La sorpresa
Un desastre no fue. Aunque mi acto romántico tampoco salió tan bien como había pensado. Por lo menos, en esta ocasión, nadie tuvo que ir al hospital. Falto poco, eso sí, pero al final no hizo falta asistir a urgencias.
Pasada la sorpresa inicial al ver a Marín acompañado de Becky, los camareros nos sirvieron los cafés y los dulces que había solicitado. Unas trenzas de hojaldre muy ricas bañadas en miel y chocolate, ¡todo sanísimo! Quise asegurarme algún placer por si Marín me rechazaba. Desfrute de tres deliciosas trenzas antes de lanzarme a la locura que había organizado. Hice una señal a Daniela para que distrajera a Barbie Croqueta. Mi amiga asintió y se sentó al lado de Becky.
—¡Qué mona has venido esta noche! —exclamó la abogada.
—¡Vaya! ¡Es una sorpresa escuchar un halago de tu boca! Ya te has puesto ciega a carajillos, ¿verdad?
Daniela contuvo un grito e hizo el esfuerzo de no mandarla a la mierda para no echar a perder mi plan.
—¿Esas tetas son tuyas o son operadas? —forzó una sonrisa.
—¡Sí, mujer! ¡A ti te lo voy a decir! Para que después vayas a la misma clínica que yo y te dejen tan espectacular.
La bobalicona había picado el anzuelo. Daniela sabía engatusar a cualquiera y Becky no iba a ser una excepción. Mi amiga levantó el pulgar, indicándome que tenía vía libre para llevarme a Marín. Inhalé una enorme cantidad de aire, me puse de pie y cogí a mi amigo de la mano.
—¿Podemos hablar? —le susurré al oído.
Sé que se estremeció al notar mi voz cerca de su piel porque se le puso el vello de punta. Aprecié su dulce aroma y me mordí el labio. Tenía que salir de dudas y saber si él sentía lo mismo que yo antes.
Tiré de él y me siguió. Caminamos hasta la parte trasera de la terraza, que se comunicaba con la playa, y nos descalzamos para andar sobre la arena.
—¿A dónde vamos? —preguntó.
—Es una sorpresa.
Se detuvo y me pegó a su cuerpo. Su mirada me desnudó con descaro. Tragué saliva. ¡Joder! ¿A qué venía eso? ¿Por qué no me hacía caso y seguíamos paseando por la playa?
—¿No te irás a declarar? —disparó.
—¿Qué te hace pensar eso? —Levanté el entrecejo, intentado disimular.
—No sé. Quizás que estamos paseando por un sendero romántico al lado del mar y tú estás cardiaca —me acusó.
—No serás tan capullo de fastidiarme la sorpresa, ¿no? Llevo preparándola desde ayer.
Levantó las manos para hacerse el inocente. Entonces, dibujó una sonrisa, me lanzó otra mirada de esas que funden la ropa interior de cualquier persona y me abrazó de nuevo. Pegó su frente a la mía.
—No voy a cometer otra vez el mismo error —susurro.
—¿Cuál?
—Que me adelantes al decirte que te quiero —aclaró con una voz tan sexy que casi me desmayo.
—Vas sobre seguro —jugué—. Ya sabes cuál es mi respuesta.
—Te equivocas. —Negó con la cabeza—. Puede que piense que, en estos días que nos hemos distanciado, te hayas desenamorado de mí.
—Y si ha sido así, ¿cómo podrías volver a enamorarme?
¡Me lo dejó en bandeja! Olvidé mi plan e hice lo que el cuerpo me pedía: improvisar y dejarme llevar.
—Así —dijo en voz baja.
Me besó con pasión. No sabía cuánta falta me hacía el sabor de sus labios hasta que los probé. En ese instante me volví adicta a él. Pasé las manos por su espalda para que nuestros cuerpos satisficieran la necesidad de estar juntos. Soltó un leve gemido que me estremeció. Ese beso no marcó el final de nuestra amistad. Al contrario, la elevó y confirmó algo que llevábamos tiempo sospechando: que éramos unos afortunados al enamorarnos de nuestro mejor amigo.
—Te quiero —confesó, sonriendo.
—Yo también te quiero.
—Hemos tardado en dar el paso, ¿eh? —rio.
—No sabía qué era lo que sentía hacía ti —le expliqué—. Tampoco quería arriesgar nuestra amistad por un impulso.
—Jamás pensé que tú sintieras lo mismo por mí. Llevo colado de ti varios años, pero prefería respetarte y no decir nada antes de meter la pata.
Seguíamos abrazados, sin tener prisa por soltarnos.
—Podías haberme dado alguna pista. Con lo bocazas que sueles ser y lo calladito que estuviste. Aunque mi madre y Daniela, incluso Héctor, se dieron cuenta de que te gustaba —reconocí.
—¿Qué es eso? —preguntó con los ojos entrecerrados.
Me di la vuelta y vi ¡mi sorpresa! Me separé y lo cogí de la mano.
—¡Ven! —ordené.
A lo lejos se divisaban dos luces, y, a medida que íbamos avanzando, se reconocía una mesa con dos copas de vino, un plato con trufas y dos velas encendidas.
—Aquí es donde tenía pensado declararme —aseguré, señalando la mesa—. Pero te me has adelantado.
Sonrío incrédulo. Sus ojos brillaban y me apretó con fuerza la mano.
—¡Es precioso! Nadie había hecho algo parecido por mí —celebró.
Me cogió del culo con ansia para levantarme y me besó con pasión. Con la inercia de su gesto, golpeé la mesa con el pie y caímos al suelo. La arena amortiguó nuestro golpe. Me pareció todo superromántico y morboso: los dos en medio de la playa, bajo la luz de la luna y dejándonos llevar por nuestros impulsos. Marín me tumbó boca arriba y comenzó a besar mi cuello. Me incorporé para quitarme el vestido y quedarme en ropa interior.
—¡Caray, qué rapidez al desnudarte! —observó anonadado.
—Demasiado tiempo hemos perdido ya, ¿no crees? —me defendí.
Soltó una risotada y se deshizo de su camiseta. Acaricié sus trabajados pectorales con los dedos y me mordí el labio.
—Marín —susurré con picardía.
—Dime, cariño.
—Hazme el… ¡Joder! —exclamé asustada.
—¿Qué pasa? —preguntó preocupado.
—¡Arde! ¡Arde! —grité.
—Yo también estoy caliente.
—No, joder. ¡La mesa está ardiendo!
Seguramente, el golpe que le di con el pie a la mesa cuando Marín me alzó al aire, tiró una de las velas y prendió el mantel. Nos pusimos de pie para alejarnos del fuego, que fue el reclamo perfecto para la gente que paseaba por la zona y los invitados de mi fiesta. A los pocos minutos, todos observaban la improvisada hoguera y a Marín sin camiseta. Yo busqué mi vestido desesperadamente mientras me exhibía en ropa interior. Cuando lo encontré, me lo puse y sonreí con disimulo. ¡Qué bochorno!
—¡Veo que todo ha ido genial! —gritó mi madre—. No os vistáis. Apagad el fuego y seguid a lo vuestro.
Marín me cogió de la mano y rio a gusto.
—Carmen es la mejor —dijo en voz baja—. ¿Le hacemos caso?