Unai y Julen eran amigos. Muy amigos.
Julen era un poco mayor y mejor deportista. Eso le daba un gran ascendiente sobre Unai que este aceptaba de buen grado. Adonde Julen iba, también iba Unai. Los dos eran excursionistas, escuchaban la misma música; a los dos les gustaban las mismas películas…
La madre de Unai había observado que su hijo siempre iba detrás de su amigo y le imitaba en todo lo que podía, y se lo hizo notar. Su intención era que su hijo no se dejara llevar por su amigo, pero este se lo tomó como un halago y se reafirmó en su conducta.
—No eres más que su sombra —le insistió ella.
Ese fin de semana salieron de excursión. Acamparon cerca de un torrente. Al atardecer aparecieron negras nubes que precipitaron la puesta de sol. El valle quedó sumido en la oscuridad. Se oyeron truenos lejanos. Algunos relámpagos, como cuchillos de fuego, abrieron el vientre de la noche. El aire se cargó de humedad y de malos presagios.
—No podemos quedarnos aquí —dijo Julen—. Si se desata una tormenta y crece ese barranco, nos arrastrará.
Decidieron refugiarse en la casa de colonias que había al otro lado del bosque. Empezaba a llover. Julen tenía prisa para empezar a andar.
—¿Vamos a dejar aquí la tienda? —preguntó Unai.
—No tenemos tiempo de desmontarla.
Tomaron lo más imprescindible y se pusieron en marcha. Unai no cogió ni la linterna. Se fiaba tanto de Julen que ni siquiera pensaba en esas cosas prácticas.
Se adentraron en el bosque. La tormenta cada vez era más fuerte. Julen corría sin mirar atrás. Unai apenas podía seguirle. Por fin lo perdió de vista y también dejó de ver el reflejo de la luz de la linterna sobre los troncos de los árboles. Tuvo que detenerse. No podía avanzar porque no llevaba luz propia con la que iluminarse.
Más tarde volvió a caminar, pero siempre daba vueltas y regresaba al punto de partida.
Solo entonces se dio cuenta Unai de que no podía ir por la vida sin luz propia. Por fin comprendió que las advertencias de su madre eran prudentes. Se sintió muy decepcionado por el comportamiento de Julen, que lo había abandonado en medio de la oscuridad, pero entonces ya no podía reaccionar.
La prudencia nos dice qué debemos hacer. Es la virtud que nos ayuda a conducirnos de manera inteligente en toda circunstancia. El valor, el coraje, se han de atemperar con prudencia; si no, se convierten en temeridad, que puede conducir al desastre.
«El necio muestra enseguida su enojo; el prudente pasa por alto la ofensa.»
SALOMÓN
«Gran parte de la prudencia consiste en preguntar.»
FRANCISCO DE VITORIA
«Prudencia es saber distinguir las cosas deseables de las que conviene evitar.»
MARCO T. CICERÓN