En una montaña muy pedregosa podían verse cuevas excavadas en la roca de las que se decía que, siglos atrás, habían estado habitadas.
Según contaban, cerca de una de ellas había habido un antiguo monasterio del que ya no quedaban vestigios.
En una ocasión, un joven llegó hasta ese monasterio y solicitó ser admitido como monje. Pero después de pasar unos meses allí, al comprobar que entre los monjes también había envidias y pequeñas rencillas, se dio cuenta de que lo que realmente buscaba era una completa soledad.
Para cumplir ese profundo deseo se instaló en una de aquellas cuevas, decidido a vivir como ermitaño. Prefería vivir solo que verse sometido a las reglas de una comunidad.
Durante muchos años vivió discretamente. Pocas personas sabían de él. Pero, con el tiempo, su fama de hombre prudente y sabio creció, y muchos acudían a él. A menudo le hacían partícipe de sus penas porque había corrido la voz de que sus consejos ayudaban a superar tanto los sufrimientos del cuerpo como los del alma.
En cierta ocasión subieron a visitarle tres amigos afectados por desgracias que tenían relación con la salud y la mala fortuna. El ermitaño los acomodó en una cueva cercana a la suya y acordaron verse al día siguiente a la salida del sol.
—Ahora no soy capaz de escuchar vuestras penas —les dijo al dejarlos en la cueva próxima—. Necesito prepararme para que no me afecten cuando las escuche.
El ermitaño los despertó de madrugada y todos juntos emprendieron el camino hacia la cima de aquella montaña donde crecía una encina que había resistido centenares de inviernos y tempestades. Cuando llegaron allí, ya había salido el sol. Se sentaron a la sombra de aquel árbol y el ermitaño les dijo:
—Contadme.
Los tres amigos fueron desgranando sus penas: enfermedades, inesperados golpes de mala suerte, problemas familiares... Cuando terminaron de hablar, después de un largo silencio, el ermitaño les ordenó:
—Ahora colgad de las ramas de este árbol las penas que me habéis contado. Al menos os sentiréis aliviados mientras permanecéis aquí arriba.
Entonces se dieron cuenta los tres amigos de que no eran los primeros que colgaban allí sus penas. De las ramas de aquella encina pendían sufrimientos mucho más difíciles de sobrellevar que los suyos.
—Las han ido dejando otros visitantes que han pasado por aquí antes que vosotros —les dijo el ermitaño.
Los tres hombres se miraron en silencio. Después de ocupar todo el día en charlas intranscendentes, cuando el sol comenzaba a caer, el amable ermitaño les dijo:
—Es hora de bajar; no podemos quedarnos aquí más tiempo. Pero antes tenéis que cargar con alguna pena de las que cuelgan en el árbol, la que sea, porque sus viejas ramas no pueden sostener tanto peso.
Los tres optaron por cargar con las que habían traído. Eran más livianas que la mayoría de las que habían visto colgadas.
Al marchar hacia sus casas, después de lo que habían visto acompañados por el ermitaño, tenían la impresión de que las penas que llevaban consigo no eran tan pesadas como cuando llegaron.
Dice un viejo proverbio persa que la paciencia es un árbol de raíz amarga pero de frutos muy dulces. Cualquier obra humana duradera, tanto individual como colectiva, es fruto del trabajo duro y, normalmente, lento. Hay que dar tiempo a las plantas y los árboles para que nos entreguen sus frutos.
«El que sube una escalera debe comenzar por el primer peldaño.»
WALTER SCOTT
«La paciencia es la fortaleza del débil y la impaciencia, la debilidad del fuerte.»
EMMANUEL KANT
«Los males que no tienen fuerza para acabar con la vida no la han de tener para acabar con la paciencia.»
MIGUEL DE CERVANTES