Nebrija no era muy amigo de mantener relación con sus alumnos. Acudía a clase puntual y se marchaba sin regalar tiempo a la cátedra. Ya era suficiente con las muchas horas empleadas en preparar y escribir las lecciones. Consideraba que era un precioso tiempo que restaba a sus libros, a sus investigaciones, a esa ciencia a la que quería dedicar sus días porque estaba convencido de que era ésa su verdadera misión en el mundo. Tenía que cultivar la posteridad y esto no se hace sin esfuerzo. Lo demás son vanas distracciones.
Por eso en cuanto terminaba la lección corría veloz a su casa para dedicar horas y desvelos a sus libros. Y también a sus juegos con las palabras, porque había comenzado a reunirlas en una obra magnífica que resumiera la riqueza de la lengua. Anotaba palabras desde sus años de Italia, pues hacía tiempo que las coleccionaba cazándolas como si fueran mariposas. Había reunido miles, todas con sus alfileritos para que no huyeran, y así las protegía resguardadas en baúles.
En esto gastaba todo su tiempo, por eso al principio le molestó aquel alumno frecuentador del poste, Juan de Zúñiga, hijo de don Álvaro de Zúñiga y doña Leonor Pimentel, que decían que contaba con grandes riquezas en su tierra de Extremadura y gozaba del favor de los monarcas. Después de la lección, el joven Zúñiga acudía al poste que estaba en el claustro. El poste era el lugar donde los estudiantes planteaban las dudas surgidas en clase, puesto que los maestros no podían ser interrumpidos durante su discurso.
Cuando Nebrija salía del aula y atravesaba el claustro camino de su casa, veía allí apostado al joven noble y le hervía la sangre. Otra vez preguntas y más preguntas, dudas, reflexiones, comentarios, ejemplos... Y lo que más le molestaba era que el estudiante parecía no tener otra cosa que hacer que pensar, pensar y pensar. Y leer libros, porque cada vez parecía más sabio. Nebrija, harto de sus servidumbres en la cátedra para ganar dinero para su familia, envidiaba el sosiego y el tiempo del que gozaba el joven gentilhombre.
Qué desgracia la de los hombres a los que les es negado el tiempo dedicado a la sabiduría, pues deben conseguir antes el pan y la pitanza, pensaba. Además, odiaba las ínfulas de ese muchacho con aires de erudito, que vivía servido de hasta diez criados en una casa solariega que ocupaba dos manzanas. Y era lógico tanto lujo, puesto que el joven Zúñiga era maestre de la Orden de Alcántara, dignidad que era de las más altas del reino y que conllevaba no pocas riquezas. Cómo eran los vestidos con los que acudía al Estudio. Si hacía frío, traía capas de pieles y abrigos de brocados, además de la toga con bocamangas bordadas; y si caía el duro sol del verano, acudía con finísimas sedas de colores, que era como si un cuadro del famoso Domenico Ghirlandaio anduviera por los pasillos de la Universidad.
En la hora de prima, nada más sonaba el reloj con los dos carneros y el negro de bronce que marcaba las horas, uno de sus sirvientes que hacía de capigorrón acudía a calentar el asiento a su amo para que sus posaderas no sufrieran la heladura de la mañana. Sin olvidar que siempre iba libre de manuales, pues había otro sirviente que hacía de portalibros. Y otro más cargaba con el cartapacio con las notas tomadas en la clase, el tintero y los bártulos, que así había comenzado a llamarse a los trastos de los estudiantes en referencia al Bártulo, el célebre manual del jurisconsulto italiano Bartolo, que siendo un solo libro dio su nombre a todos.
Sin embargo, Nebrija fue poco a poco tomando en estima a su alumno por la avidez que tenía en lecturas y por su curiosidad intelectual, ya que en esto se asemejaba a él. Veía el maestro el brillo de los sabios en la mirada de su alumno y así comenzó a interesarse por encontrarlo en el poste, para aclarar sus dudas y también por iniciar con él animosas conversaciones. Muchas de estas charlas terminaban en la casa de Nebrija, tomando el buen vino que se guardaba en las tinajas de la bodega y que ya había comenzado a dar buena fama a sus tertulias.
–Maestro, comprendo vuestra batalla y quiero ser vuestro servidor contra esos bárbaros que hablan mal latín y son la vergüenza de las ciencias. Yo también quiero declararles la guerra a sangre y fuego, como vos –había dicho Zúñiga, esperando que Nebrija lo admitiera entre sus huestes latinas.
Y así pasaban las horas bebiendo vino de Toro y apurando las viandas que servía Isabel, un poco incómoda al pensar que un gran señor pudiera encontrar demasiado humilde su mesa sin finas mantelerías. Pero, muy al contrario, el joven agradecía todo lo servido y hasta hacía encendidos elogios del hojaldre de torreznos que preparaba Isabel, porque decía que sólo unas manos delicadas podían convertir esa grosera carne de puercos en una delicia digna de ángeles.
Era por entonces cuando Nebrija había presentado batalla contra los que llamaba medicastros, ampliando la que ya tenía con los escolásticos y los leguleyos. Contra los doctores era especialmente duro, porque recordaba con dolor a la más sabia joven que tanto se había esforzado por saber latín y conocer así mejor su materia de estudio.
–El latín es la llave de todas las ciencias, pero estos matasanos no saben leer latín. ¡Yo he visto cómo confundían úvula con vulva! –le confesó a su alumno, riendo a carcajadas al citar ese ridículo error de los médicos ignorantes que confundían esa parte del velo del paladar con la parte pudenda de las hembras.
A aquellas tertulias también comenzaron a acudir algunos otros estudiantes que querían embarcarse con Nebrija en el desafío contra los eruditos del Estudio. La gesta caballeresca del maestro animaba a los jóvenes a acabar con todo lo viejo y también reivindicaba el poder de una ciencia que era considerada menor en el Estudio salmantino: la Gramática. Nebrija estaba creando en el corazón de la Universidad un batallón de elegidos en letras latinas para luchar contra los bárbaros.
–Cuando estuve en Italia se reían de los españoles al oírnos hablar en latín. Y por más ciencia que le mostrábamos no podían contener la risa, mofándose como si vieran a una mula preñada –contaba Nebrija, alentando a sus alumnos y, en especial, a Juan de Zúñiga, que se había entregado a la causa y hasta pensaba donar las riquezas de su linaje para la lucha nebrisense.
Sin embargo, a pesar de lo animoso de las tertulias, pesaba sobre Nebrija la inminente celebración de la colación de grados. Más que de sobra sabía que pasaría la prueba, pero cada vez que pensaba en el gasto de la ceremonia de graduación se le erizaba la piel, pues sabía que le llevaría a la ruina. ¿Por qué tenía que estar pendiente de estas frivolidades en vez de ocuparse en crear el ejército de jóvenes latinados que daría tanta gloria a Castilla?
Aunque soñaba con esas glorias de la batalla por venir, se acogía a los pensamientos prácticos e iba haciendo cuentas de la comida que tendría que comprar para la colación del examen. Y eso sin olvidar el gasto del paseo con trompetas, atabales y ministriles que se hacía con toda la jerarquía universitaria. Por su mente iban pasando en ordenada pesadilla todos los miembros del claustro: el campanudo rector, el jactancioso maestrescuela, el cancelario o consiliario que hacía de juez de estudio y tenía un definitivo rostro de bárbaro, y el temido y odiado primicerio, que era el decano de los catedráticos. El único personaje de la fauna universitaria con el que congeniaba Nebrija era el estacionario, puesto que era quien se ocupaba de la biblioteca y por lo tanto de todas las joyas librescas que adoraba.
La víspera de la ceremonia Nebrija tuvo pesadillas, imaginando el banquete. Soñó que un capón gigante asado y relleno de hierbas corría detrás de él y lograba alcanzarlo justo cuando estaba a punto de entrar en la catedral. Se despertó enfebrecido, pero pudo volver a dormirse porque aún faltaba tiempo para el alba. Fue así que volvió a caer en las viscosas redes del sueño y entonces fueron los dulces los protagonistas de la pesadilla.
Era Nebrija muy goloso, tanto que Isabel tenía muchas veces que esconderle las roscas, los barquillos y las frutas confitadas. En el sueño se deleitaba con un tiernísimo calabazate y unos mazapanes de esos que llaman en Salamanca xarropados y que están cocidos con mosto. Si alguien hubiera podido observarlo en medio de este sueño, habría visto cómo salivaba mientras masticaba en su boca voraz y vacía. Comía y comía sin cansarse hasta que aparecía una enorme fuente con frutas de monja de las que se preparaban en el convento de las Dueñas. Nebrija era muy aficionado a esos dulces de sartén que se hacían en el beaterio donde profesaban nobles señoras, pues de mozo había pretendido a una novicia y conocía bien las cocinas del convento. Ante esa bandeja soñada ya no pudo parar. Comió sin pausa porque recordaba ese aroma de dulzura en los encuentros con aquella muchacha. Ese mismo aroma del claustro cuando era la hora de nona y tenían lugar las citas furtivas. Y ahora en el sueño comía, pero en realidad parecía fornicar con esos pasteles de lujuria dulcísima y santificada. Entonces, en la gloria de todas las dulzuras, despertó...
Ya era casi la hora del alba. Estaba bañado en sudor e inquieto por el sueño. Miró a Isabel a su lado y se sintió culpable de haber yacido en el lecho de su sueño con los dulces monjiles. Se levantó para refrescarse en el aguamanil. Al mirarse en un pequeño espejo que tenían en el aposento, sonrió. La inquietud del sueño se iba alejando en su memoria y quedaba sólo la ridícula escena del banquete. La imagen recordándose como un devorador de frutas de monja le hizo soltar una carcajada, así que salió precipitadamente de la estancia para no despertar a Isabel.
Qué paradoja soñar con ese rico banquete cuando el que tenía previsto era tan exiguo y pobrísimo. Aprovechando que el día de la ceremonia era viernes, había encargado que prepararan simples platos de vigilia: legumbres, huevos, pescado seco, potaje de verduras, una olla de nabos y aceitunas bien especiadas que había conseguido en el mercado de la plaza de San Martín tras regatear mucho en un puesto de encurtidos. Eso sí, el vino estaría bien servido, pues guardaba una tinaja entera en la bodega destinada a las grandes ocasiones. Aunque en verdad de ningún modo creía que fuera grande la ocasión, pues ¿cómo había de serlo dar de comer a tan declarados enemigos?
Pensando que en un rato vería los rostros expectantes de sus rivales, se le agrió del todo el pensamiento. Con desgana se colocó el bonete, la loba y el manteo y marchó esperando que terminara pronto el día y pasara el mal trago. Caminaba por las aún oscuras calles de Salamanca, imaginando qué pasaría cuando el claustro entero viera el banquete de vigilia que había elegido para su graduación el sabio que tanto elogiaba las generosas cenas de Lúculo.