8

Anochecía ya cuando salí a la calle. El calor y la humedad habían empujado a numerosos vecinos del barrio a sacar sus sillas a la calle en busca de una brisa que no llegaba. Sorteé los improvisados corros frente a portales y esquinas y me dirigí hasta la estación de Francia, donde siempre podían encontrarse dos o tres taxis a la espera de pasaje. Abordé el primero de la fila. Nos llevó unos veinte minutos cruzar la ciudad y escalar la ladera del monte sobre el que descansaba el bosque fantasmal del arquitecto Gaudí. Las luces de la casa de Corelli podían verse desde lejos.

—No sabía que alguien viviese aquí —comentó el conductor.

Tan pronto le hube abonado el trayecto, propina incluida, no perdió un segundo en largarse a toda prisa. Esperé unos instantes antes de llamar a la puerta, saboreando el extraño silencio que reinaba en aquel lugar. Apenas una sola hoja se agitaba en el bosque que cubría la colina a mis espaldas. Un cielo sembrado de estrellas y pinceladas de nubes se extendía en todas direcciones. Podía oír el sonido de mi propia respiración, de mis ropas rozándose al andar, de mis pasos aproximándose a la puerta. Tiré del llamador y esperé.

La puerta se abrió momentos más tarde. Un hombre de mirada y hombros caídos asintió ante mi presencia y me indicó que pasara. Su atavío sugería que se trataba de una suerte de mayordomo o criado. No emitió sonido alguno. Le seguí a través del corredor que recordaba flanqueado de retratos y me cedió el paso al gran salón que quedaba en el extremo y desde el cual se podía contemplar toda la ciudad a lo lejos. Con una leve reverencia me dejó allí a solas y se retiró con la misma lentitud con la que me había acompañado. Me aproximé hasta los ventanales y miré entre los visillos, matando el tiempo a la espera de Corelli. Habían transcurrido un par de minutos cuando advertí que una figura me observaba desde un rincón de la sala. Estaba sentado, completamente inmóvil, en una butaca entre la penumbra y la luz de un candil que apenas revelaba las piernas y las manos apoyadas en los brazos de la butaca. Le reconocí por el brillo de sus ojos que nunca pestañeaban y por el reflejo del candil en el broche en forma de ángel que siempre llevaba en la solapa. Tan pronto posé la vista en él se incorporó y se aproximó con pasos rápidos, demasiado rápidos, y una sonrisa lobuna en los labios que me heló la sangre.

—Buenas noches, Martín.

Asentí intentando corresponder a su sonrisa.

—He vuelto a sobresaltarle —dijo—. Lo siento. ¿Puedo ofrecerle algo de beber o pasamos a la cena sin preámbulos?

—La verdad es que no tengo apetito.

—Es este calor, sin duda. Si le parece, podemos pasar al jardín y hablar allí.

El silencioso mayordomo hizo acto de presencia y procedió a abrir las puertas que daban al jardín, donde un sendero de velas colocadas sobre platillos de café conducía a una mesa de metal blanca con dos sillas apostadas frente a frente. La llama de las velas ardía erguida, sin fluctuación alguna. La luna arrojaba una tenue claridad azulada. Tomé asiento y Corelli hizo lo propio mientras el mayordomo nos servía dos vasos de una vasija que supuse era vino o algún tipo de licor que no tenía intención de probar. A la luz de aquella luna de tres cuartos, Corelli me pareció más joven, los rasgos de su rostro más afilados. Me observaba con una intensidad rayana en la voracidad.

—Algo le inquieta, Martín.

—Supongo que ha oído lo del incendio.

—Un fin lamentable y sin embargo poéticamente justo.

—¿Le parece justo que dos hombres mueran de ese modo?

—¿Un modo menos cruento le parecería más aceptable? La justicia es una afectación de la perspectiva, no un valor universal. No voy a fingir una consternación que no siento, y supongo que usted tampoco, por mucho que lo pretenda. Pero si lo prefiere guardamos un minuto de silencio.

—No será necesario.

—Claro que no. Sólo es necesario cuando uno no tiene nada válido que decir. El silencio hace que hasta los necios parezcan sabios durante un minuto. ¿Alguna cosa más que le preocupe, Martín?

—La policía parece creer que tengo algo que ver con lo sucedido. Me preguntaron por usted.

Corelli asintió con despreocupación.

—La policía tiene que hacer su trabajo y nosotros el nuestro. ¿Le parece que demos el tema por zanjado?

Asentí lentamente. Corelli sonrió.

—Hace un rato, mientras le esperaba, me he dado cuenta de que usted y yo tenemos pendiente una pequeña conversación retórica. Cuanto antes nos la quitemos de encima, antes podremos entrar en harina —dijo—. Me gustaría empezar preguntándole qué es para usted la fe.

Cavilé unos instantes.

—Nunca he sido una persona religiosa. Más que creer o descreer, dudo. La duda es mi fe.

—Muy prudente y muy burgués. Pero echando balones fuera no se gana el partido. ¿Por qué diría usted que creencias de todo tipo aparecen y desaparecen a lo largo de la historia?

—No lo sé. Supongo que por factores sociales, económicos o políticos. Habla usted con alguien que dejó de ir a la escuela a los diez años. La historia no es mi fuerte.

—La historia es el vertedero de la biología, Martín.

—Me parece que el día que daban esa lección no fui a clase.

—Esa lección no la dan en las aulas, Martín. Esa lección nos la dan la razón y la observación de la realidad. Esa lección es la que nadie quiere aprender y, por tanto, la que mejor debemos analizar para poder hacer bien nuestro trabajo. Toda oportunidad de negocio parte de una incapacidad ajena de resolver un problema simple e inevitable.

—¿Hablamos de religión o de economía?

—Elija usted la nomenclatura.

—Si le estoy entendiendo bien, usted sugiere que la fe, el acto de creer en mitos o ideologías o leyendas sobrenaturales, es consecuencia de la biología.

—Ni más ni menos.

—Una visión un tanto cínica para provenir de un editor de textos religiosos —apunté.

—Una visión profesional y desapasionada —matizó Corelli—. El ser humano cree como respira, para sobrevivir.

—¿Esa teoría es suya?

—No es una teoría, es una estadística.

—Se me ocurre que tres cuartas partes del mundo, por lo menos, estarían en desacuerdo con esa afirmación —apunté.

—Por supuesto. Si estuviesen de acuerdo, no serían creyentes potenciales. A nadie se le puede convencer de verdad de lo que no necesita creer por imperativo biológico.

—¿Sugiere usted entonces que está en nuestra naturaleza vivir engañados?

—Está en nuestra naturaleza sobrevivir. La fe es una respuesta instintiva a aspectos de la existencia que no podemos explicar de otro modo, bien sea el vacío moral que percibimos en el universo, la certeza de la muerte, el misterio del origen de las cosas o el sentido de nuestra propia vida, o la ausencia de él. Son aspectos elementales y de extraordinaria sencillez, pero nuestras propias limitaciones nos impiden responder de un modo inequívoco a esas preguntas y por ese motivo generamos, como defensa, una respuesta emocional. Es simple y pura biología.

—Según usted, entonces, todas las creencias o ideales no serían más que una ficción.

—Toda interpretación u observación de la realidad lo es por necesidad. En este caso, el problema radica en que el hombre es un animal moral abandonado en un universo amoral y condenado a una existencia finita y sin otro significado que perpetuar el ciclo natural de la especie. Es imposible sobrevivir en un estado prolongado de realidad, al menos para un ser humano. Pasamos buena parte de nuestras vidas soñando, sobre todo cuando estamos despiertos. Como digo, simple biología.

Suspiré.

—Y después de todo esto, quiere usted que me invente una fábula que haga caer de rodillas a los incautos y los persuada de que han visto la luz, de que hay algo en lo que creer, por lo que vivir y por lo que morir e incluso matar.

—Exactamente. No le pido que invente nada que no esté inventado ya, de una u otra forma. Le pido simplemente que me ayude a dar de beber al sediento.

—Un propósito loable y piadoso —ironicé.

—No, una simple propuesta comercial. La naturaleza es un gran mercado libre. La ley de la oferta y la demanda es un hecho molecular.

—Tal vez debería usted buscar a un intelectual para esta labor. Hablando de hechos moleculares y mercantiles, le aseguro que la mayoría no han visto cien mil francos juntos en toda su vida y apuesto a que estarán dispuestos a venderse el alma, o a inventársela, por una fracción de esa cantidad.

El brillo metálico en sus ojos me hizo sospechar que Corelli iba a dedicarme otro de sus ácidos sermones de bolsillo. Visualicé el saldo que reposaba en mi cuenta del Banco Hispano Americano y me dije que cien mil francos bien valían una misa o una colección de homilías.

—Un intelectual es habitualmente alguien que no se distingue precisamente por su intelecto —dictaminó Corelli—. Se atribuye a sí mismo ese calificativo para compensar la impotencia natural que intuye en sus capacidades. Es aquello tan viejo y tan cierto del dime de qué alardeas y te diré de qué careces. Es el pan de cada día. El incompetente siempre se presenta a sí mismo como experto, el cruel como piadoso, el pecador como santurrón, el usurero como benefactor, el mezquino como patriota, el arrogante como humilde, el vulgar como elegante y el bobalicón como intelectual. De nuevo, todo obra de la naturaleza, que lejos de ser la sílfide a la que cantan los poetas es una madre cruel y voraz que necesita alimentarse de las criaturas que va pariendo para seguir viva.

Corelli y su poética de la biología feroz empezaban a producirme náuseas. La vehemencia e ira contenidas que destilaban las palabras del editor me incomodaban y me pregunté si habría algo en el universo que no le pareciese repugnante y despreciable, incluida mi persona.

—Debería usted dar charlas de inspiración en escuelas y parroquias el Domingo de Ramos. Obtendría un éxito abrumador —sugerí.

Corelli rió con frialdad.

—No cambie de tema. Lo que yo busco es el opuesto a un intelectual, es decir, alguien inteligente. Y ya lo he encontrado.

—Me halaga.

—Mejor aún, le pago. Y muy bien, que es el único halago verdadero en este mundo meretriz. No acepte usted nunca condecoraciones que no vengan impresas al dorso de un cheque. Sólo benefician al que las concede. Y ya que le pago, espero que me escuche y siga mis instrucciones. Créame cuando le digo que no tengo interés alguno en hacerle perder el tiempo. Mientras esté usted a sueldo, su tiempo es también mi tiempo.

Su tono era amable, pero el brillo de sus ojos resultaba acerado y no dejaba lugar a equívocos.

—No es necesario que me lo recuerde cada cinco minutos.

—Disculpe mi insistencia, amigo Martín. Si le mareo a usted con todos estos circunloquios es para quitarlos de en medio cuanto antes. Lo que quiero de usted es la forma, no el fondo. El fondo siempre es el mismo y está inventado desde que existe el ser humano. Está grabado en su corazón como un número de serie. Lo que quiero de usted es que encuentre un modo inteligente y seductor de responder a las preguntas que todos nos hacemos y lo haga desde su propia lectura del alma humana, poniendo en práctica su arte y su oficio. Quiero que me traiga una narración que despierte el alma.

—Nada más…

—Y nada menos.

—Habla usted de manipular sentimientos y emociones. ¿No sería más fácil convencer a la gente con una exposición racional, simple y clara?

—No. Es imposible iniciar un diálogo racional con una persona respecto a creencias y conceptos que no ha adquirido mediante la razón. Tanto da que hablemos de Dios, de la raza o de su orgullo patrio. Por eso necesito algo más poderoso que una simple exposición retórica. Necesito la fuerza del arte, de la puesta en escena. La letra de la canción es lo que creemos entender, pero lo que nos hace creerla o no es la música.

Traté de absorber todo aquel galimatías sin atragantarme.

—Tranquilo, por hoy no hay más discursos —atajó Corelli—. Ahora, a lo práctico: usted y yo nos reuniremos aproximadamente cada quince días. Me informará de sus progresos y me mostrará el trabajo realizado. Si tengo cambios y observaciones, se lo haré notar. El trabajo se prolongará durante doce meses, o la fracción necesaria para completar el trabajo. Al término de ese plazo, usted me entregará todo el trabajo y la documentación generada, sin excepción, como corresponde al único propietario y garante de los derechos, es decir, yo. Su nombre no figurará en la autoría del documento y se compromete usted a no reclamarla con posterioridad a la entrega ni a discutir el trabajo realizado o los términos de este acuerdo en privado o en público con nadie. A cambio, usted obtendrá el pago inicial de cien mil francos, que ya se ha hecho efectivo, y al término, y previa entrega del trabajo a mi satisfacción, una bonificación adicional de cincuenta mil francos más.

Tragué saliva. No es uno plenamente consciente de la codicia que se esconde en su corazón hasta que oye el dulce tintineo de la plata en el bolsillo.

—¿No desea usted formalizar un contrato por escrito?

—El nuestro es un acuerdo de honor. El suyo y el mío. Y ya ha sido sellado. Un acuerdo de honor no se puede romper porque rompe a quien lo ha suscrito —dijo Corelli con un tono que me hizo pensar que hubiera sido preferible firmar un papel aunque fuese con sangre—. ¿Alguna duda?

—Sí. ¿Por qué?

—No le entiendo, Martín.

—¿Para qué quiere usted ese material, o como quiera llamarlo? ¿Qué piensa hacer con él?

—¿Problemas de conciencia, Martín, a estas alturas?

—Tal vez me tome usted por un individuo sin principios, pero si voy a participar en algo como lo que me propone, quiero saber cuál es el objetivo. Creo que tengo derecho.

Corelli sonrió y posó su mano sobre la mía. Sentí un escalofrío al contacto de su piel helada y lisa como el mármol.

—Porque quiere usted vivir.

—Eso suena vagamente amenazador.

—Un simple y amistoso recordatorio de lo que ya sabe. Me ayudará usted porque quiere vivir y porque no le importa el precio ni las consecuencias. Porque no hace mucho se sabía a las puertas de la muerte y ahora tiene usted una eternidad por delante y la oportunidad de una vida. Me ayudará porque es usted humano. Y porque, aunque no lo quiere aceptar, tiene fe.

Retiré la mano de su alcance y le observé levantarse de la silla y dirigirse al extremo del jardín.

—No se preocupe, Martín. Todo saldrá bien. Hágame caso —dijo Corelli en un tono dulce y adormecedor, casi paternal.

—¿Puedo irme ya?

—Por supuesto. No le quiero retener más de lo necesario. He disfrutado de nuestra conversación. Ahora le dejaré que se retire y le vaya dando vueltas a todo lo que hemos comentado. Verá cómo, pasada la indigestión, se dará cuenta de que las verdaderas respuestas vienen a usted. No hay nada en el camino de la vida que no sepamos ya antes de iniciarlo. No se aprende nada importante en la vida, simplemente se recuerda.

Se incorporó e hizo una señal al taciturno mayordomo que esperaba en los confines del jardín.

—Un coche le recogerá y le llevará a casa. Nosotros nos veremos en dos semanas.

—¿Aquí?

—Dios dirá —dijo relamiéndose los labios como si aquello le pareciese un chiste delicioso.

El mayordomo se aproximó y me hizo una seña para que le siguiese. Corelli asintió y volvió a tomar asiento, su mirada de nuevo perdida en la ciudad.