22

Las nuevas reglas del reinado isabelino entraron en vigor a las nueve horas del día siguiente, cuando mi ayudante se personó en la cocina y, sin más pamplinas, me informó de cómo iban a ser las cosas a partir de entonces.

—He pensado que necesita usted una rutina en su vida. Si no, se despista y actúa de forma disoluta.

—¿De dónde has sacado esa expresión?

—De uno de sus libros. D-i-s-o-l-u-t-a. Suena bien.

—Y rima de miedo.

—No me cambie de tema.

Durante la jornada, ambos trabajaríamos en nuestros respectivos manuscritos. Cenaríamos juntos y luego ella me mostraría las páginas del día y las comentaríamos. Yo juraba ser sincero y darle las indicaciones oportunas, no simple pábulo para mantenerla contenta. Los domingos serían festivos y yo la llevaría al cinematógrafo, al teatro o de paseo. Ella me ayudaría a buscar documentación en bibliotecas y archivos y se encargaría de que la despensa estuviese surtida merced a la conexión con el emporio familiar. Yo haría el desayuno y ella la cena. La comida la prepararía quien estuviese libre en ese momento. Nos dividiríamos las tareas de limpieza de la casa y yo me comprometía a aceptar el hecho incontestable de que la casa necesitaba ser limpiada con regularidad. Yo no intentaría encontrarle novio bajo ninguna circunstancia y ella se abstendría de cuestionar mis motivos para trabajar para el patrón o de manifestar su opinión a este respecto a menos que yo se lo solicitase. Lo demás, lo improvisaríamos sobre la marcha.

Alcé mi taza de café y brindamos por mi derrota y rendición incondicional.

En apenas un par de días me entregué a la paz y serenidad del vasallo. Isabella tenía un despertar lento y espeso, y para cuando emergía de su cuarto con los ojos semicerrados y arrastrando unas zapatillas mías de las que le sobraba medio pie, yo tenía ya listo el desayuno, el café y un periódico de la mañana, uno diferente cada día.

La rutina es el ama de llaves de la inspiración. Apenas habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la instauración del nuevo régimen cuando descubrí que empezaba a recuperar la disciplina de mis años más productivos. Las horas de encierro en el estudio cristalizaron rápidamente en páginas y páginas en las que, no sin cierta inquietud, empecé a reconocer que el trabajo había alcanzado ese punto de consistencia en que deja de ser una idea y se transforma en una realidad.

El texto fluía, brillante y eléctrico. Se dejaba leer como si se tratase de una leyenda, una saga mitológica de prodigios y penurias poblada por personajes y escenarios anudados en torno a una profecía de esperanza para la raza. La narración preparaba el camino para la llegada de un salvador guerrero que habría de liberar a la nación de todo dolor y agravio para devolverle su gloria y orgullo, arrebatados por taimados enemigos que habían conspirado por siempre y desde siempre contra el pueblo, el que fuese. El mecanismo era impecable y funcionaba por igual aplicado a cualquier credo, raza o tribu. Banderas, dioses y proclamas eran comodines en una baraja que siempre entregaba las mismas cartas. Dada la naturaleza del trabajo, había optado por emplear uno de los artificios más complejos y difíciles de ejecutar en cualquier texto literario: la aparente ausencia de artificio alguno. El lenguaje resonaba llano y sencillo, la voz honesta y limpia de una conciencia que no narra, simplemente revela. A veces me detenía a releer lo escrito hasta el momento y me embargaba la vanidad ciega de sentir que la maquinaria que estaba armando funcionaba con una precisión impecable. Me di cuenta de que, por primera vez en mucho tiempo, pasaba horas enteras sin pensar en Cristina o en Pedro Vidal. Las cosas, me dije, iban a mejor. Quizá por eso, porque parecía que por fin iba a salir del atolladero, hice lo que he hecho siempre cada vez que mi vida ha quedado encarrilada en un buen camino: echarlo todo a perder.

Una mañana, después del desayuno, me coloqué uno de mis trajes de ciudadano respetable. Me acerqué a la galería para despedirme de Isabella y la vi inclinada sobre su escritorio, releyendo páginas del día anterior.

—¿Hoy no escribe? —preguntó sin levantar la vista.

—Jornada de reflexión.

Advertí que tenía el juego de plumines y el tintero de las musas dispuesto junto a su cuaderno.

—Creí que te parecía una cursilada —dije.

—Y me lo parece, pero soy una joven de diecisiete años y tengo todo el derecho del mundo a que me gusten las cursiladas. Es como lo suyo con los habanos.

El olor a colonia la alcanzó y me lanzó una mirada intrigada. Al ver que me había vestido para salir frunció el entrecejo.

—¿Va a hacer de detective otra vez? —preguntó.

—Un poco.

—¿No necesita guardaespaldas? ¿Una doctora Watson? ¿Alguien con sentido común?

—No aprendas a buscar excusas para no escribir antes de aprender a escribir. Eso es privilegio de profesionales y hay que ganárselo.

—Yo creo que si soy su ayudante debo serlo para todo.

Sonreí mansamente.

—Ahora que lo dices, sí que hay algo que quería pedirte. No, no te asustes. Tiene que ver con Sempere. He sabido que va flojo de dinero y la librería peligra.

—No puede ser.

—Lamentablemente lo es, pero no pasa nada porque nosotros no vamos a permitir que la cosa vaya a más.

—Mire que el señor Sempere es muy orgulloso y no le va a dejar que… ¿Ya lo ha intentado usted, verdad?

Asentí.

—Por eso he pensado que tenemos que ser más astutos y recurrir a la heterodoxia y a las malas artes.

—Su especialidad.

Ignoré el tono reprobatorio y proseguí mi exposición.

—He pensado lo siguiente: como quien no quiere la cosa, te dejas caer por la librería y le dices a Sempere que soy un ogro, que te tengo harta…

—Hasta ahí verosímil al cien por cien.

—No me interrumpas. Le dices todo eso y también que lo que te pago por ser mi ayudante es una miseria.

—Pero si no me paga un céntimo…

Suspiré armándome de paciencia.

—Cuando te diga que lo lamenta, que lo dirá, pones cara de damisela en peligro y le confiesas, a ser posible con alguna lagrimilla, que tu padre te ha desheredado y te quiere meter a monja y por eso has pensado que a lo mejor podías trabajar allí unas horas, de prueba, a cambio de un tres por ciento de comisión de lo que vendas para labrarte un futuro lejos del convento como mujer libertaria y entregada a la difusión de las letras.

Isabella torció la mirada.

—¿Tres por ciento? ¿Quiere ayudar a Sempere o desplumarle?

—Quiero que te pongas un vestido como el de la otra noche, te acicales como tú sabes y que le hagas la visita cuando su hijo esté en la librería, que es normalmente por la tarde.

—¿Estamos hablando del guapo?

—¿Cuántos hijos tiene el señor Sempere?

Isabella hizo números y cuando empezó a ver por dónde iban los tiros me lanzó una mirada sulfúrica.

—Si mi padre supiera la clase de mente perversa que tiene usted, se compraba la escopeta.

—Lo único que digo es que el hijo te vea. Y que el padre vea cómo el hijo te ve.

—Es usted todavía peor de lo que pensaba. Ahora se dedica a la trata de blancas.

—Es simple caridad cristiana. Además, tú has sido la primera en admitir que el hijo de Sempere es bien parecido.

—Bien parecido y un poco bobo.

—No exageremos. Sempere junior es simplemente un tanto tímido en presencia del género femenino, lo cual le honra. Es un ciudadano modelo que, pese a ser consciente del efecto persuasivo de su apostura y gallardía, ejerce autocontrol y ascetismo por respeto y devoción a la pureza sin mácula de la mujer barcelonesa. No me dirás que eso no le confiere una aura de nobleza y encanto que apela a tus instintos, el maternal y los periféricos.

—A veces creo que le odio, señor Martín.

—Aférrate a ese sentimiento, pero no culpes al pobre benjamín Sempere de mis deficiencias como ser humano porque él es, en puridad, un santo varón.

—Quedamos en que no iba usted a buscarme novio.

—Nadie ha hablado de noviazgos. Si me dejas terminar, te cuento el resto.

—Prosiga, Rasputín.

—Cuando Sempere padre diga que sí, que lo dirá, quiero que cada día estés un par o tres de horas en el mostrador de la librería.

—¿Vestida de qué? ¿De Mata Hari?

—Vestida con el decoro y el buen gusto que te caracteriza. Mona, sugerente, pero sin dar la nota. Si hace falta rescatas uno de los vestidos de Irene Sabino, pero recatadito.

—Hay dos o tres que me quedan de muerte —apuntó Isabella, relamiéndose por anticipado.

—Pues te pones el que te tape más.

—Es usted un reaccionario. ¿Y qué hay de mi formación literaria?

—¿Qué mejor aula que Sempere e Hijos para ampliarla? Allí estarás rodeada de obras maestras de las que aprender a granel.

—¿Y qué hago? ¿Respiro hondo, a ver si se me pega algo?

—Sólo son unas horas al día. Luego puedes seguir con tu trabajo aquí, como hasta ahora, y recibir mis consejos, que no tienen precio y que harán de ti una nueva Jane Austen.

—¿Y dónde está el truco?

—El truco es que cada día yo te daré unas pesetas y cada vez que cobres a los clientes y abras la caja las metes allí con discreción.

—Conque ése es el plan…

—Ése es el plan que, como puedes ver, no tiene nada de perverso.

Isabella frunció el entrecejo.

—No funcionará. Se dará cuenta de que hay algo raro. El señor Sempere es más listo que el hambre.

—Funcionará. Y si Sempere se extraña le dices que los clientes, cuando ven a unajoven guapa y simpática tras el mostrador, relajan el bolsillo y se muestran más desprendidos.

—Eso será en los tugurios de baja estofa que usted frecuenta, no en una librería.

—Difiero. Yo entro en una librería y me encuentro con una dependienta tan encantadora como tú y soy capaz de comprarle hasta el último premio nacional de literatura.

—Eso es porque usted tiene la mente más sucia que el palo de un gallinero.

—También tengo, o debería decir tenemos, una deuda de gratitud con Sempere.

—Eso es un golpe bajo.

—Entonces no me hagas apuntar todavía más bajo.

Toda maniobra de persuasión que se precie apela primero a la curiosidad, luego a la vanidad y, por último, a la bondad o el remordimiento. Isabella bajó la mirada y asintió lentamente.

—¿Y cuándo pretendería usted poner en marcha su plan de la ninfa con el pan bajo el brazo?

—No dejemos para mañana lo que podamos hacer hoy.

—¿Hoy?

—Esta tarde.

—Dígame la verdad. ¿Es esto una estratagema para blanquear el dinero que le paga el patrón y purgar su conciencia o lo que sea que tiene usted donde debería tenerla?

—Ya sabes que mis motivos son siempre egoístas.

—¿Y qué pasa si el señor Sempere dice que no?

—Tú asegúrate de que el hijo esté allí y de ir vestida de domingo, pero no de misa.

—Es un plan degradante y ofensivo.

—Y te encanta.

Isabella sonrió al fin, felina.

—¿Y si al hijo le da una subida de arrestos y decide sobrepasarse?

—Te garantizo que el heredero no se atreverá a ponerte un dedo encima si no es en presencia de un cura y con un certificado de la diócesis en la mano.

—Unos tanto y otros tan poco.

—¿Lo harás?

—¿Por usted?

—Por la literatura.