BAUTISMO DEL FIN DEL MUNDO
J aime Quezada acostumbra a saludar «desde el fin del mundo». Allá acude, con el pretexto de lecturas o talleres literarios, en pos de las illuminations que su volcán de palabras lleva dentro y que entran en erupción en la Patagonia, en las regiones magallánicas (a 2.500 kilómetros de Santiago) y la provincia Antártica Chilena, en el archipiélago de Chiloé —algo más próximo a la capital—, o en el Valle de Elqui, la tierra de la Gabriela Mistral que tanto le ha inspirado y a la que ha entregado tantos esfuerzos, escrituras y cariños, o en el Temuco de la infancia y adolescencia de otra de las vértebras de su ahondamiento lector, Pablo Neruda. En definitiva, su correspondencia vuela, para los que le apreciamos a este lado del Atlántico, desde la «australidad».
No resulta extraño, pues, que instalado en esa querencia por los rincones de la América recóndita, el poeta sienta cómo un «vivir y desvivirse cotidianamente» le conduce, por el contacto con esa dulce huida hacia las luces lejanas de otras latitudes, a la intensidad de la experiencia íntegra de cada instante, y que su mirada atienda a semejante totalidad; o, en sus palabras, a las «cosas de arriba y abajo [que] tienen sus encantos y realidades». No en vano, José Miguel Oviedo, en el cuarto volumen de su Historia de la literatura hispanoamericana , menciona a Quezada «por una obra enamorada de las cosas simples (su primer libro se titulaba Poemas de las cosas olvidadas , Santiago, 1965), de las memorias infantiles, del aspecto mágico de la naturaleza, de la realidad primitiva y elemental».
Ciertamente, Quezada es un «cosista» como Neruda, al que siempre siente cercano por dirigir, desde 1988, el Taller de Poesía de la Fundación Pablo Neruda. Es así, irremediablemente, un amante de los objetos que perpetran un recuerdo o encienden un ensueño, y un amante de las cosas intocables y eternas. Me consta que, al igual que en la Casa Museo La Chascona, en la que vivió el autor de Confieso que he vivido y cuya visita es tan grata y casi tan sorprendente como la de su domicilio de Isla Negra, enmarcado frente al Pacífico que estalla contra las grandes rocas que el escritor veía tras los ventanales, también el hogar de Quezada, pegado a la cordillera de los Andes, es un homenaje a la fraternidad de lo sentido en forma de todo aquello que encierre un tierno apasionamiento. Lo que no cabe allí, se lo guarda en el corazón, y lo lleva puesto sin olvido ni premura, y entonces lo comparte con aquellos a los que estima, de tal forma que a cada una de las cartas quezadianas le corresponde el clamor de un relato fabuloso: «La Tierra del Fuego existe. Y estuve allí en mi reciente viaje magallánico recorriendo esa isla de extensos bosques de alerces milenarios. También en Puerto del Hambre rodeado de gaviotines australes, hermosos y voraces. Y en la península de Última Esperanza (siguiendo la ruta de Darwin y Sarmiento de Gamboa) e isla de Desolación, poblada de pingüinos de Humboldt». En el trayecto y su meta imposible reside la aventura que nunca acaba por el hecho de estar «tan cargada de historia, navegaciones y estrellas polares».
Pero este Quezada viajero no se diferenciaría si su alma fuera sedentaria: lo no vivido sería sustituido por lo inventado, porque la mirada es «pura imaginación, hasta que el ramalazo de viento y agua y hielo golpeando tu rostro te hace de verdad parte de tan intensa y estremecedora geografía. La tierra allí se acaba ( finis terrae ). O, tal vez, comienza. ¡Oh, dios!». En este fin está el principio, como no puede ser de otra manera a ojos de un verdadero poeta que, además, convida a los demás a degustar las estrellas que él contempla en la rozadura del Polo Sur.
A este respecto, merece la pena consultar el prólogo a su edición del diario íntimo de Mistral, Bendita mi lengua sea , donde habla de una mujer «con mucho de agua memorial adentro y que quiere comunicarse íntimamente consigo misma y, a su vez, con su prójimo». Y es que estas palabras bien podrían servirnos para hablar del propio Jaime Quezada, que expresa siempre el afán por establecer una comunicación que es bendecida por su «maravillamiento» hacia las cosas y seres —el neologismo es de él—, así como por su forma de entender el misticismo español del siglo XVI. Y aun así, dudo que asintiera al lamento octosilábico de su, por otra parte, tan querida Santa Teresa, aquel que empezaba «Vivo sin vivir en mí...». Quezada siempre preferirá «vivir viviendo», expresión usual en él que ni suena redundante ni obvia —pronunciada, entre otros lugares, en su discurso de agradecimiento al Premio a la Trayectoria Literaria, otorgado por la Universidad Mayor de Santiago de Chile—, pues cuánta gente muere viviendo en vida mortal. Más bien, la espiritualidad de Quezada es tolstoiana, enraizada en el cristianismo del evangelio mayor: practicar la bondad.
De hecho, nuestro poeta, tras estudiar arte quiteño en la Universidad Central del Ecuador en 1969 y residir, durante los años 1971-1972, en México —en concreto, en la casa de un joven Roberto Bolaño y sus padres, estancia a la que dedicará su magnífico Bolaño antes de Bolaño (2007)—, se traslada a Nicaragua para trabajar en la comunidad cristiano-campesina fundada por el poeta sacerdote Ernesto Cardenal. A Quezada no se le ocurriría ir a la laguna de Walden para equipararse al aislamiento de Henry David Thoreau —con el que comparte el tacto esencialista de lo que le rodea y el amor por la naturaleza, pero no la inercia del silencio y la cotidianidad contemplativa—, aunque sí encontraría en el Gran Lago nicaragüense, en Solentiname, «refugio de poetas, místicos e intelectuales», como explica Osvaldo Rodríguez, otro tipo de soledad sonora , un nuevo camino para su poesía, la cual bebe del que tal vez sea su poeta preferido, San Juan de la Cruz, y «se llena de ecos bíblicos y se hace expresión del dolorido sentir de los pobres y oprimidos» (cita extraída de la presentación de una antología poética de Quezada publicada en el Boletín de la Fundación Federico García Lorca , núms. 37-38, Madrid, 2005).
De aquella etapa de grandes inquietudes sociales, enfatizadas por la represión pinochetista, surgiría Un viaje por Solentiname (1987), que tardó quince años en ver la luz desde su creación. Puesto que no hay precipitación nunca en el acto de encender la llama de la poesía, avivarla y extender su fuego a los demás; eso se acabará produciendo, aunque sea mediante la circulación clandestina en plena dictadura. Una paciencia que se refleja hasta en los títulos de sus poemas y libros, que solo concluyen cuando la palabra hermosa y críptica llega para completar cada calmado arrebato de inspiración: Huerfanías,Llamadura, «Tempranía»,«Retrotiempo»,«Leprosía»...
Me imagino a Jaime Quezada, en febrero del 2010, sintiendo el terremoto que asoló su país con una mezcla de pánico y fascinación. La Tierra le hablaba, a él y a todos los hombres, ¿pero qué quería demostrar con ese descarado arranque mortuorio? «Pareció la hora final del mundo —nos escribió—. Me salvó mi Cristo de Pátzcuaro o el Señor de los Milagros.» El latido del planeta se fundió con el latido de su percepción de las cosas de este mundo, y su carne y espíritu se mantuvieron invulnerables al temblor. En cualquier caso, quién podrá negarme que en realidad lo que le salvó fue su confianza en la naturaleza y su fe en la poesía; esto es, la manera en que uno acierta a comprender la existencia y a depositarla en forma de escritura —con la Ternura y la Residencia en la tierra de los dos premios Nobel chilenos, en su caso— cual ofrenda al Azar que transige en que permanezcamos vivos. Vivos y viviendo, mejor dicho.
T oni M ontesinos
Barcelona, agosto, 2011