14 de agosto de 1994
El atardecer.
Un milagro.
Así fue como la mayoría de nosotros lo vimos. La única forma en que yo lo vi. Un milagro nos había golpeado inesperadamente y todos teníamos que movernos de prisa, teníamos que actuar con rapidez. Nadie entendía cómo se había materializado realmente este milagro. Cómo se reveló tan precipitadamente en verdad, nadie podía asegurarlo. Pero algo era evidente, algo quedaba claro: Dios respondía finalmente a nuestras plegarias. Por fin reconocía nuestros años de sufrimiento y nuestras peticiones a la Virgen.
Para ser sincera, nunca había sido religiosa; ni siquiera espiritual. Mi madre sí lo era y, a través de ella, había atestiguado muchas cosas, especialmente en los días de los santos. Cada año, el 8 de septiembre, mamá preparaba un altar con flores y velas para conmemorar el Día de la Virgen y transformaba la estancia en una capilla bendita. La Virgen del Cobre. Nuestra amada y santa patrona. Incluso en los días en que era un suicidio garantizado poner un pie en una iglesia, mamá siempre lo había hecho y asistía a Misa regularmente. Mi madre era de las que hubiera muerto por la fe –una mártir, por así llamarla– y naturalmente había intentado sembrar sus creencias en mí. Pero nunca caí presa de ellas. No era creyente. Mitos y cuentos de hadas: así es como veía yo la religión. Más bien salí a mi padre: la educación y la política eran mi religión. Escribir, mi salvación.
Pero esto se acabó. Estábamos viviendo un Periodo Especial en Cuba –así lo llamaba el gobierno– y yo no creía ya en nada. No había nada especial en este periodo, nada estimulante o entrañable. ¡Qué desperdicio de palabras, qué léxico travestista! Y esto se lo debemos a un maestro del lenguaje, un virtuoso del diccionario y la verborrea. Periodo Especial: ¡sí, cómo no! Era simplemente un nuevo portento de nuestro maestro en manipulaciones, otro eufemismo para el infierno de nuestra vida diaria. No había futuro. No había libertad. Y, ciertamente, no había comida. Pero lo peor de todo, gracias a nuestros apagones cotidianos, no había electricidad ni luz hasta por doce horas seguidas. Todos aborrecíamos eso por encima de lo demás: las largas e interminables horas sin luz. Pero ahora todo había cambiado, y aun yo reconocía el incidente por lo que era: un milagro. Le agradecí a Dios por Su misericordia. Le agradecí la oportunidad. Un par de manos benefactoras habían entreabierto las puertas de este infierno –no, las habían abierto de par en par– y, junto con los demás, yo también quería salir.
Sólo que había un gran peligro en esto, un gran inconveniente: correr el riesgo de vivir. Pero no importaba. Ya me habían arrebatado mi sueño, ya me habían destruido de adentro afuera. Los que acá llevan la voz cantante se deleitaban con todo eso. Te robaban tus esperanzas. Te amarraban el alma haciéndote desesperar. Toda mi vida había querido ser escritora, pero eso nunca sería posible. No en esta isla. Vivir en Cuba era existir en la derrota: derrotas de día, derrotas de noche, derrotas grandes y pequeñas a perpetuidad. Derrotas que te corroían por dentro y te carcomían desde fuera. No era simplemente que nos sintiéramos empantanados en la derrota, sino más bien ahogados en ella: en un diluvio de temor y desilusión. Continuar viviendo acá significaba reiterar la derrota y, aun a mi corta edad, me sentía muerta por dentro.
Pero ahora, todos los que luchaban para combatir aquel círculo vicioso tenían esperanzas nuevamente. Todos los que luchaban por una nueva oleada de vida empezaban a huir. De este infierno en vida había nacido un éxodo y, como de costumbre, un vuelo frenético a través del agua, un escape forzado y agitado. Pero en esta ocasión, milagrosamente, quienes controlaban los accesos no detenían a nadie, no estaban arrojando a nadie a la cárcel. No lo hacía nuestro jefe con su uniforme verde de siempre. Ni sus ministros con sus maneras amenazantes. Ni siquiera sus centinelas anónimos o los bastardos sarnosos de azul. Así llamaba yo a nuestra policía: bastardos de azul.
¿Qué más podía ser esto? ¿Qué más, sino un milagro? No tenía dudas de que Dios había atado sus manos, de que Dios había cegado sus ojos. Incluso debía de estar poniendo palabras en sus bocas. ¿Por qué otra razón el hombre de verde habría hecho el anuncio hace apenas unas noches? Y declaró al mundo que éramos libres de salir. Regocijado, advertía a todos que nos permitía huir. E impartía su bendición sobre nosotros; es decir, si alguien lo hubiese creído capaz de semejante acción. Así supimos que se trataba de un milagro. Entendimos entonces que debía de ser obra del Señor. Comprendí, más que nada, que debía aprovechar este milagro y que también debía partir.
Todo comenzó el 5 de agosto, el día en que la ira de Dios se manifestó atroz: no sólo ante los ojos de la patria, sino ante los del mundo entero. Nuestro milagro del 5 de agosto de 1994, año de nuestro Señor. Justo aquí, en el Centro de la Habana. En el Hotel Deauville, a unas cuantas cuadras de donde vivía.
Algo había predestinado los eventos de ese día inolvidable. Algo o Alguien o Alguna Fuerza Ignota. Nadie lo ponía en duda. Estábamos en el pico del Periodo Especial y las tensiones habían escalado en la isla durante semanas, a partir del 13 de julio. Fue el día en que treinta y dos hombres, mujeres y niños murieron en el mar, asesinados justo frente a nuestras costas. El hombre de verde y su caterva de bastardos le llamaron accidente, un infortunado accidente. Su legión de embusteros insistieron en que intentaban solamente detener una embarcación secuestrada para rescatar a los pasajeros inocentes.
Pero, ¿por qué entonces hicieron chocar su lancha rápida contra la patera una y otra vez? Golpearon la embarcación hasta partirla en dos. ¿Por qué entonces lanzaron chorros de agua a los tripulantes para que se ahogaran rápidamente? ¿Y por qué, si tanto les importaban los inocentes, esperaron más de una hora antes de emitir señales de ayuda por la radio, en tanto familias enteras se ahogaban ante sus ojos? ¿En tanto sus hermanos gritaban agonizando y los adultos sujetaban a los niños para evitar que se ahogaran? ¡Asesinos! ¡Terroristas! Cada vez que pensaba en esas almas desvalidas debatiéndose por mantenerse a flote y asfixiándose con agua de mar, me llenaba de tal rabia que quería gritar.
Desde el 13 de julio podía percibirse la tensión encrespando las calles. La Habana se había convertido en un estercolero de hostilidad y mis hermanos y hermanas se sentían cada vez más animosos y hacían una crítica abierta a la policía, cuando nunca antes se habrían atrevido a hacerlo: era algo sencillamente impensable. Los planes de huida se sucedían sin pausa, aunque esto significara otro secuestro, incluso si el intento de escapar hubiese tenido un final trágico. Y sí que fue un año de huidas. Sólo en 1994, mis hermanos y hermanas batieron el record. De ese tamaño era la desesperación, así de grande la miseria. Nunca antes el cubano común se había sentido tan hambriento, tan maldecido. Desde los asesinatos del 13 de julio, se había estado urdiendo una fuerte tempestad; todos nos sentíamos poseídos por una suerte de fuerza imparable. Esa tempestad finalmente tocó tierra cuando, en los últimos días del mes de julio, se propaló un rumor.
Como muchos rumores, había trozos que eran verdad y otros que no lo eran. Circulaba una historia de que la gran Águila del Norte había enviado una embarcación monumental para recoger a cuantos cubanos cupieran en ella. Todos nos creímos ese cuento de hadas, aunque para muchos no sonaba tan extravagante. No con el éxodo del Mariel, vivo todavía en nuestra memoria.
No pasaría mucho tiempo antes de que una muchedumbre gigantesca confluyera en el Malecón, esperando y rezando para que llegara la embarcación. Algunos aseguran que se contaban hasta cinco mil hermanos y hermanas congregados a lo largo del rompeolas en espera de su llegada. Nunca apareció. Era un cuento nacido de la esperanza y la desesperación aguijoneadas, un cuento de embarcación.[1] Con todo, aun días después de la desilusión devastadora, las multitudes reunidas en el Malecón no se habían retirado por completo. Persistían vestigios de lealtad, merodeando y cocinándose a fuego lento, hasta que finalmente, el 5 de agosto el infierno completo se liberó: ocurrió El Maleconazo, como se le llegó a conocer.
Yo lo escuché estando en casa, a unas cuantas cuadras del punto álgido. Quería correr hacia el jaleo y participar, pero Rigo, mi marido, me lo prohibió. No me dejó salir de casa. De acuerdo con los que tuvieron la fortuna y el privilegio de atestiguar el incidente y ser parte de la historia, un chico no mayor de 16 años intentó penetrar en el Hotel Deauville: una trasgresión grave para cualquier cubano, es decir, para cualquier cubano común y corriente.
Desde que nacíamos aprendíamos la regla de oro que se sigue acá: los únicos afortunados en cruzar las puertas de cualquier hotel eran los turistas y extranjeros, o los miembros de la elite. Entendíamos que era por nuestro bien, como escudo para proteger nuestros ojos de la riqueza que había dentro: zapatos que no eran para nuestros pies, comida destinada a satisfacer otras barrigas, no las nuestras. Este chico de dieciséis años al parecer nunca aprendió la regla de oro o no tenía interés en seguirla. Nadie sabía con precisión qué pasaba por su mente, pero una cosa sí se sabía. Mientras discutía con el bastardo que bloqueaba la entrada, los que estaban cerca se unieron en defensa del chico e intervinieron en la discusión.
– ¿Por qué no puede entrar? –exigían saber –. ¿Por qué no puede?
Lo que sucedió a continuación lo presenciamos en un abrir y cerrar de ojos. Una fuerte bronca. Brotó una chispa repentina. Alguien empujó a alguien y en un instante se liaron enfurecidos. Quienes se hallaban cerca intervinieron e intentaron evitar que el policía arrestara al chico. Pero todo sucedió tan repentinamente como el movimiento apresurado de una ola. Esta ola que avanzaba veloz y nos brindaba imágenes y sonidos desconocidos en nuestra ciudad. El sonido más glorioso de todos vino en forma de cristales estallando. Quién sabe qué, o quién sabe quién había hecho trizas los grandes ventanales de la fachada del Deauville, y el espectáculo más espléndido fue una lluvia de astillas de vidrio. Nadie ni nada podía detener la lluvia de cristales que se estrellaban contra el suelo.
El Maleconazo. Los que mandan aquí lo llamaron terrorismo. Pero ellos no buscaban aterrorizar. Aquello fue mera oratoria política, propaganda mezquina. El Maleconazo fue un acto de valentía, un acto de osadía. Un hotel desfigurado: el símbolo de la división de clases que tanto odiamos acá; incluso el hotel era un punto de referencia en el Malecón. Pero junto con la destrucción vino la resolución y nació un levantamiento. Todos estos secuestros y escapes y desafíos habían encendido la chispa de una resistencia y, por primera vez en treinta y cinco años, surgían disturbios y protestas en nuestras calles. Mis hermanos y hermanas y sus vidas sedentarias por primera vez se sentían impacientes y encendidos y yo, como una joven insurrecta que trabajaba para derrocar este régimen, no podía sentirme más emocionada.
Así es como me veía: no como disidente ni como pacifista, sino como insurrecta. Disidente era una palabra muy bonita. Pacifista, patética. La palabra insurrecta atravesaba el corazón mismo de nuestra desesperación en una brutal y despiadada arena de combate. Puesto que lanzaban piedras y botellas contra el Deauville, fue una insurrección. Ya que afuera entonaban cantos de libertad, aquella vez se trataba de una auténtica revolución, de una verdadera revuelta. Se acabó la apatía. Estaban desapareciendo la naftalina y el estancamiento que amenazaban con asfixiarnos a todos. El mito de esa patera gigante se desvaneció rápidamente, pero la decisión de huir y vivir de nuevo había nacido otra vez.
Mas no todos vieron el evento del 5 de agosto como un milagro. Algunos, como Rigo, lo vieron como una locura. Otros, como Mamá y mis hermanas, lo vieron como mera estupidez. Yo era una de tres hijas en mi familia: la hermana de en medio, la que estaba justo en el meollo del asunto o siempre perdida en la confusión. Tenía una hermana mayor, Pilar, y una hermana menor, Angélica. Mi madre, Inéz, aún seguía muy vivaz, y mi padre, Alejo, ya no estaba con nosotros.
Con la misma determinación de siempre para perseguir mis sueños, esperaba encontrarme con algunos obstáculos en el camino: los colocados por las mujeres de mi vida. A ellas podía yo controlarlas, pero Rigo era cosa aparte. Siempre consideré que tenía en mi esposo un compañero inquebrantable y no esperaba que el único hombre que había amado se convirtiera en mi mayor obstáculo. Y en eso se convirtió exactamente los últimos tres días: en un obstáculo; y no sabía cómo haría para librarlo.
Partirían mañana de Cojimar, aquel pueblo pesquero cercano que Hemingway hizo famoso. De Cojimar serían catapultados casi todos mis hermanos y hermanas y, de igual forma desde ahí, mi mejor amiga Amalia y su novio, Henry, partirían también. No pasado mañana ni un día después, sino mañana mismo, el 15 de agosto.
Como pintor y escultor talentoso, el mismo Henry había construido la balsa. Podía hacer cualquier cosa con sus manos y construyó nuestra robusta embarcación en tan solo un día, confeccionándola únicamente con tallos de caña de azúcar y maloja. Mientras que la mayoría de las balsas se ensamblaban con tiras de hule de neumáticos y otros plásticos flotantes, Henry se negaba a utilizar esos materiales. Tanto despreciaba los plásticos que no soportaba reconocer que su título universitario era en Artes plásticas. Henry nos aseguró que nuestra embarcación no requería de nada tan antinatural como el plástico. La maloja, originalmente una hoja –la cubierta verde exterior del tallo de la caña de azúcar que se retiraba durante la cosecha y se quemaba en los campos– poseía una flotación natural superior y era más durable que el plástico. Era un hecho poco conocido. Así que bautizó a nuestra embarcación con el nombre de La Maloja. No era el más propicio, pero bajo las circunstancias le sentaba bien. Yo no había visto aún la balsa, y tampoco quería verla. No quería hacerlo anticipadamente. Debo admitir que estaba asustada. Pero también confiaba en sus habilidades. Si La Maloja era buena para Amalia, también lo era para mí. Henry quería irse por dos razones: su arte y sus ideas, que consideraba una y la misma cosa. Arte y Comunismo. Dos enemigos naturales. Dos hermanos que, más que mostrar rivalidad, se insultaban mutuamente. En cuanto a Amalia, no le importaba nada más que Henry. Si su novio se marchaba, ella haría lo mismo.
Era la tarde del 14 de agosto. Algunos veían en el atardecer esa hora mágica en que luz y oscuridad se mezclan con la delicia de un abrazo de amantes. Pero el crepúsculo era la parte del día que menos me gustaba. Nunca había disfrutado esos momentos de oscuridad parcial en los que ni la luz del día ni la oscuridad de la noche cedían para dejar prevalecer al otro. No se podía confiar en el crepúsculo. Me parecía licencioso, indeciso. ¿Era la luz que se perdía en la confusión, o quizás era que tramaba secretamente algo en la almendra de las cosas? ¿Era la luz una ladrona tratando de escapar o una ladrona esperando dar su golpe? Sólo había una cosa que me gustaba del atardecer. No la suavidad de sus colores, sino la velocidad con que declinaba: esos momentos fatales de la tarde cuando la luz se fusiona con la oscuridad con la rapidez de la marea baja; esa manera suya de desaguar todos los errores del día y devorar sus desastres. Atardecer: el deterioro del Día. Amanecer: la muerte de la Noche.
Cómo anhelaba que llegara la noche. Cómo anhelaba que la mañana estuviera ya aquí. Por la mañana me habría ido. Pero Rigo y yo seguíamos peleando y no había manera de disipar la terca resolución del Crepúsculo. Este crepúsculo del 14 de agosto no cedía y se aferraba a la luz para salvar su vida. Si la oscuridad por lo general la disipaba con la facilidad de una lluvia pasajera, este crepúsculo no se dejaba humedecer ni empapar en absoluto. Seguía flotando sobre los vestigios de la luz, rehusándose a desvanecerse en la noche.
Rigo y yo seguimos discutiendo por horas de igual manera. Por fin teníamos la casa para nosotros y podíamos pelear como pareja normal. Mamá y mis hermanas estaban no sé dónde y regresarían en cualquier momento, y en verdad ya estaba al límite de mi tolerancia. No le daría otros argumentos. No le imploraría más. No le gritaría de nuevo. No podía perder más tiempo. Sólo quería que me dijera una cosa, y se lo preguntaría por última vez.
–Me voy mañana, Rigo. ¿Vienes conmigo o no?
¡Cómo esperé y esperé esa respuesta! El crepúsculo se arrellanaba largamente en sus partículas de indecisión y los pensamientos de mi marido también. Luego, repentinamente, mientras Rigo bajaba sus libros y se volvía para encararme, lo miré y me preparé. Aquí venía, la tan esperada respuesta, la misma respuesta de los últimos tres días. Lentamente caminó hacia mí y todavía puedo ver su imagen exacta, en aquel crepúsculo del 14 de agosto. Puedo decirles con precisión lo que traía puesto. Pero lo único digno de mención sobre nuestro atuendo de entonces era su monocromía.
Toda la ropa en Cuba era o bien monocroma, o lóbrega o deslustrada a secas. Si los pantalones eran azules. o marrón o kaki, rebosaban monocromía. Si las camisas eran verde olivo, beige o marrón claro, lamentabas su opacidad. Y si las faldas o blusas eran de color miel, o lavanda o verde mar, mustias languidecían. Todo colgaba plano e inerte de nuestros cuerpos cansados y sólo nuestros ojos contenían una brizna de vida. Ahora Rigo se asomaba a los míos profundamente, antes de darme su respuesta, y mis ojos marrones inquietos buscaban alguna clave; mi cara delgada, pero contundente, haciendo frente a su resolución. Se tomó su tiempo mientras acercaba sus manos a mi rostro. Me sonrió de manera extraña mientras deslizaba sus manos por los costados de mi cabello castaño y sedoso, que caía un poco más abajo de mis hombros.
–Sí –pronunció suavemente, casi inaudible en el barullo de este crepúsculo tenaz–. Sí, amor de mi vida, me voy contigo.
No lo escuché. Sólo podía escuchar la voz de mi cabeza que quería ahogarlo. Con un empujón lo alejé de mí y di un paso atrás, hacia la cómoda de nuestra habitación.
– ¡Pero chico! –reaccioné exaltada–. Ya te dije mil veces cómo funciona esto. ¿No lo entiendes? ¿No me crees? No tenemos que hacer el viaje completo por los estrechos. Sólo tenemos que llegar a aguas internacionales, a doce millas. Allá estarán los botes de rescate, allá nos estarán esperando los gringos. ¿No te das cuenta lo que significa? En apenas un día o dos llegaremos a Estados Unidos: ¡los Estados Unidos, Rigo!
– Amor –intentó intervenir–. Escúchame...
– ¡No, Rigo! ¡No me interrumpas! Ya sé lo que vas a decir. Escúchame tú a mí. Tú sólo quieres culpar a Amalia. Crees que esto es cosa de ella, pero no la culpes. Esto no fue invento de ella. No me ha lavado el cerebro. No me ha llenado la cabeza con planes grandiosos. Yo sola me he convencido, Rigo. Amalia se va porque Henry se va, y quiere estar con el amor de su vida. Si me amaras tanto como ella ama a Henry, también vendrías. ¡Así que no la culpes!
– Sí te amo, amor, sólo escúchame.
Pero sólo acerté a agitar la cabeza con furia y a gesticular. –No, Rigo. No quiero escucharte. ¡Tú escúchame a mí! Ya escuché todas tus razones. Sé que no quieres dejar a tu familia. Sé que piensas que los estás abandonando. Pero estamos haciendo esto justo por ellos. Llegará el día en que también quieran irse de Cuba y nosotros seremos quienes los sacaremos de acá, quienes los salvaremos. Está claro que no conocemos a nadie, pero estaremos juntos. Haremos nuevos amigos y formaremos una nueva familia. Eso es lo que hacen los amigos, Rigo. Los amigos se vuelven familia cuando no tienen a nadie más.
– Estoy de acuerdo, amor. ¿No me escuchaste? Dije que voy.
Aún no lo escuchaba, no del todo. No con el desasosiego que me mantenía en vilo. No con la furia de mis pensamientos que me tenían fuera de quicio y acelerada y lista para una confrontación. Esperé a que me rebatiera, a que refutara mis argumentos uno a uno. Mi marido era buenísimo discutiendo, muy bueno para argumentar y hábil para debatir, y me encantaba librar batallas mentales con él. Era uno de nuestros pasatiempos favoritos como pareja: discutir hasta morir. Pero había algo que no cuadraba. Era evidente que le ocurría algo. Sencillamente estaba ahí de pie, insensible e inerte, malhumorado y casi a punto de hundirse justo ante mí. Sus ojos parecían los de un niño herido y el dolor en su expresión era ahora un arpón que se hundía en mí, como por fin empezó a hacerlo el eco de sus palabras, filtrándose y penetrando profundamente en mis huesos.
– ¿Estás de acuerdo en qué?, –continué llena de rabia–. ¿De acuerdo en qué?
– En ir, amor. Dije que ‘sí’. Me convenciste e iré contigo.
Esta vez pesqué las palabras sin error alguno, todas. Pero sabía que debía de haberlas escuchado mal. Tenía que estar equivocada y enmudecí. No podía gritar dentro de mi cabeza porque era absurdo. A menos que esto fuera otro milagro. Y tenía que serlo. Estaba sucediendo tan de prisa, materializándose a partir de nada, como ocurre con los milagros.
– ¿Vas a qué? –pregunté de nuevo.
– Dije que sí, amor. ¡Sí voy!
Quería responder, pero mis palabras desertaban. Quería responderle con algo adecuado, pero sentía la lengua duramente subyugada, aun cuando la lancha rápida de sus palabras seguía embistiendo una y otra vez la patera de mis pensamientos y azotando la balsa de mi obcecación, hasta que, por fin, ésta se partió en dos. Qué tonta era. Incluso mientras me rociaba de esperanzas e intentaba acallar ágilmente mis dudas, no podía escaparme. No podía huir cuando todo ya había sido planeado. Podía asegurarlo. Rigo sabía lo que estaba haciendo. No era ningún inocente. Me estaba alimentando con falsas esperanzas sólo para que me callara. Si hablaba en serio acerca de venir y no era algo fortuito, ¿por qué le había tomado más de una hora entrar en razón y emitir señales de algo sensato, justo antes de observar cómo las metas de mi vida casi se ahogaban ante sus ojos? Entretanto, mi espíritu gritaba agónico y una vana esperanza asía un sueño desesperado para evitar que se ahogara. ¡Asesino! ¡Asesino! En eso se había convertido. Mientras la impotencia de mi alma luchaba por permanecer a flote y peleaba por no embotarse, rebosaba tal rabia que quise gritar. Pero estaba exhausta y no pude hacerlo. Tras esa riña silenciosa pronuncié mis palabras suave y débilmente.
– ¿Vas a venir? ¿Es lo que dijiste?
– Eso dije, amor. Me voy contigo.
– ¿Pero cómo, chico? Por tres días has estado diciendo que... has estado contando que... ¿Por qué...? Incluso has repetido que...
No podía terminar mis ideas, pero Rigo se me acercó impidiéndome continuar, colocando suavemente una mano sobre mis labios.
– Escúchame, amor. Ya me conoces. No creo en milagros ni en nada parecido, pero tienes razón. Acepto que las cosas no van a cambiar por acá. Nunca voy a realizar mis sueños a menos que nos vayamos. Voy, amor. ¡Me voy contigo!
– ¿En serio, chico? ¿Lo dices en serio?
– Lo digo en serio –confirmó–. Voy. Nos vamos.
Con todo, pese a la ternura en sus ojos, la duda me consumía y no lo aceptaba, aun al escuchar la respuesta que tanto había esperado.
– ¿Pero qué es lo que ha cambiado?, –insistí–. Durante tres días has estado riñéndome y resistiéndome y de mil maneras me has jurado que no lo ibas a hacer y lo has llamado “locura”. ¿Por qué ahora...?
Antes de que mi lengua terminara de secuestrar lo que quedaba de mis pensamientos, Rigo colocó nuevamente su mano sobre mis labios.
– Amor –respondió–. ¿Por qué no puedes dejarlo así? ¿Por qué siempre tienes que estrujar y estrujar y estrujar? Sí voy, y eso es lo único que importa.
Entonces fue que sucedió: cuando vi la luz que empezaba gloriosamente a filtrase hacia el interior de nuestra pieza, cuando noté la palidez de sus paredes, de un óxido suave y pálido que se acentuaba y oscurecía en corrosión carmesí. ¡Finalmente! La tarde por fin declinaba y se disolvía en las pozas mortales del crepúsculo. Manaba una oscuridad inconfundible... pero ahora veía más claro que nunca.
– Tienes razón, Rigo. Te estrujo mucho, ¿verdad? Voy a tratar de cambiar, amor. En cuanto lleguemos a Estados Unidos, te prometo que voy a cambiar.
Una sonrisa infantil y juguetona iluminó su rostro, una oleada de emoción animó sus ojos.
– Escúchame, amor. Sólo para que lo sepas, voy con una condición. No me voy a establecer en Tampa, ni en San Petersburgo. No voy a vivir en Miami ni en ninguno de los Callos. No quiero ninguna parte de Florida ni todo el cubaneo que allá hay. Si aceptas esto, mañana en la mañana estaré a bordo de ese ridículo artilugio de Henry, que te aseguro será un milagro si flota.
El súbito chascarrillo me tomó desprevenida, pero la burla contra Henry, no. A Rigo no le caía bien Henry, incluso cuando hubiesen debido tener una buena relación. Uno era arquitecto y el otro escultor. Sus profesiones no eran idénticas, pero sin duda eran fraternas. Ambos tendrían que tener mucho en común y compartirlo, pero en vez de infundirse respeto, sentían una aversión mutua.
– ¿A dónde, entonces? –pregunté–. ¿A dónde quieres ir?
–A California. Quiero vivir en California.
– ¿Los Ángeles?
– No, ¡no en Los Ángeles!, – prorrumpió con desdén–. Recuerda amor que, sobre todo, soy arquitecto, y una ciudad como Los Ángeles no tiene nada que ofrecerme. San Francisco: allá es a donde iremos.
– ¿A San Francisco?
– Sí, a San Francisco, un paraíso para cualquier arquitecto. No sé si alguna vez te conté, amor, que dedicamos un semestre completo a la arquitectura de San Francisco y desde entonces muero de ganas de ir allá. He querido ver y experimentar la arquitectura de la ciudad con mis propios ojos, especialmente un edificio que se llama Pirámide Transamérica.
– ¿Pirámide Transamérica? ¿Qué es eso? –pregunté.
– Oh, deberías verla, amor. Es el edificio más ingenioso del siglo veinte. Se construyó en forma de pirámide y es el más alto. Un ejemplo radiante del potencial del logro humano y algo que nunca verás acá en Cuba.
– Una pirámide, ¿eh? Qué interesante.
– Es más que interesante, amor. Es magnífica, una verdadera maravilla de arquitectura e ingeniería. Pero ésa es sólo una de las muchas maravillas y joyas de San Francisco. Hay otra estructura que se llama The Ferry Building que también es impresionante.
– ¿The Ferry Building? –repetí con mi acento hispano y ese peculiar redoble de las erres.
– Sí, amor, The Ferry Building en el Central Market. Deberías ver su torre con reloj. Es como una corona situada en lo más alto del edificio. Se modeló a partir del campanario de la Giralda de Sevilla.
– ¿Y?, –cuestioné al chispeante arquitecto–. ¿Qué tiene de especial?
– ¡Qué tiene de especial!, –replicó Rigo con un resoplido–. Que es uno de los símbolos más bellos de toda la ciudad. Fue tan bien construido que sobrevivió al terremoto de 1906. Es donde termina el Océano Pacífico y comienza Market Street. Piensa que es como su Malecón.
Me quedé estupefacta al escuchar semejante comparación. ¿Acaso este Ferry Building o el Marketplace podría de verdad ser tan especial como el Malecón? ¿La espléndida explanada de nuestra ciudad? ¿Ese collar dorado que se curva alrededor de la bahía y desde donde nuestras esperanzas y sueños cuelgan como talismanes invisibles y a la vez incandescentes? Lo dudaba.
– Jamás me has contado nada de esto, Rigo. Jamás mencionaste San Francisco o la Pirámide Transamérica o el Ferry Building en Market Street.
– Tampoco te he contado del estadio llamado Candlestick Park, que se posa sobre el agua, y que por años he soñado con ver ahí un juego de beisbol. ¿Para qué hablar de cosas que no tienen oportunidad de volverse realidad? –insistió–. ¿Para qué mencionarlas?
– Candlestick Park, ¿eh? Qué nombre tan raro.
– Es un nombre hermoso, amor, y San Francisco es una hermosa ciudad.
Seguí rumiando, vislumbrando. –Market Street, ¿eh? ¿San Francisco? Siempre supuse que terminaríamos en Miami.
– ¡Nunca!, –me rebatió Rigo–. ¡Fuera de toda discusión! Tiene que ser San Francisco. Encontraré trabajo en una compañía que diseñe torres de reloj y puentes, escuelas y bibliotecas, y haré los mejores diseños que los americanos hayan visto en su vida.
– ¿Y qué hay de los hoteles?, –pregunté–. ¿Qué hay de los hoteles lujosos que siempre quisiste diseñar?
– ¡Olvídalo!, –replicó enérgicamente–. Ya no me interesan los hoteles, ni lujosos ni de ningún tipo.
–Sí –concedí–; entiendo.
–Y también tengo que confesarte algo –añadió.
– ¿Confesarme, Rigo?
– Bueno –dudó un instante–. Si algo tenía que ser el catalizador de toda esta locura del Maleconazo, me alegra que haya sido una roca en dirección al Deauville, ¡en serio!
– ¿Por qué? –interrogué sorprendida.
– ¡Ese hotel es un soberano adefesio! –prorrumpió–. No sólo es un empalagoso espécimen de Art Decó, ¡siempre me pareció que lo cercenaron por la mitad!
No alegué. Personalmente, a mí me gustaba el Deauville. Pero después de lo que había pasado Rigo el último par de años, entendía muy bien por qué manifestaba esta repulsión hacia los hoteles y ya no quería saber nada de ellos. Quizá con el tiempo sería diferente, una vez instalados en Estados Unidos.
– ¿Y entonces? –inquirió–. ¿Estamos de acuerdo?
Dudé unos segundos. Debo admitir que no sabía gran cosa de San Francisco, sólo había escuchado del Golden Gate Bridge y de los gays que allá viven. Pero mientras más lo pensaba, más me agradaba la idea. Algo me decía que San Francisco podría ser la ciudad para una escritora tanto como lo era para un arquitecto.
– Bien –concedí–. ¡De acuerdo! Será San Francisco. No sé cómo llegaremos, y desde luego no conocemos a nadie allá, pero si quieres vivir en San Francisco, así será.
Rigo rodeó mi cintura y me alzó antes de besarme. Me sostuvo un rato largo y me miró con su sonrisa contagiosa. Hacía más de un año que no lo veía tan contento y que yo no compartía ese sentimiento con él. Nuevamente me regresó al suelo.
– Sólo una pregunta, amor. ¿Por qué mañana? ¿Por qué tan pronto?
– ¿Y por qué no? ¿Para qué esperar y dejarlo a la suerte?
– Es muy pronto, amor. ¿Cómo podremos estar listos para mañana?
– ¿Qué significa estar listos, Rigo? Vamos en balsa, ¿recuerdas? Sólo hay espacio para cuatro cuerpos, nada más.
Rigo sacudió la cabeza. Sonrió y sostuvo mi rostro colocando sus manos en forma de copa bajo mi mentón. –Tú siempre tienes una respuesta para todo, ¿verdad, amor?
Lo jalé para acercarlo y pasé mis brazos alrededor de su cuello. –Rigo, recuerda que los milagros no duran para siempre. Tenemos que actuar de prisa. ¿Y si mañana fuera el último día? ¿Y si hoy fuera el último día y aún no lo sabemos?
La expresión de su rostro cambió sutilmente. Sus pensamientos se volvieron introspectivos a pesar de que seguía mirándome con fijeza. Quería saber qué preocupaciones asediaban sus pensamientos, pero no lo iba a presionar.
– ¿En serio crees que es un milagro, amor? ¿En verdad lo crees?
– Lo sé, Rigo. Lo sé y también lo sabes tú.
– ¿Y estás segura de que tiene que ser mañana por la mañana?
– Mañana por la mañana, amor, el 15 de agosto de 1994. El día en que dejaremos todo esto y nunca más voltearemos para mirar atrás.
Seguía fijando su mirada en la mía, pero se reservaba y callaba lo que estaba pensando. Algo lo perturbaba. Su mirada era mi única pista. No podía descifrar con precisión si era de aceptación o de resignación, o si estaba pactando con la realidad. Pero sentí pena por él. A veces era como un niño herido e inocente y debía aprender a tratarlo con ternura, a escucharlo con compasión. Lo besé en los labios amorosamente.
–Vamos a celebrar –propuse–. Vamos a hacerlo ahora y mientras tengamos esta casa sólo para nosotros. Vamos a hacer el amor por última vez en esta tierra nuestra.
– ¿Ahora mismo?, –indagó –, y su mirada se tornó intensa y lasciva.
–Ahora mismo –le advertí.
No rechazó mi oferta, por supuesto. Hicimos el amor, gloriosa y magníficamente. Los últimos vestigios del ocaso cedían a la noche. La luz intimaba con la oscuridad, con la emoción y la fineza de una llama titilante. Nunca me sentí más cercana a Rigo ni con más pasión por él que durante nuestra unión ese ocaso que irisaba el frenesí del deseo y los puntos de luz distantes. Cuando terminamos, quise que me amara una y otra vez. Quería que este ocaso de deseo durara por siempre y que Rigo me tuviera entre sus brazos y nunca me soltara. Permanecimos en la cama y anhelaba desesperadamente quedarme adherida a él, pero su mente se ocupaba de otras cosas.
– Necesito informar a mis padres –dijo–. ¡Necesito darle la noticia a mamá!
– ¿Justo ahora? ¿Tienes que hacerlo justo ahora?
– Coño, mija, tengo que avisarles en algún momento, ¿no? Nos vamos mañana.
Tenía razón, y lo sabía. A pesar de que deseaba permanecer en sus brazos para siempre, Rigo era un hombre práctico. Tenía que informar a sus padres y dar por terminado el asunto. Yo no quería pensar en mi suegra ni en cómo me achacaría este asunto.
–Está bien –repuse–. Entiendo, amor, ve y diles.
Rigo se deslizó de entre mis brazos y se levantó de la cama y, en tanto yo, satisfecha, seguía sin moverme, él rápidamente se echó encima sus ropas con todo y su espléndida monocromía. Pero yo no podía moverme. Permanecí recostada de lado a pesar de que estaba en lo cierto: teníamos mucho que hacer, mucho que dar por terminado. Dentro de mí comenzaba a agitarse una energía inquieta y nerviosa, pero logré sosegarla al cerrar mis ojos; había logrado sumergirme cuando su voz me despertó abruptamente. Lo encontré sentado en el borde de la cama acariciándome delicadamente el cabello.
–Sólo quiero decirte una cosa más, amor, y recuérdalo mientras estoy fuera.
– ¿Qué?
– Me conoces. Sabes que cuando decido algo, significa hacerlo o morir, que no me retracto.
– Lo sé, Rigo. ¿Por qué lo dices?
– Porque, amor, a partir de este momento estoy comprometido; estamos comprometidos. Seguimos adelante con esto a pesar de cualquier cosa. No hay marcha atrás.
– ¿Yo, echarme para atrás? Yo no me echo para atrás, amor. Yo soy la que te acaba de convencer. La que te ha estado acechando por tres días.
Regresó a su rostro esa sonrisa perversa y juguetona. –Está bien, amor, está bien. Sólo quiero que respetes cómo me siento.
–Lo hago, Rigo. Tú recuérdalo cuando tu madre te ataque.
Ya había tenido suficiente de mí. Se inclinó para despedirse con un beso, pero yo no lo soltaba. Tuvo que arrancarse de mí. Después de una ligera batalla, finalmente se liberó y no perdió el tiempo en tomar su cartera y su reloj y salir de las paredes pálidas y carcomidas de nuestra habitación.
– ¡Sé fuerte!, –le grité–. Recuerda tus propias palabras cuando tu madre intente persuadirte de soltar esto. Sabes que va a dar la batalla, y será feroz.
No respondió, pero no importaba. Sabía la respuesta. Su madre creía que nunca se equivocaba. Él siguió su camino en silencio y bajó por el estrecho pasillo hacia la puerta principal, que abrió con suavidad. Su familia vivía cerca y preví que no le tomaría mucho tiempo. Yo había deseado la llegada de la noche, pero pronto empezaría nuestro odiado apagón nocturno y me aterraba quedarme sola en la casa durante las horas de oscuridad.
Se había ido. Desde mi cama escuché que cerró el zaguán pero sentí otra puerta que se abrió por dentro. Saldríamos de Cuba. ¡Dejaríamos atrás este Periodo Especial y no lo podía creer! Rigo y yo acabábamos de tomar la decisión más importante de nuestras vidas como marido y mujer y sabía que nos conduciría a las riquezas y promesas que tanto había añorado. Por fin podríamos salir de esta tiranía travestista. Por fin podríamos emerger de este crepúsculo de terror. Por fin podríamos escupir sobre este Periodo Especial, como se lo merecía. Debía haberme sentido extasiada, triunfante. Pero más que triunfante, sólo me sentía desinflada, perdida en medio de un vacío inhóspito. Me senté en la cama pero no sabía qué hacer conmigo misma. Parecía que había un millón de cosas que atender y a la vez ninguna.
Cierto, saldríamos de viaje mañana, pero no había nada que empacar, nada que llevar con nosotros. Si acaso nuestros documentos de identificación y, claro, nuestras actas de nacimiento. Estaba segura que Rigo querría llevarse algunos de sus diseños, pero dejaría que él se ocupara de eso. Partiríamos para iniciar una nueva vida. Quizás algunas fotografías, imágenes borrosas de los que amábamos y dejábamos atrás. Sola en casa y con el silencio que invadía la noche, todo lo que podía hacer era esperar, sentarme y esperar, o caminar por la casa y esperar, irremediablemente esperar hasta que todo mundo regresara.
¡Amalia! Debía decirle que era un sí, que teníamos luz verde, ¡que sí íbamos! Debía decirle a Amalia que no cediera nuestros lugares en La Maloja a nadie más, porque nos íbamos con ella y con Henry a primera hora de la mañana. En realidad no tenía ánimos de vestirme y salir, me sentía agotada por todo el amor que habíamos hecho; pero iría a ver a mi amiga y a contarle que había triunfado, que acababa de ocurrir un milagro.
Aparté las sábanas. Pese a la fatiga, me puse mi monótona ropa al tiempo que pensaba que muy pronto me encontraría también yo dándoles la noticia a mi madre y hermanas, y reflexionaba cuál sería su reacción. Ya les había advertido. Desde el 11 de agosto les había dicho que seguiría con esto y que nada me detendría. Aun así, contemplaba el panorama actual y me entristecía profundamente. Cuánto me parecía a mi padre: la pasión por viajar y una ambición enceguecedora me impulsaban a seguir, a costa de la familia y el hogar. Con tanto que hacer y pensar y sentir, me encontré de pronto paralizada y no hice nada.
Así que esperaría. Simplemente me sentaría y esperaría.
Clara, así es como me conocían. Nunca me gustó mi nombre. Un nombre tan anticuado, tan Cristiano, un nombre seleccionado por Mamá, por supuesto. Siempre me recordó a nombre de santo, pero yo no era santa. En ese entonces tenía diecinueve años y Rigo, veintiséis. Al día siguiente partiría a una nueva tierra, a una vida nueva, llevando conmigo todos los sueños y las esperanzas, todos los temores y las aprehensiones de una partida así. El júbilo me invadía, pero también el temor. Fuera lo que el destino nos deparara, la decisión había sido tomada. La vida había trazado su propia figura y la había grabado en nuestros destinos. La noche se acercaba rápidamente, pero la oscuridad no sería sino un espectro del pasado. Mañana por la mañana una luz me llevaría hacia delante. Mañana por la mañana comenzaría a vivir y ya no me sentiría muerta por dentro. Nadie ni nada nos detendría ni haría que retrocediéramos. Mañana por la mañana dejaría para siempre esta tierra natal; al menos así lo creía.