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Incluso de lejos tenían ese aspecto inconfundible de las malas noticias. La brasa de un cigarillo en el azul de la noche, siluetas apoyadas contra el negro de los muros, y volutas de vapor en el aliento de tres figuras custodiando el portal de la casa de la torre. El inspector Víctor Grandes en compañía de sus dos oficiales de presa Marcos y Castelo, en comité de bienvenida. No costaba imaginar que ya habían encontrado el cuerpo de Alicia Marlasca en el fondo de la piscina de su casa en Sarrià y que mi cotización en la lista negra había subido varios enteros. Tan pronto los avisté me detuve y me fundí en las sombras de la calle. Los observé unos instantes, asegurándome de que no habían reparado en mi presencia a apenas una cincuentena de metros. Distinguí el perfil de Grandes al aliento del farol que pendía de la fachada. Retrocedí lentamente al amparo de la oscuridad que inundaba las calles y me colé en el primer callejón, perdiéndome en la madeja de pasajes y arcos de la Ribera.

Diez minutos más tarde llegaba a las puertas de la estación de Francia. Las taquillas ya estaban cerradas, pero aún podían verse varios trenes alineados en los andenes bajo la gran bóveda de cristal y acero. Consulté el tablón de horarios y comprobé que, tal como había temido, no había salidas previstas hasta el día siguiente. No podía arriesgarme a volver a casa y tropezarme con Grandes y compañía. Algo me decía que esta vez aquella visita a comisaría sería a pensión completa y que ni los buenos oficios del abogado Valera conseguirían sacarme tan fácilmente como la vez anterior.

Decidí pasar la noche en un hotel de medio pelo que había frente al edificio de la Bolsa, en la plaza Palacio, donde la leyenda contaba que malvivían algunos cadáveres en vida de antiguos especuladores a los que la codicia y la aritmética de andar por casa les habían explotado en la cara. Elegí semejante antro porque supuse que allí no iba a venir a buscarme ni la Parca. Me registré con el nombre de Antonio Miranda y pagué por adelantado. El conserje, un individuo con aspecto de molusco que parecía incrustado en la garita que hacía las veces de recepción, toallero y tienda de souvenirs, me tendió la llave, una pastilla de jabón marca El Cid Campeador que apestaba a lejía y que me pareció usada, y me informó de que si me apetecía compañía femenina me podía enviar a una fámula apodada la Tuerta tan pronto regresara de una consulta a domicilio.

—Le dejará a usted nuevo —aseguró.

Decliné el ofrecimiento alegando un principio de lumbago y enfilé las escaleras deseándole buenas noches. La habitación tenía el aspecto y el tamaño de un sarcófago. Un simple vistazo me persuadió de tenderme vestido encima del camastro en vez de meterme entre las sábanas y confraternizar con lo que hubiera prendido en ellas. Me tapé con una manta deshilachada que encontré en el armario —y que, puestos a oler, al menos olía a naftalina— y apagué la luz, intentando imaginar que me encontraba en la clase de suite que alguien con cien mil francos en el banco podía permitirse. Apenas conseguí pegar ojo.

Dejé el hotel a media mañana y me dirigí hacia la estación. Compré un billete de primera clase con la esperanza de dormir en el tren todo lo que no había podido en aquel antro y, viendo que disponía todavía de veinte minutos antes de la salida, me dirigí a la hilera de cabinas con los teléfonos públicos. Di a la operadora el número que Ricardo Salvador me había ofrecido, el de sus vecinos de abajo.

—Quisiera hablar con Emilio, por favor.

—Al aparato.

—Mi nombre es David Martín. Soy amigo del señor Ricardo Salvador. Me dijo que podía llamarle a este número en caso de urgencia.

—A ver… ¿puede esperar un momento, que le avisamos?

Miré el reloj de la estación.

—Sí. Espero. Gracias.

Transcurrieron más de tres minutos hasta que oí pasos aproximándose y la voz de Ricardo Salvador me llenó de tranquilidad.

—¿Martín? ¿Está usted bien?

—Sí.

—Gracias a Dios. Leí en el diario lo de Roures y me tenía usted muy preocupado. ¿Dónde está?

—Señor Salvador, ahora no tengo mucho tiempo. Tengo que ausentarme de la ciudad.

—¿Seguro que está bien?

—Si. Escúcheme: Alicia Marlasca ha muerto.

—¿La viuda? ¿Muerta?

Un largo silencio. Me pareció que Salvador sollozaba y me maldije por haberle dado la noticia con tan poca delicadeza.

—¿Sigue ahí?

—Sí …

—Le llamo para advertirle de que tenga usted mucho cuidado. Irene Sabino está viva y me ha estado siguiendo. Hay alguien con ella. Creo que es Jaco.

—¿Jaco Corbera?

—No estoy seguro de que sea él. Creo que saben que estoy tras su pista y están intentando silenciar a todos aquellos que han ido hablando conmigo. Me parece que tenía usted razón…

—¿Pero por qué iba a volver Jaco ahora? —preguntó Salvador—. No tiene sentido.

—No lo sé. Ahora tengo que irme. Sólo quería prevenirle.

—Por mí no se preocupe. Si este hijo de puta viene a visitarme, estaré preparado. Llevo veinticinco años esperando.

El jefe de estación anunció la salida del tren con el silbato.

—No se fíe de nadie. ¿Me oye? Le llamaré tan pronto regrese a la ciudad.

—Gracias por llamar, Martín. Tenga mucho cuidado.