías y los Aristóteles en las tabernas.
Ahora aquellas historias cómicas de hambre y picaresca quedaban lejos en el tiempo, aunque Nebrija siempre las recordaba con gran placer. Era como si los años hubieran ido borrando los perfiles ásperos y dolorosos del pasado y sólo dejaran el recuerdo grato y amable. Sin embargo, el presente estaba lleno de pesares y malos ratos. Y ahora era esa maldita colación del grado de doctor que espantaba a Nebrija. La ceremonia consistía en el examen, una argumentación que parecía lo más fácil, y, cumplida la prueba, el paseo de los nuevos doctores por las calles de Salamanca. Ése era el momento al que se resistía, pensando con enfado que aquello era como convertirlo en una Virgencita de las que sacan en procesión.
Pero aún peor que el pasacalles de los doctores engalanados era el banquete pantagruélico que tendría que ofrecer al claustro. Su esposa ya le había advertido que no podían asumir esos gastos. Y Nebrija sabía perfectamente que ni siquiera sería suficiente con la reserva que hacían restando dinero de su sueldo.
Incluso había pensado en quedarse dentro de los muros de la Escuela para robar las llaves del Arca boba, donde se guardaban los caudales de la Universidad, en una aventura semejante a la que protagonizó como embozado ladrón de velas en la iglesia de San Marcos. Pero le pudo su conciencia de hombre honesto. Aunque sí que se atrevió a rezar para que se produjera un luto real, puesto que era la única circunstancia por la que se suspendía la pompa en las colaciones de grados. Nebrija invocaba a todos los santos para que intercedieran en una muerte en el trono que le evitara ese gasto ocioso, ante la desesperación de su esposa que se santiguaba por la osadía del marido.
Sin embargo, los reyes eran aún gozosamente jóvenes y parecían vivir tiempos de fortuna. Aunque es cierto que habían iniciado la guerra contra el reino moro de Granada y eso siempre podía traer alguna desgracia. A fin de cuentas, el rey Fernando estaba en primera línea de batalla y la reina solía acudir al campamento de asedio para arengar a las tropas. Más de una vez había estado a punto de morir de fiebres o por flechas perdidas de ballestas. Sí, en efecto, la muerte bien podía acecharlos en cualquier momento.
El príncipe Juan había nacido hacía dos años en el Alcázar de Sevilla y seguía vivo a pesar de su maltrecha salud. Y la infanta Isabel era una niña fuerte y feliz. Nada parecía ensombrecer a la familia real. De momento...
Escandalizaba a Nebrija el gasto superfluo en las vestiduras y, sobre todo, el banquete para dar de comer a enemigos declarados del Estudio. Ya tenía a numerosos catedráticos en su contra, pero con cada una de sus acciones iba aumentando su corte de adversarios. Su última polémica había sido negarse a jurar una resolución para que los doctores, licenciados y maestros que procedieran de fuera de Salamanca no fuesen tenidos por tales. Decía que eso iría contra la calidad del Estudio y que provocaría una ponzoña de sangre endogámica que acabaría con la Universidad, puesto que reuniría a familiares y amigos y no a los mejores eruditos de todos los reinos cristianos. Sería un estudio de amigantes y no de sabios.
Pero eran muchas más las razones por las que Nebrija había reunido a un amplio ramillete de enemigos en las cátedras de Salamanca. El claustro ya lo había llamado al orden porque se había ausentado de las clases de Oratoria. Y es que sus necesidades familiares y haber perdido la prebenda eclesiástica lo obligaban a asumir hasta tres cátedras, que le quitaban mucho tiempo para sus libros y estudios.
No, no era reconocido ni querido Nebrija en el Estudio salmantino, pues no había que olvidar que le declaró la guerra a los bárbaros, que eran además los dueños de las cátedras. Pero no todos eran rivales en las aulas. Tenía Nebrija a numerosos discípulos que seguían sus pasos y que acudían en masa a sus lecciones, incluso a la de Prima de Gramática que tenía lugar al alba, cuando el frío arreciaba en las mañanas de invierno. Qué terrible era llegar al edificio de la Universidad con la ciudad enlodada por la lluvia y a oscuras, pues se corría el riesgo de cruzarse con matadores animados todavía por las noches de taberna. Pero más frío que en la calle hacía en las aulas por las que entraban heladoras corrientes y una escasísima luz. En algunas de aquellas se habían adobado las ventanas para que entrara más claridad, aunque la mayoría eran oscuras cuevas que congelaban el alma.
Pero aun a esa hora de prima, que llamaban la lección del cuerno porque era cuando llamaban con él los pastores y lecheros, tenía Nebrija a numerosos estudiantes ávidos de sabiduría, también otros de carnaza y polémica a los que gustaba mucho verlo gritar contra los bárbaros escolásticos, llamándolos arpías miserables y acusándolos de ensuciar con sus inmundicias las mesas latinas.
Eso animaba las clases, de modo que muchos estudiantes iban más que a aprender a gozar del espectáculo, a ser testigos de la representación en la que un maestro declaraba la guerra como caballero de las letras latinas a los que mandaban en la Universidad. Jamás se vio semejante osadía en las aulas salmantinas.
–¿En qué laberintos se ha metido vuestra zafia Minerva? ¿Qué es de vuestro desdichado Apolo y de vuestras Musas esmirriadas? –vociferaba, consiguiendo los animados aplausos de su público.
Sin embargo, había estudiantes que sí creían en esa revolución nebrisense, alumnos que no iban a divertirse en un tosco espectáculo o a disfrutar de la antesala de una sangrienta batalla de sabios. Uno de ellos era Juan de Zúñiga, hijo de la nobleza de Extremadura que desde el principio acudió entusiasmado a las lecciones del sabio andaluz.
El joven Zúñiga se apasionaba con las clases de declinaciones, los juegos con las conjugaciones, el desafío de los comparativos, la grandeza de los superlativos, la memoria melancólica de los pretéritos y los supinos, y el gracioso donaire de los verbos irregulares y defectivos. Pero lo que le había hecho rendirse a la sabiduría del maestro era ver que se atrevía a refutar el Doctrinal de Alejandro de Villadei o el Grecismo de Eberardo de Bethune y que se levantaba airado contra el Mammotrectus o el Catholicón. Éstos no eran simples libros que se usaban en el Estudio, eran los santos venerados, las figuras sagradas de la sabiduría. Grandes personajes y eruditos intocables a los que Nebrija llamaba chotacabras, apostizos y contrahechos gramáticos.
Juan de Zúñiga no se dejaba llevar sólo por la fascinación morbosa del profesor que se levantaba en armas contra los gigantes, sino por algo más. Era la intuición de estar ante un hombre que traía algo nuevo: una lengua verdaderamente fundada en la palabra clásica. Y sin caer en el error de los maestros sagrados del Estudio que aún seguían atados al hermetismo de otros tiempos, con sus conclusiones metafísicas que no llegaban a ninguna parte. Zúñiga pensaba que el maestro Nebrija traía un método claro de enseñanza del latín, como había demostrado en su manual de las Introducciones. Un libro que había espantado a los partidarios de la vieja Gramática, puesto que con transparencia y aire práctico y sencillo hacía la prosodia alegre a los oídos, rescatando las voces de Cicerón y Quintiliano.
–¿Y qué decir de los que se jactan vanamente de su memoria y dicen que, sin abrir un libro, pueden recitar de repente cualquier regla o ejemplo? ¿Qué han de recitar? ¡Lo que hacen es croar, gruñir, cacarear, rebuznar! –concluyó memorable en una de las más gloriosas clases, mientras su discípulo le aplaudía en silencio.