19

Calculé que debían de ser las nueve de la mañana cuando el inspector Víctor Grandes me dejó encerrado en aquella sala sin más compañía que el termo con café frío y su paquete de cigarrillos. Apostó uno de sus hombres a la puerta y le oí ordenarle que bajo ningún concepto permitiese el paso a nadie. A los cinco minutos de su partida oí que alguien golpeaba a la puerta y reconocí el rostro del sargento Marcos recortado en la ventanilla de cristal. No podía oír sus palabras, pero la caligrafía de sus labios no dejaba lugar a dudas:

Vete preparando, hijo de perra.

Pasé el resto de la mañana sentado sobre el alféizar de la ventana contemplando a la gente que se creía libre pasar tras los barrotes, fumando y comiendo terrones de azúcar con la misma fruición con que había visto hacerlo al patrón en más de una ocasión. La fatiga, o tal vez sólo fuese el culatazo de la desesperación, me alcanzaron al mediodía y me tendí en el suelo, la cara contra la pared. Me dormí en menos de un minuto. Cuando desperté, la sala estaba en penumbra. Había ya anochecido y la claridad ocre de los faroles de la Vía Layetana dibujaban sombras de coches y tranvías sobre el techo de la sala. Me incorporé, el frío del suelo calado en todos los músculos del cuerpo, y me acerqué a un radiador en la esquina que estaba más helado que mis manos.

En aquel instante oí que la puerta de la sala se abría a mi espalda y me volví para encontrar al inspector observándome desde el umbral. A una señal de Grandes, uno de sus hombres prendió la luz de la sala y cerró la puerta. La luz dura y metálica me golpeó en los ojos cegándome momentáneamente. Cuando los abrí, me encontré con un inspector que tenía casi tan mal aspecto como yo.

—¿Necesita ir al baño?

—No. Aprovechando las circunstancias he decidido mearme encima e ir haciendo prácticas para cuando me envíe usted a la cámara de los horrores de los inquisidores Marcos y Castelo.

—Me alegra que no haya perdido el sentido del humor. Le va a hacer falta. Siéntese.

Retomamos nuestras posiciones de varias horas antes y nos miramos en silencio.

—He estado comprobando los detalles de su historia.

—¿Y?

—¿Por dónde quiere que empiece?

—Usted es el policía.

—Mi primera visita ha sido a la clínica del doctor Trías, en la calle Muntaner. Ha sido breve. El doctor Trías falleció hace doce años y la consulta pertenece desde hace ocho a un dentista llamado Bernat Llofriu, que, huelga decir, nunca ha oído hablar de usted.

—Imposible.

—Espere, que lo mejor viene después. Saliendo de allí me he pasado por las oficinas centrales del Banco Hispano Colonial. Impresionante decoración y un servicio impecable. Me han entrado ganas de abrir una cartilla. Allí he podido averiguar que nunca ha tenido usted cuenta alguna en la entidad, que jamás han oído hablar de nadie llamado Andreas Corelli y que no hay ningún cliente que en estos momentos tenga una cuenta en divisas por importe de cien mil francos franceses. ¿Sigo?

Apreté los labios, pero asentí.

—Mi siguiente parada ha sido el despacho del difunto abogado Valera. Allí he podido comprobar que sí tiene usted una cuenta bancaria, pero no con el Hispano Colonial, sino con el Banco de Sabadell, desde la cual transfirió fondos a la cuenta de los abogados por importe de dos mil pesetas hace unos seis meses.

—No le entiendo.

—Muy simple. Usted contrató a Valera anónimamente, o eso creía usted, porque los bancos tienen memoria de poeta y una vez han visto un céntimo volar no se olvidan jamás. Le confieso que para entonces ya le estaba empezando a coger el gusto al asunto y he decidido hacer una visita al taller de escultura funeraria de Sanabre e Hijos.

—No me diga que no ha visto el ángel…

—Lo he visto, lo he visto. Impresionante. Como la carta firmada de su puño y letra fechada hace tres meses en la que encargó el trabajo y el recibo de pago por adelantado que el bueno de Sanabre guardaba en sus libros. Un hombre encantador y orgulloso de su trabajo. Me ha dicho que era su obra maestra, que ha recibido una inspiración divina.

—¿No le ha preguntado por el dinero que le pagó Marlasca hace veinticinco años?

—Lo he hecho. Guardaba los recibos. A cuenta de las obras de mejora, mantenimiento y reformas del panteón familiar.

—En la tumba de Marlasca hay alguien enterrado que no es él.

—Eso dice usted. Pero si quiere que profane un sepulcro, entenderá que va a tener que facilitarme argumentos más sólidos. Pero permítame seguir con mi repaso a su historia.

Tragué saliva.

—Aprovechando que estaba allí, me he acercado hasta la playa del Bogatell, donde por un real he encontrado al menos a diez personas dispuestas a desvelar el tremendo secreto de la Bruja del Somorrostro. No se lo he dicho esta mañana cuando me contaba su relato por no arruinar el drama, pero de hecho la mujerona que se hacía llamar así murió hace ya años. La anciana que he visto esta mañana no asusta ni a los niños y está postrada en una silla. Un detalle que le encantará: es muda.

—Inspector…

—Aún no he terminado. No me podrá decir que no me tomo mi trabajo en serio. Tanto como para ir de allí al caserón que me ha descrito usted junto al Park Güell, que lleva abandonado por lo menos diez años y en el que lamento decirle que no había ni fotografías ni estampas ni nada más que mierda de gato. ¿Qué le parece?

No respondí.

—Dígame, Martín. Póngase en mi lugar. ¿Qué hubiera hecho usted si se encontrase en esa conyuntura?

—Abandonar, supongo.

—Exacto. Pero yo no soy usted y, como un idiota, después de tan provechoso periplo he decidido seguir su consejo y buscar a la temible Irene Sabino.

—¿La ha encontrado?

—Un poco de crédito para las fuerzas del orden, Martín. Por supuesto que la hemos encontrado. Muerta de asco en una mísera pensión del Raval donde vive desde hace años.

—¿Ha hablado con ella?

Grandes asintió.

—Largo y tendido.

—¿Y?

—No tiene la más remota idea de quién es usted.

—¿Eso es lo que le ha dicho?

—Entre otras cosas.

—¿Qué cosas?

—Me ha contado que conoció a Diego Marlasca en una sesión organizada por Roures en un piso de la calle Elisabets donde se reunía la asociación espiritista El Porvenir en el año 1903. Me ha contado que se encontró con un hombre que se refugió en sus brazos destrozado por la pérdida de su hijo y atrapado en un matrimonio que ya no tenía sentido. Me ha contado que Marlasca era un hombre bondadoso pero perturbado, que creía que algo se había metido en su interior y que estaba convencido de que iba a morir pronto. Me ha contado que antes de morir dejó un fondo de dinero para que ella y el hombre al que había dejado para irse con Marlasca, Juan Corbera, alias Jaco, pudiese recibir algo en su ausencia. Me ha contado que Marlasca se quitó la vida porque no podía soportar el dolor que le consumía. Me ha contado que ella y Juan Corbera vivieron de aquella caridad de Marlasca hasta que el fondo se agotó, y que el hombre que usted llama Jaco la abandonó poco después y que supo que había muerto solo y alcoholizado mientras trabajaba como vigilante nocturno en la factoría de Casaramona. Me ha contado que sí, que llevó a Marlasca a ver a aquella mujer que llamaban la Bruja del Somorrostro porque creía que ella le consolaría y le haría creer que iba a reencontrarse con su hijo en el más allá … ¿Quiere que siga?

Me abrí la camisa y le mostré los cortes que Irene Sabino me había grabado en el pecho la noche que ella y Marlasca me atacaron en el cementerio de San Gervasio.

—Una estrella de seis puntas. No me haga reír, Martín. Esos cortes se los pudo hacer usted. No significan nada. Irene Sabino no es más que una pobre mujer que se gana la vida trabajando en una lavandería de la calle Cadena, no una hechicera.

—¿Y qué hay de Ricardo Salvador?

—Ricardo Salvador fue expulsado del cuerpo en 1906, después de pasar dos años removiendo el caso de la muerte de Diego Marlasca mientras mantenía una relación ilícita con la viuda del difunto. Lo último que se supo de él es que había decidido embarcarse y marcharse a las Américas para iniciar una nueva vida.

No pude evitar echarme a reír ante la enormidad de aquel engaño.

—¿No se da usted cuenta, inspector? ¿No se da cuenta de que está cayendo exactamente en la misma trampa que me tendió Marlasca?

Grandes me contemplaba con lástima.

—El que no se da cuenta de lo que está pasando es usted, Martín. El reloj corre y usted, en vez de decirme qué ha hecho con Cristina Sagnier, se empecina en intentar convencerme de una historia que parece salida de La Ciudad de los Malditos. Aquí sólo hay un trampa: la que usted se ha tendido a sí mismo. Y cada minuto que pasa sin decirme la verdad me hace más difícil poder sacarle de ella.

Grandes me pasó la mano frente a los ojos un par de veces, como si quisiera asegurarse de que aún conservaba el sentido de la vista.

—¿No? ¿Nada? Como guste. Permítame que acabe de contarle lo que ha dado de sí el día. Después de mi visita a Irene Sabino, la verdad es que ya estaba cansado y he vuelto un rato a Jefatura, donde aún he encontrado el tiempo y las ganas de llamar al cuartel de la guardia civil de Puigcerdà. Allí me han confirmado que se le vio salir de las habitaciones donde estaba internada Cristina Sagnier la noche que ella desapareció, que nunca regresó a su hotel a recoger el equipaje y que el jefe médico del sanatorio les contó que había cortado usted las correas de cuero que sujetaban a la paciente. He llamado entonces a un viejo amigo suyo, Pedro Vidal, que ha tenido la amabilidad de acercarse hasta Jefatura. El pobre hombre está destrozado. Me ha contado que la última vez que se vieron usted le golpeó. ¿Es eso cierto?

Asentí.

—Sepa que no se lo tiene en cuenta. De hecho casi ha intentado persuadirme para que le dejase ir. Dice que todo debe de tener una explicación. Que ha tenido usted una vida difícil. Que perdió a su padre por su culpa. Que él se siente responsable. Que lo único que quiere es recuperar a su esposa y que no tiene intención alguna de tomar represalias contra usted.

—¿Le ha contado usted todo esto a Vidal?

—No he tenido más remedio.

Escondí la cara entre las manos.

—¿Qué ha dicho? —pregunté.

Grandes se encogió de hombros.

—Él cree que ha perdido usted la razón. Que tiene que ser usted inocente y que no quiere que le pase nada, lo sea o no. Su familia ya es otra cuestión. Me consta que el señor padre de su amigo Vidal, de quien como le dije no es usted exactamente santo de su devoción, ha ofrecido secretamente una bonificación a Marcos y a Castelo si le arrancan una confesión en menos de doce horas. Ellos le han asegurado que con una mañana va a recitar usted hasta los versos del Canigó.

—¿Y usted qué cree?

—¿La verdad? La verdad es que me gustaría creer que Pedro Vidal está en lo cierto, que ha perdido usted la razón.

No le dije que, en aquel mismo momento, yo también empezaba a creerlo. Miré a Grandes y advertí que había algo en su expresión que no cuadraba.

—Hay algo que no me ha contado —apunté.

—Yo diría que le he contado más que suficiente —replicó.

—¿Qué es lo que no me ha dicho?

Grandes me observó atentamente y luego dejó escapar una risa soterrada.

—Esta mañana, cuando me ha contado usted que la noche en que murió el señor Sempere alguien acudió a la librería y se los oyó discutir, sospechaba que esa persona quería adquirir un libro, un libro suyo, y que al negarse Sempere a vendérselo hubo una pelea y el librero sufrió un ataque al corazón. Según usted era una pieza casi única, de la que apenas hay ejemplares. ¿Cómo se llamaba el libro?

—Los Pasos del Cielo.

—Exacto. Ése es el libro que, según usted sospechaba, fue robado la noche que murió Sempere.

Asentí. El inspector tomó un cigarrillo y lo encendió. Saboreó un par de caladas y lo apagó.

—Éste es mi dilema, Martín. Por un lado creo que me ha colocado usted un montón de patrañas que bien se ha inventado tomándome por imbécil o, lo que no sé si es peor, ha empezado usted mismo a creerse de tanto repetirlas. Todo apunta a usted y lo más fácil para mí es lavarme las manos y dejarle en manos de Marcos y Castelo.

—Pero…

—… pero, y es un pero minúsculo, insignificante, un pero que mis colegas no tendrían problema alguno en dejar de lado, pero que a mí me molesta como si fuera una mota de polvo en el ojo y me hace dudar de si, tal vez, y esto que voy a decir contradice todo lo que he aprendido en veinte años en este oficio, lo que me ha contado usted no sea la verdad pero tampoco sea falso.

—Sólo puedo decirle que le he contado lo que recuerdo, inspector. Me podrá creer o no. Lo cierto es que ni yo mismo me creo a veces. Pero es lo que recuerdo.

Grandes se incorporó y empezó a dar vueltas alrededor de la mesa.

—Esta tarde, cuando hablaba con María Antonia Sanahuja, o Irene Sabino, en la habitación de su pensión, le he preguntado si sabía quién era usted. Ha dicho que no. Le he explicado que vivía usted en la casa de la torre donde ella y Marlasca habían pasado varios meses. Le he preguntado de nuevo si le recordaba a usted. Me ha dicho que no. Algo después le he dicho que usted había visitado el panteón de la familia Marlasca y que había asegurado verla allí. Por tercera vez esa mujer ha negado haberle visto jamás. Y yo la he creído. La he creído hasta que, cuando me iba, ella ha dicho que tenía algo de frío y ha abierto el armario para coger un mantón de lana que echarse a los hombros. He visto entonces que había un libro encima de una mesa. Me ha llamado la atención porque era el único libro que había en la habitación. Aprovechando que me había dado la espalda, lo he abierto y he leído una inscripción escrita a mano en la primera página.

—«Para el Señor Sempere, el mejor amigo que podría desear un libro, por abrirme las puertas del mundo y enseñarme a cruzarlas» —cité de memoria.

—«Firmado, David Martín» —completó Grandes.

El inspector se detuvo frente a la ventana, dándome la espalda.

—En media hora vendrán a por usted y me relevarán del caso —dijo—. Pasará usted a la custodia del sargento Marcos. Y yo ya no podré hacer nada. ¿Tiene algo más que decirme que me permita salvarle el cuello?

—No.

—Entonces coja ese ridículo revólver que lleva escondido en su abrigo desde hace horas y, con cuidado de no dispararse en el pie, amenáceme con volarme la cabeza si no le entrego la llave que abre esa puerta.

Miré hacia la puerta.

—A cambio sólo le pido que me diga dónde está Cristina Sagnier, si es que sigue viva.

Bajé la mirada incapaz de encontrar mi propia voz.

—¿La mató usted?

Dejé pasar un largo silencio.

—No lo sé.

Grandes se acercó a mí y me tendió la llave de la puerta.

—Lárguese de aquí, Martín.

Dudé un instante antes de aceptarla.

—No use la escalera principal. Saliendo por el pasillo, al final, a mano izquierda, hay una puerta azul que sólo se abre de este lado y que da a la escalera de incendios. La salida da al callejón de atrás.

—¿Cómo puedo agradecérselo?

—Puede empezar por no perder el tiempo. Tiene unos treinta minutos antes de que todo el departamento empiece a pisarle los talones. No los malgaste —dijo el inspector.

Tomé la llave y me dirigí hacia la puerta. Antes de salir me volví un instante. Grandes se había sentado sobre la mesa y me observaba sin expresión alguna.

—Ese broche del ángel —dijo, señalándose la solapa.

—¿Sí?

—Se lo he visto a usted en la solapa desde que le conozco —dijo.