Capítulo 7

Impulso

Después de ocho tediosas horas en aquel trabajo de mierd… ¡perdón! agobiante, comí un sándwich con tomate, lechuga y pavo en la playa y asistí al curso al que me había apuntado para aprender a crear aplicaciones para teléfonos móviles. Al principio, cuando hice la inscripción online creí que sería complicado. Pero resultó ser ameno, sencillo e interesante. El profesor explicaba todo de una forma fácil de comprender y con las pautas idóneas para poder usar los conceptos sin problemas.

—Sé que puede resultar apabullante tanta información. Cuanto antes sepáis usar todo esto, antes podréis crear vuestra app —matizó.

La sala era pequeña y asistíamos cuatro alumnos. Creo que la escasez de interesados se debía más al horario que al contenido. Era un curso intensivo de siete de la tarde a dos de la mañana. En realidad, no estábamos aprendiendo a crear una app desde el principio y con los conocimientos propios de un desarrollador informático, sino a utilizar un programa que creaba aplicaciones para móviles, algo que podíamos hacer con unas nociones básicas, pero siempre dependiendo de dicho programa.

El profesor tendría unos treinta y cinco años, era un hombre atractivo de piel morena y melena rubia. Sus ojos eran de un verde intenso que hipnotizaban a cualquiera que se atreviera a mantenerle la mirada más de dos segundos. Llevaba un pantalón corto de color amarillo y una camiseta azul. El curso era mucho más interesante si él lo impartía. Miraba su boca cuando hablaba y fantaseaba con la loca idea de probarla. Aquel hombre, rudo y sensible al mismo tiempo, emanaba energía sexual sin proponérselo.

—¿Tenéis alguna duda? —preguntó.

«¿Me regalas un besito?», mi pensamiento no puedo ser más cursi.

—Si creamos una aplicación con este programa, ¿es legal? Me refiero a si podemos montar un negocio digital —quiso saber uno de los alumnos.

—¡Claro! Lo he comentado antes —respondió, mostrando su hilera de dientes blancos—. El programa sube vuestra aplicación a las distintas plataformas y la gente la puede descargar. Es legal y segura. De hecho, muchas apps que tenéis en vuestros teléfonos están diseñadas con este programa.

—¿De qué nos recomiendas que la hagamos? —disparé, mirándole a los ojos.

—Siempre te voy a aconsejar lo mismo; haz una app de lo que a ti te gustaría tener. Si quieres una que te indique el tiempo que hace, hazla. O si te apetece una que te diga los menús de las cafeterías de tu zona, ¡adelante! —Me dedicó una intimidante y radiante sonrisa que casi consiguió que se evaporaran mis bragas. Miró la hora en su teléfono—. Vamos a hacer un descanso de veinte minutos y continuamos, ¿ok?

Mis tres compañeros salieron a tomar el aire, yo me quedé en mi sitio mientras trasteaba con el móvil y miraba al profesor de reojo. Él se dio cuenta de que lo observaba y se dirigió hacia mí.

—Así que te has apuntado a un curso para crear aplicaciones, sin saber de qué la vas a hacer —intuyó, acercándose peligrosamente.

—Quizás sí que lo sepa, pero no he querido comentarlo porque la idea es muy buena y no quiero que me la roben —vacilé. ¡Sí! Era de ese tipo de personas que cuando tienen delante a alguien que les gusta, se crecen y dan lo mejor de sí. Sin embargo, después me rayaba sobremanera repasando una y otra vez las tonterías que había soltado.

—Chica lista —susurró de una forma muy sexy—. No te andas con rodeos. Eso me gusta.

—¿El qué? —No sabía a qué se refería.

—Que seas tan directa me pone mucho.

¡Joder! Casi me atraganté al escuchar su comentario. ¿Yo era directa? ¡¿Y él!? Aquel hombre no sabía si yo estaba casada, emparejada o si me gustaban las chicas, pero eso no le impidió soltar su ofensiva. ¡Él sí que fue directo!

—¿Qué vas a hacer después?

—¿A las dos de la mañana? —pregunté sorprendida.

—Sí, ¿tienes plan? —insistió.

—Supongo que me vas a invitar a tomar algo, ¿no?

¡Madre mía! O el efecto de las infusiones con ron aún persistía o su atrevimiento era contagioso.

—Me encantaría. —Sus frases cada vez eran más cortas y eso me excitaba.

—¿A dónde vamos? Dudo mucho que un jueves de madrugada estén abiertos los garitos.

—Podemos ir a mi casa —propuso, mordiéndose el labio.

¿Qué estaba pasando? Un tío atractivo, sensual y culto me estaba tirando los tejos de una forma poco sutil. Nuestra conversación era más básica y caliente que la de una película porno y me estaba gustando. Nadie había mostrado tanto interés en mí sin apenas conocerme, pero el cortejo actual ya no consistía en una conversación inteligente, tomar dos copas y lanzarnos miraditas. No. En la época de las prisas, todo se basaba en pronunciar unas frases picantes y a la cama. Eso era lo que imperaba; vivir el momento o, como yo lo calificaba con sarcasmo, follar al momento. Siempre había criticado esa actitud porque me parecía simple y de primates, aunque quizás me desagradara tanto porque, hasta ese momento, no había sido participe de ninguna.

—Creo que te has confundido conmigo. No soy ese tipo de chicas.

No cabía ni la menor dudad; nos iban a dar el premio al mejor guion de película X.

—¿De cuáles?

—De las que se acuestan con alguien que acaban de conocer y no saben ni cómo se llaman.

—Yo me llamo Héctor, ¿y tú?

—Mimi.

***

—¡Mimi! ¡Mimi! Eres una guerrera amazona, eres Afrodita, eres increíble… ¡Mimi! No puedo más. ¡Mimi, me voy! ¡Me voy, Mimi! —exclamó el atractivo profesor, desnudo sobre mi cuerpo, antes de llegar al clímax.

Se dejó caer a mi lado, jadeando y orgulloso de su entrega. Yo había disfrutado de tres placenteros orgasmos antes de que él «se fuera». Desde nuestra acalorada charla en el descanso, había sido incapaz de pensar en otra cosa que no fuese en nuestro encuentro sexual.

Al finalizar el curso, fuimos en moto hasta su casa. ¡Imposible que la situación fuese más morbosa! Tomamos un par de gin-tonics mientras nos devorábamos con prisa. Me desnudó apresuradamente, roció bebida sobre mis pechos y la bebió con pasión. Aquel hombre era un semental. Hacía tiempo que no gozaba tanto haciendo el amor. Nos lo montamos encima de la encimera de su cocina, en el sofá del salón y en la monumental cama de su dormitorio. Casi dos horas de sexo pasional, sin compromiso y con el único fin de deleitarnos de placer. ¡Fue mítico! Nunca me había dejado llevar y esa noche comprobé las ventajas de hacerle caso a mi instinto. Lo miré con deseo y solté una carcajada.

—¿Quieres más? —preguntó agotado—. Estoy acostumbrado a sesiones maratonianas de sexo, pero necesito coger fuerzas —dijo entre risas.

—No. Creo que por hoy ha sido suficiente.

—¿Por hoy? —Levantó el entrecejo—. ¿Eso significa que repetiremos?

—¿Bromeas? Eres el mejor amante que he tenido nunca, ¡estaría loca si te rechazo! —Me arrepentí de mi exceso de sinceridad. Aunque él me había llamado «guerrera amazona» y «afrodita», así que mi cumplido quizás no fue tan exagerado.

Héctor se echó a reír y me dio un beso.

—El mérito no es solo mío, ¡tú me pones mucho! —respondió. Dio un brinco y se levantó de la cama—. Voy a darme una ducha para refrescarme. ¿Te quedas a dormir?

—Solo si me preparas el desayuno cuando nos despertemos. —¡Bien jugado! Tenía que hacerme respetar y no parecer desesperada.

Se dio la vuelta y regresó a mi lado.

—Dalo por hecho.