Alberto se puso el bañador y salió a la playa. Era un día de principios de agosto. Se anunciaba un día caluroso. El sol estaba asomando por el este. Solo algunas finas nubes blancas cruzaban el cielo.
Se acercó a la orilla y miró al horizonte. Enfrente, dos velas blancas se alejaban mar adentro. A su izquierda faenaban tres barcas de pesca.
Alberto se sintió contento. Levantó la vista. Al fondo, hacia el oeste, sobre la colina, rodeado por una pequeña arboleda, se dibujaba el perfil del castillo de piedra. Se veía borroso, pero consiguió recrearlo con su imaginación porque lo conocía de las vacaciones del año anterior.
Se descalzó y echó a andar hacia allí pisando en el límite adonde llegaban las suaves olas. Después de muchos días de calor, el agua estaba tibia.
Cuando llevaba un rato, se dio cuenta de que le precedía una larguísima sombra que arrancaba de sus pies. En ocasiones se proyectaba totalmente sobre la arena y otras veces se ondulaba sobre las olas.
Aún no había nadie en la playa, pero la sombra le hacía sentirse acompañado. Tuvo la sensación de que, como ella, él también había crecido aquella noche.
Después de caminar un buen rato, llegó al pie del castillo, levantado sobre una roca que se adentraba en el mar.
Un grupo de niños, que procedían de un camping cercano, estaban jugando en el agua que lamía los pies del castillo. Se metió entre ellos y se olvidó del tiempo. Después de jugar un buen rato que él mismo no sabía calcular, decidió regresar. Echó a andar. Enseguida observó que no le precedía la sombra como antes. Se volvió y vio que la llevaba detrás. Pero quedó consternado al ver que era muy pequeñita. Se había encogido en el rato que había estado jugando en el agua.
A medida que iba avanzando, la sombra que le seguía se iba acortando todavía más. Hacia el mediodía, Alberto llegó a casa llorando.
—He perdido a mi sombra —le dijo a su madre.
Ella le consoló. Tuvo que explicarle que la sombra que proyectaba no dependía de él sino del sol y de la posición que este ocupa a cada momento en el cielo.
—La sombra no la creas tú —le explicó su madre—. Va delante de ti cuando el sol te da de espaldas y es tanto más corta cuando más alto va el sol.
Después, cuando ya cesó de llorar, le explicó que lo mismo nos ocurre a las personas: crecemos, como crecen nuestras sombras, cuando nos impulsan los que están detrás de nosotros. Por eso siempre necesitamos a otros para seguir creciendo.
Hay personas que disfrutan cuando están en compañía de otros y pueden conversar con ellos. A las personas que les gusta la comunicación humana las consideramos sociables. Esta cualidad suele ir unida a la simpatía.
«El hombre, ese ser tan débil, ha recibido de la naturaleza dos cosas que deberían hacer de él el más fuerte de los animales: la razón y la sociabilidad.»
LUCIO ANNEO SÉNECA
«Ningún hombre es una isla; cada humano es una parte del continente, una parte del todo.»
JOHN DONNE