Un ejemplo a seguir
Al día siguiente, caminaba con desánimo hacia el supermercado dispuesta a recitar una y otra vez las ofertas semanales. Las mismas que había anunciado el día anterior y las que diría el posterior. Apenas había conseguido conciliar el sueño aquella noche. La osadía de Marín al dejar su puesto fijo como vendedor en una tienda de moda para dedicarse a cocinar al lado del mar, me fascinó. Por primera vez sentí admiración hacia mi amigo. Siempre me había provocado ternura, cariño, confianza, diversión… pero, después de su hazaña, lo veía diferente. ¡Era un ejemplo a seguir! Protesté en voz baja por tener que conformarme con mi zulo, mi micrófono y el listado de productos en promoción del supermercado. Ya no me consolaba ni la idea de imaginar que era una flamante locutora de radio. ¿A quién quería engañar? No tenía nada de glamuroso. Hasta el sueldo era ridículo, aunque me daba para pagar los gastos y no abusar de la generosidad de Daniela.
Intenté disfrutar de mi paseo y alejarme de esos pensamientos. Tenía que ver mi trabajo como algo temporal y no torturarme más. Durante mi trayecto, al ver quién estaba en la playa haciendo yoga, caí en que estábamos a miércoles y me quité los zapatos para caminar entre la arena. Siempre practicaba sus movimientos al aire libre el mismo día.
—Buenos días, mamá.
—Buenos días, cariño —se sorprendió al verme, y siguió haciendo sus ejercicios—. ¿Te apuntas? Practicar yoga a primera hora me activa todo el día y así puedo estar a la altura cuando me entregue a tu padre.
En la primera frase que soltó ya había contado cosas que no era estrictamente necesario que supiera. Solté una carcajada y negué con la cabeza.
—No puedo. Tengo que ir a trabajar —respondí—. Además, no necesito tanta energía amorosa porque no tengo a quién entregarme.
—¡Pamplinas! ¿Cómo que no tienes a quién entregarte? —preguntó sin apartar la mirada del horizonte—. ¡A ti, cariño! Lo más importante es que te des amor a ti misma.
—Mamá, me chiflan tus reflexiones filosóficas, pero es muy temprano y necesito un café antes de que te pongas tan intensa —bromeé.
Mi madre abandonó la postura del árbol, creo que así se llamaba, y se colocó delante de mí. Me dio un cachete en la cara y asintió.
—¡Me parece perfecto! —exclamó, sonriendo—. Necesito una infusión.
—¿Qué? —Miré la hora en la pantalla del teléfono—. Entro a trabajar en quince minutos.
—¡Hija, qué agobio! Olvídate de las prisas de la vida occidental y vamos a una terraza.
—Vivimos en occidente —protesté—. ¿Cómo voy a olvidarme de los horarios?
—¡Ven! —Asió su brazo al mío e hizo un sonido con la boca simulando el rugir del mar—. Respira hondo, no pienses en nada más, solo hay tranquilidad, aparta las imposiciones y… ¡manda a la mierda los compromisos absurdos!
Sabía que el final de aquella relajante frase sería explosivo, por eso no me asusté cuando espetó su conclusión surrealista. Reí por inercia. Aunque no compartiera su filosofía, me encantaba tenerla como madre.
—Me despedirán —pronuncié con cautela.
—Eso significará que no era tu trabajo ideal.
—Eso te lo puedo asegurar —susurré, soltando un suspiro.
—Hija, no se hable más. ¡Vamos a por esas infusiones con un poco de ron!
Diez minutos más tarde, estábamos sentadas a la mesa de una preciosa terraza, vecina del mar. Todo tenía un fantástico look marinero, las sillas de acero estaban pintadas de azul y blanco. Había una maqueta de un barco de madera en medio del lugar, que era el reclamo perfecto para que los turistas se hicieran fotos, y el sonido de las gaviotas invitaba a imaginar que estabas en un puerto pesquero. Mi madre pidió dos infusiones de menta con hielo y un chorrito de ron.
—¿Qué os pasa a todo el mundo con el alcohol? —pregunté anonadada.
Primero fueron los mojitos de Daniela a la hora de la merienda y después las infusiones con misterio antes de las nueve de la mañana. Si seguía a ese ritmo mi cuerpo sería un cincuenta por ciento agua y un cincuenta por ciento ron. Si sujetaba una sombrilla con las manos parecería un coctel andante.
—Es que el azúcar es muy malo para la salud y un chorrito de ron le da un toque riquísimo —añadió convencida de su argumento.
Ignoré su comentario y probé aquel brebaje. ¡Ostras! Tenía razón, estaba buenísimo. Si comercializaba aquella bebida podía ser el nuevo cubata por excelencia de la isla. Mi madre se bebió medio vaso de trago.
—Cuéntame, cariño. ¿Ya no te gustan los pingüinos?
—Hace casi un mes que cerré el negocio de adopción —le informé—. Se lo conté a papá por teléfono, ¿no te puso al corriente?
—¡Qué va! Tu padre está muy fogoso últimamente y no piensa en otra cosa que en darme amor a todas horas. Se le habrá olvidado al pobre. Después de tanto ejercicio, quedamos exhaustos.
—Necesitaré otra infusión cargadita para olvidar lo que acabas de decir —aseguré con sarcasmo.
—Yo también quiero otra. —Levantó la voz y las pidió al camarero—. ¿Qué pasó? ¿Por qué cerraste? ¿Ahora dónde trabajas?
—Era un negocio con poco futuro. Nadie adopta pingüinos y aun menos si no los va a tener en casa. Eso de pagar una cuota para darles una vida mejor y proteger su ecosistema es algo inviable —lamenté.
—Pero son tan monos.
—Ahora soy locutora…
—¡Qué maravilla! —celebró alzando su vaso.
—En un supermercado anunciando promociones.
—¡Uy! Eso es… —Mi madre contempló mi cara de amargura y se mostró comprensiva. Sabía que aquel empleo no me emocionaba—. Una opción muy… respetable.
—Es algo temporal hasta que encuentre algo que me guste más —aseguré.
—Cariño, si necesitas dinero solo tienes que pedirlo. Sabes que vamos sobrados con las rentas de los pisos que tenemos alquilados. Te prestamos los tres mil euros para pagar tu deuda cuando estabas en números rojos. Lo que no sabía es que después de sanear tu cuenta bancaria ibas a cerrar el negocio. ¡Da igual! —Movió las manos al aire—. Si tu empleo actual te hace infeliz, despídete y te hacemos un ingreso para que puedas ir tirando hasta que encuentres algo mejor.
—No quiero depender de vosotros. Ya me habéis ayudado bastante.
Me debatía entre permitir que mis padres me prestaran más dinero y dejar mi trabajo o ser constante e intentar ganarme la vida yo sola. Saber que podía contar con ellos era algo que me tranquilizaba, pero no quería que se convirtiese en una excusa para abandonar todo aquello que me incomodara. Tenía que esforzarme. Me mantuve firme, por el momento.
—¡Qué orgullosa estoy de ti! —Me regaló un caluroso abrazo.
Tomé de trago la segunda infusión y contuve un eructo. ¡Estaba más fuerte que la primera! Mi madre hizo lo mismo, pero no evitó soltar el aire por la boca. «¡Que aproveche!», pensé.
—Tengo que irme o me despedirán. —Me levanté, le di un beso en la mejilla y salí disparada.
No quería llegar tarde al trabajo mi segundo día, aunque ya era inevitable. Eran las nueve y cuarto y mi hora de entrada tenía que haber sido a en punto. Mi jefe se puso en medio de la puerta del local, bloqueándome la entrada y con cara de pocos amigos.
—¡Llegas tarde! —me informó con los brazos cruzados.
«¡No me digas!», respondí para mis adentros.
—Disculpe, señor Gómez. No volverá a pasar.
—Ya lo puede afirmar. La próxima vez que cometa un fallo o que se retrase, me veré obligado a echarla. ¿Lo comprende? —Se hizo a un lado para dejarme entrar.
—Por supuesto. —Bajé la mirada al suelo y no justifiqué mi retraso.
Tenía dos opciones: decirle que me había inflado a infusiones con ron gracias a la insistencia de mi madre o inventarme una excusa. Las dos eran una fuente de problemas, así que decidí no abrir la boca. O lo primero que soltaría sería un insulto o una grosería.