El señor Zúñiga, maestre de la orden de Alcántara, había dispuesto que celebraran el diálogo en un repecho de la fachada que daba a poniente, donde había un amplio ventanal para que los invitados pudieran contemplar el hermoso paisaje de La Serena. Entre bromas dijo que también había invitado al fantasma que habitaba en la lujosa casa que se había construido junto a una fortaleza de tiempos muy antiguos.
–No me gusta que se esconda detrás de los tapices, así que lo saco de su aburrimiento de siglos –comentó ante la sorpresa de los comensales.
La cena fue servida con gran exquisitez en vajillas de plata donde aparecía grabado el escudo de los Zúñiga. A Nebrija le pareció un detalle tosco y de altanería típica de aristócrata, sobre todo cuando recordó los platos del duque de Montefeltro labrados con escenas de los trabajos de Hércules. Los platos debían ser espejos de virtudes como la sabiduría y el gusto por las artes y no un vano retrato de herencias y linajes añosos. Mucho tenía que enseñar a su buen señor para que estos banquetes se asemejaran a los que había visto en las cortes de Italia. Pero no hizo comentario ni objeción.
Sin embargo, no calló ironías cuando los criados sirvieron el vino, que por costumbre del maestre era esa bebida popular que llaman hipocrás y que él había consumido en sus tiempos de Italia. Bien sabía que era un brebaje en el que se mezcla el vino con miel, nuez moscada, canela, clavo, jengibre y pimienta negra. En los encuentros con don Juan de Zúñiga, que ya comenzaban a tener fama de corte de eruditos, se bebía siempre vino hipocrás por ser del gusto del anfitrión. Caliente en invierno y frío en verano, después de haberlo guardado junto a la nieve que venía de la sierra.
–Esta corte tendrá fama de estar tutelada por Atenea, pero no por Baco, mi señor –dijo Nebrija con ese desparpajo de la superioridad que da haber sido el maestro de quien regala las viandas.
Zúñiga sonrió porque gustaba de esas bromas que Nebrija le lanzaba, como si aún estuvieran en las aulas de Salamanca y él fuera el inferior jovenzuelo que en todo obedecía. El maestre era de naturaleza engreída y con cierta soberbia de su saber, pero con su antiguo maestro volvía a ser el muchacho barbilampiño que había llegado al Estudio ansioso por calmar su sed de conocimiento. Ahora era feliz por haber dado solaz a este sabio al que todo le permitía. Cualquier capricho que le hubiera pedido su maestro se lo habría otorgado sin dudar. Así que mandó que se sirviera vino de pitarra tinta. Algunos comensales torcieron el gesto.
–Maestro, vos que sois de una tierra que suele frecuentar Baco, ¿qué decís de este vino fuerte que deja el paladar como adormecido? –preguntó con tono burlón el maestre.
Nebrija olió aquel vino de sabor intenso y le pareció estar bebiendo el paisaje todo de aquella tierra. Sintió el aire fresco, seco, áspero y vegetal de las encinas que veía desde el ventanuco del sobrado donde pasaba la vida con sus libros. Al segundo sorbo percibió cómo se le calentaban las tripas con una agradable tibieza mientras notaba la cabeza ligera y bien dispuesta para el pensamiento y la agudeza.
–Buen vino, ¡vive Dios!, porque entra sin disimulo como un viento en la casa del ingenio. Aviva el espíritu y la curiosidad. Un caldo digno de los romanos que vivieron en esta tierra –respondió Nebrija.
–Pues no es mal momento, maestro, para que relatéis vuestro viaje a las ruinas de Emerita –propuso Zúñiga–. Y luego brindaremos con unos carmina convivalia, si os place.
Y sí que le placía a Nebrija celebrar esas glorias gentilicias, como había hecho en Urbino. Había contado a su discípulo cómo en la corte de Montefeltro se brindaba pasando la copa de mano en mano entre los comensales y dedicando un elogio a los venerables antepasados cuyos ilustres hechos se cantaban. No era mal día para estrenar esa ceremonia admirando el hermoso paisaje de la comarca de La Serena.
Allí estaban todos los hombres principales que el maestre había reunido para darles el mismo sosiego que a Nebrija y así permitir que escribieran grandes obras. En ese círculo de sabios estaban, entre otros, el bachiller Frey Gutiérrez de Trejo, caballero de la orden; el doctor de la Parra; el teólogo fray Domingo y el maestro de capilla Solórzano. Para la celebración de los carmina convivalia tuvieron el detalle de comenzar evocando a los antepasados de Zúñiga. Luego cada uno levantó su copa para descubrir a familiares ilustres, remontándose hasta tres y cuatro generaciones. Algunos incluso dotaron de curiosas ficciones los linajes respectivos. Aunque el más sorprendente fue Nebrija, relatando su ascendencia con los Elios de la Bética de muchos siglos antes.
–Aunque en esta tierra he encontrado no pocos memorables antepasados de los que me gustaría descender, pues muy grandes gigantes debieron ser los que construyeron esos templos y anfiteatros de la antigua Emerita Augusta –añadió al brindis.
Nebrija había comenzado a contar su visita a las ruinas romanas cuando los criados entraron para servir berenjenas a la cazuela cocidas en un caldo de cordero. Tan sabrosamente estaban cocinadas que distrajeron al auditorio de la historia que contaba. Pero fue sólo un momento, porque en verdad era curioso lo que el gramático había hecho en su recorrido por la antigua ciudad romana. Todos esperaban que hablara de los epitafios en los que era muy versado, pues sabían que en su tierra de Lebrija había aprendido el latín en las tumbas. Pero Nebrija dijo que en realidad había recorrido las columnas miliares de la Vía de la Plata haciendo mediciones con pasos y con cuerdas.
–Pero ¿vos no sois gramático? ¿A qué vienen esas cuentas? –preguntó curioso Abraham Zacut, un catedrático de Astrología con el que había coincidido en las aulas de Salamanca y que también residía ahora en la corte del maestre.
–Lo soy, en efecto, pero deberíais saber que la Gramática es madre de todas las ciencias y que a todas toca y orienta. ¿Acaso creéis que sólo me interesa dar nombres a las cosas? Pues debéis saber que también me apasiona cifrarlas –respondió mientras apuraba el vaso de vino de pitarra.
–¿Habéis puesto nombre entonces a alguna ruina de nuestros ilustres antepasados? –preguntó curioso su discípulo y señor, Juan de Zúñiga.
–He deducido el significado y contenido matemático de un nombre –respondió misterioso–. Sabed que he calculado la medida exacta del pie español midiendo el circo donde antaño tenía lugar el simulacro de los combates navales.
–¿Y cómo lo habéis hecho? Me sorprenden sobremanera estas habilidades en un gramático –comentó con cierto desdén el astrólogo Zacut.
–El pie español tiene una tercia de nuestra vara romana, poco menos que el pie romano. Y lo deduje con paciencia y esfuerzo y con no más que una cuerda. Ya os dije que los gramáticos tenemos la llave de todas las ciencias –respondió socarrón Nebrija.
Llegó entonces el siguiente plato: una sabrosísima capirotada de perdices cubiertas de manteca, cocinada como era tradición en esta tierra. Nebrija siguió explicando cómo había averiguado la medida del pie mediante la milla, siguiendo el intervalo de dos piedras miliares, pero notaba que la pitarra le achispaba algo la conversación. Así que optó por invitar a un nuevo brindis y dejar atrás cansadas mediciones.
Todos agradecieron que se relajara la conversación. El vino animaba a hacer comentarios jocosos, y así se pasó de las ruinas del pasado romano a las anécdotas del banquete. La charla derivó hacia un tema inesperado, las cebollas que eran el ingrediente que aderezaba el plato.
–Ponen las cebollas color en el rostro, amigo Nebrija –comentó Zacut burlándose del rubor que, más que las cebollas, criaba el vino en las mejillas del sabio.
–Las aborrezco porque hacen llorar y porque provocando lágrimas limpian y aguzan la vista. Y a veces no gusta lo que hay que ver –respondió irónico el gramático.
Para aliviar algo el soberbio plato de carne llegaron bandejas de frescas verduras cultivadas en los campos cercanos y que al maestre gustaban mucho, porque según decía aligeraban el estómago y ayudaban a la digestión.
–Sois un noble extraño si decís que os placen estas sosas plantas y no las carnes que os permite con holganza vuestra hacienda –dijo Zacut, pues sorprendía que alguien rico prefiriera la comida de pobres.
–Y no olvidéis que comer verde da hastío porque las yerbas engendran melancolía –añadió Sancho de Ágreda, el médico de Zúñiga, que parecía menos precavido que su paciente.
–Erráis, pues es la carne la que engendra fiebres. Y cuando no se digiere se convierte en humor ponzoñoso –respondió el maestre, que gustaba de los alimentos frugales como si fuera un monje franciscano criado en la pobreza.
A Nebrija se le alegraron los ojos cuando vio que se acercaban los sirvientes con las bandejas de los dulces. Allí vio repápalos de leche, roscas fritas, floretas de miel, alajú de castañas y queso de cabra blando para untar.
–Seguro que es ahora cuando nos visita el fantasma del castillo, pues es muy aficionado al queso –dijo el maestre provocando las risas de todos–. Úntenlo vuesas mercedes en este tierno pan blanco.
–En verdad que este pan es el más sabroso que he probado en mi vida –comentó Nebrija, admirado con el gusto silvestre del queso que, como ocurría con el vino de pitarra, parecía destilar los paisajes en los que pastaban los rebaños de la comarca.
–¿No recordáis el pan blanco de Salamanca? Ése sí que era un manjar –añadió Zúñiga.
–La nostalgia os ha nublado el recuerdo, querido alumno. Estoy seguro de que ese maldito pan provocaba las opilaciones de los estudiantes, pues se pegaba como si fuera engrudo. Cuántas catedrales han debido de levantarse en los estómagos de los bachilleres –respondió Nebrija, intentando ocultar una flatulencia que subrayó su gusto por aquel banquete.
–Maestro, no disimuléis el regüeldo –comentó Zacut mientras todos reían–. Habéis empezado hablando de ruinas romanas y termináis con la broma de vuestras tripas mundanas.
–Regüeldo no es vocablo apropiado en esta corte de eruditos. Mejor decid eructo, por seguir la voz latina a la que se acoge el pueblo curioso. Y ya entenderá la gente, porque el uso y el tiempo hará que con facilidad se entienda –respondió airoso el maestro Nebrija, que en todo momento encontraba motivos para la lección e idolatría a los latines.