Alcalá de Henares, año del Señor de 1514
Ya habían vuelto las cigüeñas y en todas las torres de Alcalá de Henares se veían parejas que crotoreaban felices al redescubrir sus nidos y el aire de aquella tierra. A Nebrija le gustaba el claqueteo que hacían con los picos porque le recordaba el sonido de los cielos y campanarios de Salamanca, aunque luego le regresaban los rencores y decía que pensar en esa ciudad le daba dolor de hígado. Su esposa Isabel lo calmaba preparándole unos dulces que recordaban los amarguillos del convento de Dueñas de Salamanca y eso aliviaba al sabio. Lo consolaba el sabor porque secretamente la memoria se le iba a aquella novicia de su juventud que amasaba la harina y las almendras con todo amor. Cuando le daba a probar ese finísimo dulzor de la masa aún tibia, él sentía que estaba besando pezones de monja.
Bien distinta era la intención de Isabel, pues al cocinarlos se refugiaba en los aromas de su infancia. Aquella delicia de almendras, huevos y azúcar desprendía el olor de su madre, el sabor de los juegos en la plaza del Azogue y los paseos de moza a la orilla del Tormes. Al hornear los dulces le parecía que se tornaban del color de las fachadas de Salamanca al atardecer.
Pero ahora estaban en la ciudad de Dios, la ciudad que el cardenal Cisneros había convertido en templo de la sabiduría. Aquella ciudad que había sido encrucijada de caminos, patíbulo de niños santos, solar de clérigos bien servidos, y que era ahora orgullo de Castilla y criadero de humanistas que venían a cambiar el reino. Y Nebrija era uno de los encargados en formar a aquellos sabios complutenses, eruditos de la Complutum romana, teólogos renovadores y orgullosos hijos de altas cunas destinados a ocupar los lugares del poder en este nuevo siglo.
El gramático enseñaba en su cátedra de Retórica y volvía a ser feliz. Parecía que los vientos de la desgracia y la desdicha, tras habitar largo tiempo en sus días, partían a otros lugares. Quizás por el gran agradecimiento que tenía a Cisneros, Nebrija se había volcado en sus clases. Poco tenía ya que ver con aquel hombre jactancioso, soberbio y de genio vivo de los años de Salamanca, que hacía desplantes al Estudio y desdeñaba las lecciones porque le hacían desatender sus libros. Sentía que ya había cumplido escribiendo las obras que le darían la gloria de la posteridad, aunque seguía ocupado en nuevos libros en los que abordaba todo tipo de temas. Un día se enfrascaba en asuntos de cosmografía, otro inquiría el origen de palabras médicas y siempre hallaba en qué posar su curiosidad y erudición.
Al mismo tiempo, continuaba con sus tareas de impresión de libros, pues todos los días visitaba a Arnao Guillén de Brocar, en la cercana calle de los Tintes, cerca del postigo de los Judíos. Allí pasaba las tardes animado con la charla del impresor, que además se ocupaba de la publicación de la Biblia Políglota que había encargado Cisneros. A veces, Nebrija sentía rabia por haber sido apartado del hermoso proyecto por culpa del inquisidor fray Diego de Deza. Sin embargo, le alegraba asistir al proceso de impresión de ese monumental libro, pues de alguna forma él había formado parte de aquella tarea titánica que elogiarían los siglos venideros.
Fue Cisneros quien le pidió que buscara a un maestro de moldes que pudiera fundir los caracteres griegos, hebreos y caldeos, pues no era fácil encontrarlo en las casas de impresión. Tan excelente era Brocar en el arte de los tórculos que Nebrija había acordado con él la exclusiva de impresión de sus libros. Así evitaba los pleitos y malos tragos que había pasado por culpa de las ediciones falsas, postizas y contrahechas que algunas casas de moldes habían hecho de sus Introducciones y del Diccionario y el Vocabulario, que eran las obras más vendidas.
No eran pocos los dineros que el maestro Nebrija recibía de esas impresiones, ya que el Antonio seguía siendo el manual en las escuelas. Y no sólo en Salamanca sino en el resto de los Estudios. Los viajes del Antonio continuaron incluso en los territorios de ultramar, pues había conseguido que se enviara al Nuevo Mundo para que aprendieran latín los hijos de los caciques. Las cartillas de leer que mandaba Cromberger desde Sevilla se habían convertido en un gran negocio, tal y como había previsto Nebrija cuando lo visitó en aquella ciudad. Y la demanda aumentaba sin parar porque el castellano estaba llamado a ser el idioma de este nuevo tiempo. Cromberger había conseguido el privilegio para remitir cartillas y otras suertes de prontuarios de primeras letras a esos territorios. Poco después llegó la petición del Arte de la Gramática castellana de Nebrija, por lo que se enviaron ejemplares encuadernados que embarcaron al Nuevo Mundo junto a varios libros de caballerías. Gustó mucho al maestro que sus libros hicieran el viaje de ultramar con semejante compañía, pues a lo largo de su vida se había sentido siempre un caballero de las letras latinas en lucha contra los bárbaros gigantes, y así parecía cumplirse su destino de héroe de erudiciones y luchador contra la ignorancia.
No, no eran malos días los que le habían servido de estreno en Alcalá de Henares. Inauguraba cátedra y también casa alhajada con varias cámaras, balcones a la calle y un corredor con balaustrada de madera que daba a un recoleto patio. Allí había plantado Isabel numerosas flores con las que distraía las tardes. Ella había acogido con gran placer vivir en esa casa, aunque pensaba que era demasiado grande porque, a veces, se perdía entre los aposentos y los largos pasillos. Hasta hizo bromas con pedir a su esposo un ovillo de hilo, como Teseo, para orientarse por aquel laberinto que parecía no tener fin.
Tal vez todo se debía a una fragilidad de Isabel que a nadie pasó desapercibida. En el viaje de Sevilla a Alcalá, había sufrido unas fiebres que la habían dejado postrada en cama varias semanas, pero se recuperó a base de los caldos de gallina que le preparaba la sirvienta Juana y los cuidados que le dedicaba Francisca. Esa hija que, aunque no propia, había resultado ser la más querida. Si bien Francisca estaba siempre entretenida con libros y conversaciones con su padre sobre asuntos que ella no alcanzaba a entender, luego pasaba las tardes acompañándola en el patio. Y bien que lo agradecía. Echaba de menos a su otra hija, Sabina, que había quedado en Sevilla con su marido, así que Francisca cumplía con las labores de cuidado para una madre ya anciana.
Isabel lamentaba que Francisca no se hubiera casado. Pero había sido su deseo por preferir la compañía de sus libros a la de un esposo que de seguro la hubiera apartado de ellos. Aunque su madre sabía que había andado enamoradiza en más de una ocasión, pues la vio hechizarse con afeites y sonrojos de doncella. Como ocurrió con ese jovenzuelo que trabajó en la imprenta y se quedó con la cátedra que por tantas razones merecía su marido. Comprendía que Francisca hubiera despreciado a ese mozo. Lo que barruntaba con pesar es que su hija hubiera perdido en el entuerto algo más que la ilusión de amores y fuera una de esas mujeres ya sin honra ni doncellez y, por lo tanto, descartada para el matrimonio. Por eso se alegraba de su decisión de soltería, porque así no sufriría desprecios y engaños. Y además acompañaría a sus padres en esta dichosa tierra de Alcalá, en la que habrían de vivir sus días postreros.
Isabel de Solís se movía con dificultad por la inmensa casa, pues las fiebres la habían dejado enflaquecida y convertida casi en un pellejo. Ni siquiera los guisos de cabrito y los hornazos como los de Salamanca que le preparaba la sirvienta le animaban el apetito. Y así caminaba como un espectro por las estancias hasta que llegaba la tarde, que era el momento feliz del día en el que regaba sus plantas y conversaba con su querida Francisca.
La madre se sentía orgullosa de su prole. En Alcalá sólo estaban Francisca, Fabián, que estudiaba en la Universidad como colegial de San Ildefonso, y Alonso, aún mozo imberbe. El resto tenía encaminada su vida en variados destinos: Marcelo prosperaba en la corte junto al duque de Alba, Sebastián había acabado estudios en Salamanca, Sancho seguía en Bolonia siguiendo los pasos de su padre y Sabina permanecía felizmente casada en Sevilla.
A Fabián, aunque estudiaba en Alcalá, apenas podía verlo, pero sabía que en el Colegio de San Ildefonso estaba bien comido y servido, pues cada colegial recibía diariamente libra y media de carnero, dos de pan, dos onzas de tocino, medio azumbre de vino y fruta fresca. Francisca se burlaba de su hermano y de los otros colegiales porque decía que pensaban más en los libros de despensa, donde estaba anotada su ración diaria, que en los libros de latines. Y que tenían aderezados los vientres, pero acaso vacías las seseras. Que en esto Francisca mostraba los celos por el hecho de que su hermano sí pudiera frecuentar las aulas que a ella como mujer le estaban vedadas. Sin embargo, se consolaba con la tarea diaria de acompañar a su padre hasta la cátedra para ayudarlo con los libros. Nebrija, aunque aún sano y fuerte, era hombre que había pasado ya de los setenta y mostraba los signos de la vejez. Así, era habitual ver la estampa del maestro Nebrija acompañado de su hija caminando hacia la Universidad. Evitaban siempre el bullicio de la plaza del mercado que con la Feria de San Bartolomé se convertía en el lugar más transitado de todo el reino, pues las mercaderías eran de gran fama.
Francisca lo llevaba del brazo y Nebrija intentaba caminar con apostura cuando entraba en la Universidad y más aún al subir a la cátedra, apartando a su hija para no mostrar signos de debilidad y flaqueza ante sus alumnos. Al concluir la lección, la muchacha –que lograba así tener el permiso de quedarse en el aula– lo ayudaba a bajar del estrado de la cátedra y ambos abandonaban la Universidad camino de la imprenta de Brocar, donde pasaba Nebrija la tarde. Después llegaban a la casa y Francisca encontraba a su madre regando las plantas y esperando emocionada su compañía.
Sí, no eran malos tiempos, pues parecía que al maestro le esperaba una vida tranquila y sosegada. Y no pedía más. Comenzaba a notar cómo la ciudad de Alcalá se le metía en el alma y Salamanca se iba borrando, como un lejano recuerdo que va desapareciendo para no causar amarguras. Era hermosa esta ciudad que mostraba airosos torreones llenos de cigüeñas y que no habían sido desmochados por ningún rey, pues la villa siempre había permanecido leal a los monarcas.
Alcalá era un lugar apacible y de paisajes bucólicos. Al poco de salir a los arrabales, con su caserío de adobe tan distinto de los edificios de recia piedra solariega, se hallaba la ribera del Henares perfilada de cerros cortados y molinos harineros. Era un mínimo paraíso, pero Nebrija ya había advertido a Cisneros de que corría peligro de convertirse en lugar insalubre por culpa de los albañales inmundos que desembocaban desordenadamente en el río.
Todo se debía al prestigio de la ciudad que en poco había pasado de villorrio a orgullosa tierra del reino, por la creación de la Universidad que ahora competía con la de Salamanca. Y así se habían levantado grandes edificios y se había doblado su población con los estudiantes, por lo que comerciantes y artesanos siguieron el olor del negocio que acompaña al mocerío. Pero se había construido con demasiadas prisas y sin tener en cuenta el incremento de habitantes y su desmedido rastro de inmundicias.
A veces llegaba del Henares un olor pestilente que a Nebrija le recordaba los peligrosos síntomas de las ciudades que sufren epidemias y plagas. Lo advertía a Cisneros una y otra vez, pero éste le decía con indiferencia que se ocupara de sus gramáticas y que no quisiera ser sabio en todo, como había ocurrido cuando se empeñó en corregir a los teólogos en su Biblia. Y Nebrija callaba, pues tenía razón el arzobispo con censurar su manía de entremeterse en todos los campos y conocimientos. Pero sabía que la razón al final también estaría de su parte, como en todas sus batallas, y que las fiebres malignas darían más de un disgusto en las crónicas de la ciudad.
De la misma forma que en Salamanca y Sevilla, en Alcalá se derribaban las casas antiguas para levantar nuevos edificios y criticaba Nebrija esta costumbre de destruir lo viejo que dominaba todo el reino.
–¿Qué les ocurre a estas ciudades que sólo quieren mostrar los rostros nuevos? ¿Qué harán con nosotros los viejos? –contestaba enfadado a Cisneros para que el también anciano arzobispo se sintiera cómplice de sus cuitas.
Pero el arzobispo, a pesar de sus muchos años, no se sentía viejo ni una figura anclada en el pasado, sino que representaba el puro símbolo del poder presente. Era uno de los personajes más importantes y respetados del reino, así que nada tenía que ver con esos ancianos que son apartados en los desvanes para que no molesten demasiado porque ya pasó su tiempo.
Cisneros había sido regente tras la muerte de Felipe y el trastorno de su esposa Juana, verdadera reina de Castilla. Y así hasta que el rey Fernando –otro venerable anciano– retomó el gobierno de Castilla después de las luchas por sus posesiones en Italia. No había sido fácil para el monarca regresar a la tierra en la que había sido dichoso con su esposa Isabel y en la que ahora se sentía como una figura errante. Quien había sido el más poderoso monarca de su tiempo ahora tenía que pedir permiso para entrar en algunas ciudades castellanas, puesto que él era ya sólo rey de Aragón y no de esta próspera Castilla que seguía ensanchando sus dominios en aquellos territorios de ultramar. Ni Fernando ni Cisneros veían con buenos ojos esas expediciones, pues el Nuevo Mundo había sido empeño de la difunta Isabel. El rey Fernando tenía su brújula puesta en sus tierras en el Mediterráneo y Cisneros pensaba que los esfuerzos del reino católico debían centrarse en la conquista del norte de África, para continuar así con la cruzada que se había iniciado en Granada.
Sin embargo, Nebrija insistía a Cisneros en la importancia que tenía haber llegado a esas tierras de conquista donde se estaba difundiendo la palabra de Dios y la lengua castellana. Así lo argumentaba en las largas tertulias que mantenían cuando el arzobispo se asentaba un tiempo en Alcalá después de sus muchos viajes por el reino. Pero Cisneros no veía ese horizonte y hasta despachaba los asuntos de Indias con desgana, pero con severidad. Cuando le llegaban noticias de las injusticias que se estaban cometiendo en el Nuevo Mundo, como el abuso de las encomiendas y las corrupciones de virreyes y gobernadores, no dudaba en ordenar destituciones e imponer castigos. A Cisneros le irritaban los enredos y las historias que llegaban de allí porque quería centrarse en el buen gobierno de Castilla.
Una tarde en la que Cisneros fue a casa de su amigo para mantener su tertulia habitual, Nebrija percibió una sombra de profunda tristeza en el rostro del arzobispo. Pensó que traía malas nuevas del reino. Quién sabe si de las Indias o de esta Castilla que sobrevivía como podía a los infortunios de los nuevos tiempos. Pero no fue un asunto de política ni de gobernanza, ni siquiera una cuita a causa de las lejanas tierras de ultramar que tanto le disgustaban, sino otra desgracia que volvía a llamar a la puerta del maestro Nebrija. Su hijo Fabián, el que era tan bien comido y servido en el Colegio de San Ildefonso, había muerto.
Tenía razón Nebrija. Las aguas del Henares no eran sólo un bucólico paisaje.