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No eres tú, soy yo
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No soy yo, eres tú
Tal para cual 2
de Ebony Clark
Un año antes…
—Por favor, señora, deje de aporrear la puerta. Ya le he dicho que hay aire suficiente y que no le va a pasar nada.
Estuve a punto de mandarle a la mierda y añadirle que no cogiera ningún atajo y disfrutara del paseo. ¿Es que aquel imbécil se creía que estaba hablando con una histérica? Ya sabía que no iba a pasarme nada y que aquello de asfixiarse en el ascensor era una leyenda urbana, que venían con reserva de aire suficiente como para no agobiarme. Pero aquel no era el problema. El problema era que tenía una vista en media hora y no llegaría a tiempo a menos que aquel idiota hiciera algo rápido.
Pegué la boca a la ranura entreabierta de la puerta del ascensor.
—Mira, como te llames… Es la cuarta vez este año que alguien se queda encerrado en el ascensor. Para mí, la segunda, por si te interesa.
—A lo mejor es que no hacen buen uso.
Apenas acerté a entender lo que decía aquel héroe de pacotilla. No estaba segura, pero haciendo buen uso de mi racionalidad profesional, me hice la sueca a su comentario. Ya le diría yo en cuanto saliera lo que pensaba de sus opiniones y en el punto exacto de su anatomía donde podía guardárselas. Fingí ser una dulce damisela en apuros, cosa que solía funcionar la mayoría de las veces.
—Oye… Ya sé que no voy a morir, no estoy sufriendo ningún ataque de histeria ni nada parecido. La cuestión es que tengo que estar en el juzgado en media hora. Así que, si pudieras darte un poco de prisa, te lo agradecería muchísimo… Y cuando digo muchísimo, no estoy hablando en sentido figurado, ¿vale? No sé si los de tu gremio aceptan propinas o no, pero llevo en el bolso un billete de cincuenta euros que está deseando encontrar nuevo dueño.
Silencio al otro lado. Vaya, quizá la oferta no fuera de su agrado. Podía ser que me considerase una roñosa por el importe de la propina ofrecida. Bueno, cincuenta euros no estaban nada mal, ¿no?
Escuché un golpe seco en la puerta y me aparté enseguida. Al otro lado, pude ver un único ojo de un color azul intenso, asomando por la ranura. El bombero que atendía la emergencia desde el otro extremo de la puerta del ascensor debía ser el dueño de aquel ojo. Y seguramente de otras partes del cuerpo humano que yo no podía distinguir, porque estaba atrapada en el maldito ascensor y aquel pequeño detalle lo impedía.
—Enséñemelo.
¿Qué? Sacudí la cabeza, creyendo que había escuchado mal.
—¿Cómo dices? —pregunté con desconfianza.
—Que me lo enseñe —ordenó él con tono seco—. Su billete de cincuenta euros.
—¿En serio? ¿Puedes acelerar mi rescate con la ayuda de una propinita?
Claro, yo no podía ver que la cara del bombero ya había cambiado a varios colores, mientras yo continuaba con mi absurdo y repugnante intento de extorsión que, por otro lado, iba a jurar sobre la Biblia no haber cometido si se daba la ocasión.
—Pues claro, señora. Para eso estamos.
Hum, no sé por qué, pero algo en su voz me decía que intentaba tomarme el pelo. De todas formas, estaba desesperada. Lucas me esperaba al otro lado, impaciente. Nuestra clienta era un miembro muy influyente de la comunidad nórdica del sur de la isla. Lucas era un gran orador, pero yo tenía todos los documentos del caso en mi maletín, conmigo dentro del ascensor. Y nuestros jefes ya nos habían advertido: como no le sacáramos hasta el último euro al marido de Greta, un rico empresario madrileño dueño de varias salas de fiesta, ya podíamos buscarnos otro trabajo.
Sin pensarlo, extraje el billete de mi cartera y lo deslicé hacia arriba y hacia abajo por la ranura de la puerta, como si fuera la sexy y seductora pierna de una stripper en un bar de carretera.
—Vaya, pues era verdad. Parece auténtico.
Solté una palabrota al escucharle.
—¡Pues claro que es auténtico! Pero ¿qué te has creído? —le grité, furiosa.
—No sé… Mi padre siempre decía que no me fiara de los abogados, que son unas ratas mentirosas… Pero no, oiga, parece que usted es de fiar. Y no tiene pinta de rata… Bueno, al menos desde esta distancia no, ¿por qué no se acerca un poco más para que pueda verla mejor?
—Me encantaría acercarme más, señor No Estoy Haciendo Una Mierda Para Rescatar A Una Buena Ciudadana… ¡Pero estoy sudando como si esto fuera el horno donde el diablo cuece a sus pecadores! Y si me muevo, la cosa va a peor…
—A lo mejor es que lleva demasiada ropa. ¿Por qué no se quita esa bonita chaqueta de Bimba y Lola? Le queda muy elegante, eso sí… Pero ahí dentro debe de haber unos treinta y cinco grados.
—¿Me estás sugiriendo que me desnude? Ay, Dios, esto es la pera… —De pronto caí en su sorprendente dominio de la moda femenina y le pinché en un arrebato infantil: — A ver, ¿cómo sabes que mi chaqueta es de Bimba y Lola, eres un diseñador frustrado o qué?
—Qué va. Es que le regalé una igual a mi madre por su cumpleaños, solo eso.
Miré con disimulo mi chaqueta de punto gris con los puños y cuellos ribeteados en negro. Combinada con mis vaqueros y mocasines, me parecía una excelente elección para llevar al juzgado; arreglada pero informal, como diría la madre de mi mejor amiga. Sin embargo, ahora que el agente de emergencias mencionaba el regalo de su madre, me hizo sentir mayor y poco atractiva. Seguro que lo notó, porque al segundo siguiente quiso arreglarlo… sin éxito, claro.
—Oiga, no se enfade… Le queda bastante bien, en serio… Se parece un poco a esa abogada de una serie de hace un millón de años… ¿cómo se llamaba? Tiene que acordarse, más o menos es de su época, ¿no?
«Ally McBeal, idiota, era Ally McBeal», grité mentalmente, furiosa porque el tío, no contento con meterse con mi ropa, ahora me llamaba carroza en la cara.
—Sí, lo que tú digas… —corté bruscamente.
—¿O era Remington Steel? —se preguntó él en voz alta, hablando consigo mismo al principio—: Ahora no lo tengo muy claro, pero usted debe tener más o menos la edad de mi madre, ¿a que sí? Seguro que se acuerda.
—No soy cinéfila —mentí.
— ¿No? Pues debería… ¿No ha visto Ben-Hur, la versión original?
Me golpeé la frente con una sonora palmada. ¿De verdad? ¿De verdad me había tocado el bombero humorista? Estaba a punto de darme un ataque, pero no de risa precisamente. Iba a gritarle a pleno pulmón que se dejara de hablarme de series y películas, que se estaba pasando y mucho al insinuar que yo tenía edad para haberlas visto en algún cine el día de su estreno. Me detuve al instante. Ya veía por dónde iba… Mi instinto me decía que solo pretendía, muy mal, todo fuera dicho de paso, entretenerme mientras me sacaban de allí. Debía ser el psicólogo del grupo. O el chistoso, no estaba segura.
—Pero ¿qué dices? Mira, ¿vas a sacarme de aquí o no? —apremié.
—Ya le dije antes que sí, señora.
—Sí, ya sé que lo dijiste… Pero también dijiste que tenías que esperar que tu compañero encontrase no sé qué llave maestra… Y yo no tengo tiempo que perder. Conque, ¿quieres o no quieres los cincuenta euros?
Otro silencio.
—No sé… ¿Es que le sobran o qué?
La pregunta me dejó perpleja. Seguro que él intentaba darme conversación, tal y como le habían enseñado en sus cursos sobre cómo enfrentarse a situaciones límite. Pero no era mi caso. Miré el reloj de pulsera y se me aceleró el corazón.
—Pero ¿qué coño importa si me sobran o no, no te estoy diciendo que te los quiero dar? —casi le grité, tratando de no perder el control.
—Es que quiero que quede bien claro que me los quiere regalar.
Apreté los dientes.
—¡Pues claro que te los quiero regalar! Toma, hombre, cógelo ya… Y te compras la edición Oro de coleccionista de Ben-Hur y unas palomitas a mi salud… ¡Pero sácame de aquí! —Lo dejé caer por la ranura y sentí como unos dedos recogían el billete al otro lado de la puerta.
Después, un sonido que recordaba al crujido del papel de cebolla junto a un teléfono. Una emisora de radio. «Oye, que la loca del ascensor quiere dar un donativo para Bomberos sin Fronteras, ¿qué hago, lo acepto?... Sí, como una cabra, tío… Más vale que te des prisa con la llave maestra. Estoy por largarme a desayunar y dejarla aquí hasta que vengan los de mantenimiento del ascensor…».
No pude contenerme por más tiempo. Aporreé el ascensor con los puños, con el maletín y hasta con un par de patadas al estilo Bruce Lee que había visto en alguna película.
—¡Oye, que me estoy enterando de todo! —chillé.
―… Vale, lo intentaré… No te prometo nada… Está como una regadera, en serio… Es que la oyes hablar y parece la abogada corrupta de una película de la Mafia, tío… Bueno, una mezcla de eso y un palo de fregona desmelenado… Date prisa, tío, da un poco de miedo…
—¿Cómo te atreves? ¡En cuanto salga de aquí, te voy a denunciar! ¡A ti y a todos los del cuerpo de bomberos! ¿Tú para quién trabajas, para el Ayuntamiento, para el Cabildo…? Es que me van a oír… —Me lancé a las amenazas como una estúpida, viendo que era imposible que llegase a tiempo a mi juicio—. ¡Y devuélveme los cincuenta euros!
Seguí golpeando la puerta y perdí la noción del tiempo. De pronto, las dos hojas metálicas se abrieron por completo y me lancé a los brazos del primer ser humano que encontré. Resultó ser Lucas, quien no parecía tan contento de verme como yo a él. Me apartó con brusquedad y cara de fastidio.
—Vamos a llegar tarde. Greta pedirá mis huevos como primer plato y tu culo de postre, que te quede claro.
Miré a Lucas con sorpresa. Ni siquiera parecía un poquito preocupado por que yo hubiera pasado una hora completa de reloj atrapada en el ascensor. En fin, no se lo tomaría en cuenta, ya que los dos estábamos nerviosos por el caso que nos traíamos entre manos.
—Estoy bien, gracias —dije, intentando no parecer ofendida.
Él me devolvió una mirada más amable. El suelo tembló, como siempre, bajo mis pies.
—Por cierto, ese bombero de ahí me dijo que se te había caído esto. —Lucas señaló al hombre de casi dos metros y vestido de azul oscuro que abandonaba el edificio en ese momento, cargado con su mochila de material de emergencias.
Miré el billete de cincuenta euros y estuve a punto de perseguir al bombero para decirle cuatro cosas. Pero se me hacía tarde, así que lo dejé estar y le deseé al bombero mentalmente, suerte con su carrera en El club de la comedia.
***
Y así empezó todo…
Ahora que mi amiga Mimi ha logrado que su aplicación para ligar se convierta en un auténtico éxito, me he propuesto averiguar cómo es posible que haya triunfado cuando yo le auguraba un estrepitoso fracaso. Si tengo que tragarme mis palabras, necesito saber al menos en qué fallaron mis pronósticos. Porque, seamos sinceros. Soy abogada, especialista en divorcios. Algo tenía que saber yo de la condición humana y de sus muchas miserias.
Pero no. Mimi lo ha hecho. No hay memo soltero o incauta aburrida que no quiera crearse un perfil y probar suerte en eso del amor. Ahora, la chica que se arruinó al pretender que, en una isla con un clima genial, prosperase un negocio de adopción de pingüinos, es la chica que puso en marcha el negocio juntaparejas más boyante desde Hombres, mujeres y viceversa. La cuenta bancaria de Mimi ha dejado de lucir aquel deprimente tono rojo chillón, que ha sido sustituido, para alivio de mi amiga, por un bonito azul cielo. Ahora, Mimi recibe avisos de su banco para ofrecerle préstamos y ventajas. Como si fuera una brillante mujer de negocios y los del banco se dieran de bofetadas para tenerla contenta y que no se lleve sus ganancias a la competencia.
Dicho lo cual, me reitero. Tengo que saber por qué Mimi ha triunfado, de lo cual me alegro sinceramente, y por qué llevo toda mi carrera rompiendo parejas cuando, como la canción de los Beatles, todo lo que la gente necesita, es amor. Así que he elaborado una lista de posibles factores o motivos que hacen que un ser humano, y en concreto una mujer, se lance a la loca aventura de emparejarse:
Porque es muy mono (vamos, que está como un tren).
Porque contribuye a alguna causa humanitaria.
Porque no le importa ir al súper.
Porque quiere portarse como el perfecto caballero y ayudar a una dama en apuros, incluso cuando ella no necesita que la ayuden.
Porque le gustan los animales.
Porque es sensible y llora con las películas románticas.
Porque es un fuera de serie en la cama.
Porque nunca olvida tirar la basura.
Porque siempre se acuerda de las fechas clave.
Porque tiene tiempo para sus amigos y es capaz de escuchar sin juzgar.
Porque sabe perdonar.
Porque aguanta a tu familia.
Porque es muy mono
Aplicación de citas TalparaCual. Sección NomeCreonada.
No nos engañemos. Eso que dicen en las pelis románticas sobre la primera cosa que nos atrae del otro… es mentira. Una mentira como una catedral. Queda bien, eso es verdad, cuando dicen los protagonistas: «fueron sus ojos, los hoyuelos que se le forman en las mejillas cuando sonríe, el modo en que se ahueca el pelo tras las orejas…». Mentira, mentira podrida. Seamos sinceras. Nos fijamos en el culo, como ellos. En si está en forma o un poco fofo. En su corte de pelo y en si lo tiene casposo o grasiento. En si le huele el aliento. En las manos sí, eso es cierto. Pero no de una forma onírica y romántica. Es porque a ninguna le gusta ver unas manos callosas y de uñas roñosas acariciando sus pezones. También nos fijamos en la ropa, en si está limpia y no es de saldo, en como la combina. Si lleva pantalón estrecho al tobillo y calcetines blancos al aire, yo lo descarto definitivamente. Por supuesto, si se agacha delante de mí y le asoma la hucha, es que me largo sin despedirme. En eso nos fijamos. Y no conozco a ninguna mujer que me haya rebatido eso en años. Somos así. Pero sería interesante si alguna puede aportar algo más… ¿En qué te fijas tú? Ya sabes cómo funciona esto: deja tu comentario. Si es respetuoso o no, me importa una mierda. Este es mi espacio y mando yo. Si no me gusta, lo borro y a otra cosa mariposa. Hasta la semana que viene, si quieres.
Fdo.: NomeCreonada… cabreada y madrugadora forzosa.
Cerré de golpe el portátil tamaño pigmeo que tenía en los muslos desde hacía un par de minutos, desde que me había desvelado por enésima mes aquel mes. Y como en las ocasiones anteriores, parecía que el desvele me inspiraba una cita instantánea que me apresuraba a colgar en la web de Mimi. No fallaba… La música me llegaba desde el exterior y sabía que no eran imaginaciones… por enésima vez aquel mes. Vaya, ya estaba otra vez el idiota de las mancuernas. Así no había manera. Miré el despertador y chasqueé la lengua al comprobar que eran las siete y media. Resulta que por culpa de aquel energúmeno obsesionado con sus músculos, estaba yo madrugando más que cuando tenía los exámenes finales en la facultad. Si es que no se podía ser más majadero… Salté de la cama como una valkiria a punto de merendarse a una horda guerrera enemiga y me dirigí a la terraza con paso firme.
Eché una ojeada, con disimulo. A ver, que el aire era de todos y nada me impedía salir a mi terraza para respirarlo un poco si me apetecía. Me cerré hasta el cuello la rebeca multiusos ―la llamaba cariñosamente la piojera, muy adecuada para ir al súper o bajar la basura― que me había echado sobre los hombros. Que no era plan salir al balcón en bragas y camiseta y que aquel idiota creyera que le enviaba señales erróneas.
Me hice la loca cuando aquel cuerpo de dios griego, sobre el que descansaba una cabeza cubierta por un espeso cabello negro, detuvo su ritual de movimientos al percatarse de mi nefasta sesión de espionaje. Joder… Contra mi voluntad, pensé: «es el puto Aquaman pero sin melena». Si es que tenía de todo y todo en su sitio. Aproveché para darle un repaso muy rapidito a los ojos de un azul intenso que ahora se clavaban en mí con una mezcla de curiosidad y burla. Me fijé en las marcadas líneas de su mentón y en lo alto que era… El muy patoso casi daba con la coronilla contra la bombilla del tejado de la terraza cada vez que practicaba una serie de me tiro en plancha y me levanto de un salto… que seguro que el ejercicio tenía un nombre técnico pero el deporte no era mi fuerte.
Tiré de las mangas deshilachadas de mi rebeca, estirando cada lado con la mano contraria y crucé los brazos sobre el pecho. Aquel hombre parecía tener rayos láser en las pupilas y, opción A, me estaba escaneando de arriba abajo como si fuera Terminator a punto de elegir algún arma destructora con la que hacerme picadillo. Opción B, intentaba adivinar si debajo de aquella ropa antilibido que yo llevaba, había un conjunto sexy de catálogo de lencería que me convertía en la mujer de sus fantasías y me perdonaba la vida.
Como no decía nada, levanté la mano en el aire, cuidando mucho que no se abriera mi rebeca y destruyera sus ilusiones con la visión de mi camiseta de los Minions agujereada. No fue un saludo. Era más bien una forma de decirle «Oye, que te he pillado mirando y empieza a resultar un poco violento».
Claro que él podía decirme lo mismo. Porque tampoco es que yo le hiciera ascos a la espléndida visión de su anatomía. Pero yo tenía una excusa y él no. A mí me había despertado una música estridente que resultó ser el tema principal de la película de Rocky, Eye of the Tiger. Vamos, que del susto, había pegado un salto en la cama como si tuviera al mismísimo Rocky subiendo y bajando las escaleras de mi edificio y aporreándome la puerta para anunciarme que iba a partirse la cara en un combate.
Y no era la primera vez. El vecino macizo me tenía hasta los ovarios. Así que en cuanto pudiera recuperar el habla perdida por el impacto de aquellos abdominales, pensaba decirle cuatro cosas.
—¡Buenos días! —me gritó el muy descarado desde su terraza.
Por supuesto, no contesté a su saludo afable. Me limité a gruñir, sin perderme detalle de cómo se moldeaba su espalda mientras él se inclinaba para dejar una pesa en el suelo.
—Hola, vecina —insistió él, ignorando mi expresión malhumorada—. Espero no haberte despertado.
¿En serio? Me pareció que se estaba pitorreando de mí. Cualquiera que viera mi aspecto, mi pelo enmarañado y las legañas aún pegadas en mis párpados, sabía perfectamente que acababa de tirarme de la cama.
—Me gusta madrugar —continuó él, sonriente. Se estiró para recoger la toalla que había dejado en el suelo y secarse el sudor del pecho.
¿Ya había dicho que el torso de aquel hombre era lo más parecido a una plancha de adoquines del Leroy Merlín? Traté de no pensar en ello y le dediqué otro de mis gruñidos encantadores.
—Oye, perdona si te he molestado. Pero cuando no tengo guardia, me gusta entrenar temprano. Así aprovecho mejor el día.
¿Cuándo no tengo guardia? ¿Y qué era, médico, policía…? Me picaba la curiosidad, pero antes muerta que parecer interesada.
—Pues qué suerte —dije con evidente sarcasmo.
—Para compensarte, te dejo elegir la música, si quieres.
«Qué generoso», pensé. Compartir su discografía pasada de moda con su vecina desconocida y con pinta de no comerse un rosco. Estuve a punto de decirle dónde podía meterse su oferta, pero me contuve.
—Tienes cara de haber pasado mala noche. ¿Te apetece un chocolate con churros? Hay una cafetería a la vuelta de la esquina. Yo termino en diez minutos. Si quieres, nos vemos abajo y te invito. Por las molestias.
Aquel tío estaba alucinando. Me despertaba un domingo a las siete y media y encima pretendía que me fuera a tomar churros con él como si nada. Ahora sí que valoré seriamente mandarlo a la mierda, sin rodeos.
—Mira… como te llames —empecé a hablar, segura de que mi voz sonaba como la de la niña de El exorcista cuando pasaba su peor racha de posesión demoníaca. Mejor, así le quedaba bien claro lo que opinaba de sus churros y de sus abdominales—. ¿Tú sabes qué día es hoy? Lo digo porque me has levantado con ese himno para nostálgicos y casi me da un infarto. Y así, desde hace un mes. Que no quiero parecer la vecina revientafiestas, ¿sabes? Pero ¿qué tal si, en adelante, te marcas tus tropecientas flexiones a la hora en la que el resto de los mortales no esté durmiendo? O por lo menos, cuando lo hagas, te montas tu película en cine mudo y así no fastidias al vecindario.
La expresión cordial del hombre desapareció y fue sustituida por otra de desconcierto y puede que enfado. Se colocó la camiseta con rapidez y fue recogiendo lentamente sus cachivaches de musculitos.
—No te ofendas, ¿vale? Es que se me iban a atragantar los churros —añadí con una sonrisa triunfal. Por lo visto, le había chafado a conciencia su plan dominical.
—No me ofendo. Y para tu información, ya he terminado. Pero como estoy en mi casa, mañana toca a la misma hora, princesa. Conque, si no te conviene, te compras unos tapones y listo.
Abrí la boca para lanzarle unas cuantas amenazas al más puro estilo del lejano Oeste. Pero se ve que él llevaba más tiempo despierto y su capacidad de reacción estaba muy por encima de la mía.
—Tranquila, que ya me voy. Ya puedes disfrutar de tu magnífico día con las cosas que las tías amargadas como tú suelan hacer— dijo, ufano—. Nos vemos mañana, vecina.
Y al despedirse, todavía tuvo el cinismo de lanzarme un beso volado. Deseé tener el poder de teletransportarme hasta su terraza para hacérselo tragar.
Menos mal que el toque de unos dedos en mi hombro me sacó de la espiral de pensamientos violentos en la que había entrado. Me volví hacia Mimi, apretando los dientes.
—¿Otra vez te ha despertado el vecino? —me preguntó, somnolienta.
Asentí, poniendo mi mejor cara de arpía calculadora.
—Otra vez —repetí con tono frío—. Este no sabe con quién ha topado. Mañana mismo me entero de quién es el presidente de la comunidad de vecinos de ese edificio. Les voy a meter un puro que se van a enterar.
—Joder, Dani. No te lo tomes como algo personal. Si es que tienes el oído fino, reconócelo. Yo ni me entero. Acabo de levantarme porque olvidé poner en silencio el móvil y no paran de entrarme notificaciones de WhatsApp.
—No tengo el oído fino. Lo que tengo es el sueño ligero y problemas para conciliar el sueño. No pienso permitir que este idiota me toque diana un domingo y se vaya de rositas. Ni hablar. —Mantuve los ojos clavados en la terraza de enfrente—. Esto es la guerra, Mimi. Si quiere pelea, se la voy dar. Pues buena soy yo…
—Dani… Que te conozco —me advirtió Mimi—. Que el pobre hombre no hace más que entrenar. Cualquiera que te oyera, diría que está montándose una orgía en pleno balcón.
—No me regañes. Y no te pongas de su parte. Lo hace para fastidiar, eso está claro. ¿Pues no ha querido el tío invitarme a desayunar?
—Coño, Dani, pues haber aceptado. —Mimi me dio un codazo en las costillas, divertida—. A lo mejor, hasta te cae bien. Y a lo mejor, se te quita esa cara de chupar pepinillos en vinagre que llevas puesta desde…
—A ver qué vas a decir… Que te veo venir. —La miré con cara de reproche.
—Dani… Yo solo digo que lo de tu excedencia te está pasando factura, solo eso. Y aunque no lo reconocerás nunca, te molesta que Lucas no te haya llamado ni una sola vez para interesarse por ti.
—No metas a Lucas en esto —la paré en seco. Intuía por dónde iba y no me gustaba.
—No le he metido yo, Dani. Lo haces tú misma. Porque lo has idolatrado durante años y ahora te sientes dolida porque él, y esa es la verdad, tiene su propia vida. Y tú, amiga mía, no formas parte de ella ahora que ya no compartís trabajo ni despacho.
—Somos amigos, eso no ha cambiado —repliqué sin demasiado convencimiento.
En el fondo, Mimi tenía razón. Por más que me lavaba los dientes, no podía quitarme de la boca aquel extraño sabor a decepción. Y en parte, se lo debía a Lucas. Mi compañero de trabajo, mi complemento perfecto en los juzgados. Recordé como hacíamos de poli bueno y poli malo ―yo hacía siempre de malo, por supuesto― cuando algún cliente nos contaba la película de su vida, que resultaba ser una gran patraña. Recordé cómo nos mirábamos el uno al otro y, sin decir una palabra, le adivinábamos las intenciones al cliente y nos poníamos de acuerdo con la estrategia que debíamos seguir en el caso.
Recordé todas las veces que nos quedábamos hasta tarde en la oficina y pedíamos comida china en el restaurante que había en nuestra misma calle. Lo atento que era cuando me guardaba la última empanadilla rellena… Lo bien que le sentaban sus pantalones de pinza y su camisa de Emidio Tucci a juego. Lucas sí que era la fantasía de cualquier mujer. Trabajador, detallista, leal…
¿He dicho que estaba casado? Lo estaba. Con Irene. Rubia, alta, delgada, elegante, siempre con el cabello en su sitio. Perfecta. Y muy lista. Había sido la primera de su promoción, como Lucas (también tenían eso en común). Era pediatra, de las mejores. Las mamás se la rifaban en la consulta de la clínica privada donde trabajaba. Irene les hacía a los niños sus trucos de magia con sus Pin y Pon y ellos ni rechistaban cuando les tocaba revisión o vacuna. Los niños la adoraban. Además, en su tiempo libre, Irene era voluntaria de todas las causas benéficas. Campeona regional de golf en la categoría femenina, experta cocinera, amante hija de sus padres… Una crack en todo ¿Se notaba demasiado que no me caía bien? Y no es porque le hubiera echado el lazo a Lucas antes que yo. En realidad, Irene daba un poco de miedo. Era como una especie de replicante de Blade Runner. Un ser superior de otra galaxia que se hacía pasar por humana para pasar desapercibida y que, tal vez, aguardaba el momento para descubrir su verdadera identidad y acabar con nuestra raza a golpe de su palo de golf.
En cualquier caso, no era asunto mío. De hecho, nunca había pensado tanto en ella como desde que me había cogido la excedencia. Cuando Lucas y yo trabajábamos codo con codo, Irene me era indiferente, o eso creía yo. Tenía la sensación de que le ganaba terreno porque Lucas pasaba más tiempo conmigo que con ella. Me conformaba con eso, así de mezquina era yo. Pero ahora, me daba cuenta de que estaba equivocada. Para Lucas me había vuelto invisible al parecer, en todos los aspectos. Ni un ¿cómo estás?, ni un ¿necesitas hablar?, ni un vuelve, te echo de menos. Sí, para qué mentir. Estaba decepcionada y mucho. Y puede que Mimi tuviera razón y Lucas fuera la causa. E Irene por extensión, aunque no fuera demasiado justo con ella. Porque Irene no tenía la culpa de ser tan perfecta. Pero ella lo tenía y yo no. Yo solo tenía a Mimi. Y al idiota del piso de enfrente que me despertaba un domingo a las siete de la mañana. Y ese ni siquiera era nada mío.
—Anda, vamos a prepararnos un desayuno de esos que tienen de todo, como en las pelis americanas. —Mimi me echó el brazo por los hombros para obligarme a entrar. Me conocía. Sabía que cuando se me metía algo entre ceja y ceja, no lo dejaba estar.
—¿Tortitas, huevos con jamón, judías y todo eso? —La miré, preguntándome de dónde íbamos a sacar toda aquella materia prima que no formaba parte de nuestra dieta habitual y que no encontraríamos en la nevera. A lo mejor, Marín se había dejado caer con una cajita de croquetas recién salidas de la freidora…
—Pero ¿qué dices? —Rio Mimi, sacudiendo la cabeza—. Empecemos con zumo de naranja y unos sobaos con café con leche y luego ya veremos. Nuestra versión Spanish del desayuno.
Asentí. Me parecía buena idea, ya que la exhibición atlética del vecino me había desvelado... por enésima vez.