Capítulo 8

Un poco de azúcar

Al final fui yo la que preparó el desayuno. Me levanté a las siete de la mañana. Teniendo en cuenta que conseguí cerrar los ojos pasadas las cinco, había dormido menos de dos horas. No tenía sueño. El subidón de conocer a Héctor y nuestro encuentro sexual me tenían alborotada. Sentí la necesidad de hacer algo que me mantuviese ocupada para evitar despertar a mi nuevo amante y repetir lo de la noche anterior. Estaba tan guapo desnudo entre las sábanas y dormía tan a gusto que no quise molestarlo.

Después de asearme en el baño, trasteé por su cocina. Abrí la nevera y bebí agua. Corté un poco de fruta, hice café, tostadas y lo serví sobre la encimera, que habíamos mancillado hacía unas horas.

—Qué buena pinta tiene todo —Héctor me sorprendió al susúrrame al oído y abrazarme por la espalda.

—Espero que no te haya molestado que tocara tus cosas para preparar el desayuno.

Me dio la vuelta para besarme con pasión. Aspiré de su aroma, que tenía un cierto dulzor y encendía cada poro de mi piel. Pasé mis manos por su cintura. ¡Qué atractivo estaba hasta recién levantado!

—En absoluto. Es un gesto muy bonito. Ahora tendrás que quedarte a dormir otra noche para preparártelo yo a ti. Habíamos quedado en eso, ¿recuerdas?

—Me parece justo —reí.

Separamos nuestros cuerpos antes de que reclamaran tocarse sin ropa. No podía liarme y llegar tarde al trabajo de nuevo. Comencé a explicarle todo lo que había preparado: el café, las tostadas, la fruta… cuando bajé la mirada a su entrepierna y observé su erección debajo del pantalón. Él me miró con picardía, se mordió el labio y se abalanzó sobre mí.

—Sé que es una falta de respeto no probar tu menú, pero ¿qué te parece si follamos como animales y después desayunamos para coger fuerzas?

¡Joder! ¿Quién podía resistirse a semejante oferta? ¡Era mejor que las que recitaba en mi curro! Creo que el sujetador se me desabrochó de golpe por la emoción. Me sujetó del culo y me alzó hasta la encimera para quitarme las bragas. Bajé su pantaloncito del pijama con los pies, dejando al aire su miembro viril.

—Eres tan sexy… —me piropeó en voz baja.

Hicimos el amor durante una hora. Aquel portento de la naturaleza se tomaba las cosas sin prisas. Y cuando te están dando placer, que se empleen a fondo es algo que una agradece. Cuando terminamos por poco me mareo de gusto. Se notaba que era un hombre experimentado en la cama y que sabía perfectamente lo que hacía. Me di una ducha rápida, probé dos o tres trozos de fruta y tomé un café con leche. Me vestí, cogí mi bolso y, al mirar la hora en la pantalla del teléfono, casi me da un infarto. Eran las nueve y media. Llegaba tarde otra vez y la excusa era inconfesable: «perdone, señor Gómez. Hacía tiempo que nadie me hacía sentir como una guerrera amazona y, entre orgasmo y orgasmo, he perdido la noción del tiempo». Ya me veía recogiendo mis bártulos y de patitas en la calle.

Héctor me acercó al supermercado en su moto al contarle lo que pasaba. Se portó como un caballero e intentó que llegara lo antes posible. Antes de despedirnos, nos dimos un apasionado beso y quedamos en vernos por la noche. Me tenía embobada. Era guapo, atento, amable y un amante de diez. Contemplé cómo se alejaba montado en su vehículo y solté un suspiro.

Me detuve delante de las puertas correderas del supermercado, preparándome para lo peor. El mini-Tarzán no pasaría por alto mi retraso, se volvería más loco que el enanito Gruñón y me despediría. ¿Cómo podía haber sido tan irresponsable al retrasarme otra vez? Sabía la respuesta a aquella pregunta: porque aquel trabajo me importaba un bledo. Me hacía infeliz y lo destetaba. Tal vez lo mejor fuera que me echaran.

La puerta corredera se abrió y entré con seguridad. A los pocos metros, me topé con el señor Gómez, que me saludó sonriendo.

—Buenos días, Mimi. ¿No puedes vivir sin nosotros?

—¿Qué? —pregunté.

—Es una broma, chiquilla. No pensaba verte por aquí en tu día libre y, aún menos tan temprano.

Si llegáis a verme la cara de gilipollas que se me quedó al escuchar que era mi día libre, aún os estaríais riendo de mí. No lo recordaba. Después de la noche tan movidita que había pasado con Héctor, me olvidé de todo. Hasta de que no tenía que ir al curro, pero fui. Pasada la vergüenza interior, sentí una sensación de alivio inmensa.

—¡¿No me digas que no te acordabas?! —espetó al ver que no reaccionaba—. Te toca trabajar el sábado, así que hoy guardas fiesta.

—Ya, ya —pronuncié al fin—. ¿Cómo no me voy a acordar? He venido a comprar —mentí.

—¿Y qué te hace tanta falta que has venido a primera hora?

—Un poco de azúcar.

—¿Azúcar? —repitió.

—Sí, para el café.

—El azúcar es malísimo. Yo endulzo el café con whisky o con ron —confesó como si su opción fuese mucho más saludable.

—¿Sabes qué? Te voy a hacer caso —le dije, sonriendo.

—¿Ah, sí?

—¡Claro! Ya no quiero azúcar. Me voy a llevar una botella de ron, una bolsa de hielo y unas infusiones.

¡Tenía el día libre! Y muchos orgasmos que celebrar.