Madrid, España. Agosto de 2013.
Ya queda poco del antiguo esplendor de Platanito, que tuvo su gran momento a mediados de los años sesenta del pasado siglo. Fue un torero valiente, que se jugaba la vida cada tarde, que llenaba las plazas de toros y que llegó a ser millonario, pero que ahora, viejo y arruinado, sobrevive vendiendo lotería a las puertas de la plaza de toros de Las Ventas y en las grandes empresas cercanas. Un día a la semana va a Televisión Española, donde es toda una institución. Algún empleado le permite pasar los tornos de entrada, utilizando su credencial para que pueda vender sus décimos. Muchos trabajadores, como Marcos, llevan años comprándole lotería, a pesar de que casi nunca da ningún premio. Algunos lo hacen por ayudarlo y otros porque les fascina la historia de Platanito, del triunfador arruinado, de la estrella que brilló con tanta fuerza que eclipsó a muchas otras, pero se apagó de la noche a la mañana.
Blas Romero, Platanito, nació pobre de solemnidad en Extremadura, en 1945. Su madre no tuvo reparos en dejarlo en un reformatorio, porque no podía hacerse cargo de todos sus hijos y a él le tocó la china. Allí pasó varios años en un tiempo en el que España acababa de abandonar el hambre pero no la pobreza, poco después de la Guerra Civil. Cuando salió de ese centro, su madre lo intentó internar en el mismo manicomio en el que, poco antes, había metido al abuelo del diestro y a una de sus hijas, pero, gracias a dios, no lo consiguió. «No nos traiga más gente», cuenta el propio Platanito que el director del sanatorio mental le espetó a su progenitora. Por eso, el chico se marchó de su casa a probar suerte en el mundo del toreo, como otros muchos desharrapados que no tenían otra forma de salir adelante. Jóvenes sin futuro que se convertían en muletillas, en buscadores de fortuna que se tiraban a los ruedos durante la faena de algún matador consagrado con la esperanza de que los vieran los apoderados y les ofrecieran una oportunidad. El joven Blas se echó al ruedo durante una corrida de la feria de San Isidro, la más importante del mundo, con esa intención. Cuentan que llevaba días sin comer y que tenía tanta hambre que, según iba corriendo para saltar al ruedo, le quitó un bocadillo de chorizo de las manos a un espectador, porque estaba seguro de que nadie iba a intentar recuperarlo cuando estuviera delante del toro. Pero tuvo mala suerte, lo atrapó la policía y lo metieron en la cárcel. Sin embargo, el muletilla no cejó hasta que le concedieron una oportunidad y, entonces, con el hambre dándole puñetazos en el estómago, la aprovechó. Triunfó y empezó a ganar mucho dinero. Tanto, que pensó que nunca se iba a acabar. Su vida se convirtió en una rutina suicida, desenfrenada, que consistía en jugarse la vida cada tres o cuatro días delante de un toro bravo de más de media tonelada de peso y recoger las ganancias. El éxito se convirtió en el peor aliado de aquel buscavidas que, entre juerga y juerga, ponía la suya en manos de la diosa Fortuna. Él mismo reconoce que a veces saltaba al ruedo borracho, casi incapaz de torear. Pero, aunque no hiciera buenas faenas, siempre daba espectáculo, y por eso el público lo quería y volvía una y otra vez a verlo. Llegó a ser tan famoso que protagonizó una película con grandes actores nacionales. Jugando a morir, se llamaba. Pero su estrella se apagó con tanta rapidez como se encendió y llegó el día en que perdió su encanto. Los mismos que lo llevaron a la fama, que le llenaban a diario la habitación del hotel de mujeres y de alcohol para que no preguntara por el dinero que ganaba arriesgando el pescuezo, se apartaron de él cuando dejó de interesarles. Muchos matadores y antiguos compañeros se negaron a compartir cartel. Cuando fue a buscar su dinero al banco, apenas había para sobrevivir y los únicos testigos que quedaban de su pasado glorioso eran las cicatrices que los cuernos de los morlacos le habían dejado en el cuerpo y en la cara. Pero había que sacar adelante a cuatro hijos, así que el gran torero tuvo que echarse en los brazos del esperpento. La única puerta que quedaba abierta era la de un show cómico en el que los matadores eran enanos vestidos extravagantemente y en el que había que disfrazarse de payaso para dejarse dar topetazos por un becerro y arrancar la risa de los niños y de los aficionados más obscenos. Así fue como el gran matador se convirtió en una parodia de sí mismo.
—Hombre, Platanito —saluda Marcos con alegría cuando lo ve entrar en la cafetería de Torrespaña—. ¿Cómo estás? Anda, danos dos décimos. Uno para mí y otro para mi amigo —dice Marcos señalando a Víctor, que ha ido a tomar un café con él para contarle la conversación con su jefe—. A ver si nos toca.
—Eso está hecho. ¿En qué quiere que termine el número?
—En trece —interviene Víctor—, por favor.
—Vale —dice el exmatador mientras corta dos décimos y se los entrega—, aquí tenéis vuestros millones.
—Pero esto acaba en diecisiete —observa Víctor.
—Sí —admite Platanito riendo—, pero es lo más parecido que tengo. Si quieren, aquí tengo otro que acaba en cuatro. Yo se lo vendo, ustedes hacen la resta y ya tenemos el trece.
—Anda —afirma Víctor, que ríe como su compañero—, dánoslos también, pero estos los pago yo, que si nos toca el gordo anulamos el viaje a Siria y nos vamos de crucero.
—¿Adónde dice que se van? —pregunta el antiguo torero.
—A Siria —responde Marcos.
—¡Pero ahí están en guerra! —exclama el lotero—. Les pueden pegar un tiro. A ver, ¿qué se les ha perdido a ustedes en Siria?
—Es nuestro trabajo —apostilla Marcos.
—¿Y qué van a ganar con ello? ¿Que los maten? Eso es muy peligroso.
—¡Mira quien lo dice! —exclama Marcos—. Un tío que se jugaba la vida todos los días delante de un toro. Fíjate, Víctor —dice señalando la cicatriz que recorre de arriba abajo el lado derecho de la barbilla de Platanito—. Mira qué regalo le dejó un morlaco.
Víctor asiente con los ojos clavados en la cicatriz de seis o siete centímetros que recorre el lateral del mentón del antiguo matador.
—Precisamente —responde el torero— por eso lo digo. Porque yo sé lo que es jugarse la vida y, también, lo que nos queda luego. Llegará un momento en el que miréis atrás, si es que seguís vivos, y os preguntaréis por qué lo hicisteis, y más os vale tener una buena respuesta preparada. La gente nos mira y nos admira mientras les damos lo que desean, pero ten por segura una cosa: no nos quieren. Solo nos quieren los nuestros, que son a los que hacemos daño cuando nos jugamos la vida. Ellos no quieren el dinero que ganamos arriesgando el pellejo; ellos quieren nuestro pellejo a su lado.
El extorero coge los billetes que le tienden los periodistas, les sonríe y se da la vuelta.
—Que tengáis suerte —dice Platanito mientras se marcha—, aunque no os toque la lotería.
El antiguo torero se marcha y el silencio dura unos segundos, hasta que Víctor lo rompe.
—¿Te irías a Siria si te tocara el gordo?
—No —responde tajantemente Marcos—. Me iría al Caribe a gastarme la pasta con un montón de tías buenas, por eso yo nunca miro si me ha tocado antes de un viaje. Pero no le des tantas vueltas, tío. Mira, no vas a perder tu puesto de corresponsal y tu sueldo por este viaje. Hazme caso. Te vienes conmigo, estamos allí unos días, grabamos unos planos y nos volvemos. Yo —continúa Marcos— tendré que adentrarme más, hasta Alepo, pero tú no lo necesitas. Te buscaremos un buen fixer que se quede contigo en la retaguardia rebelde. Me han dicho que ahora está mucho más tranquila porque el gobierno ha perdido un par de aeródromos desde los que despegaban sus bombarderos.
—Si lo sé, Marcos, pero tú sabes que a mí no me gusta la guerra.
—¿Y qué vas a hacer? —pregunta el español—. ¿Perder tu trabajo? Sabes que te será difícil encontrar otro con unas condiciones parecidas. Tampoco vas a marcharte de España, porque María tiene un buen puesto aquí. No te queda otra. Por cierto, ¿qué dice ella?
—Que no me preocupe, que con su sueldo podemos aguantar hasta que yo encuentre otro curro. Según ella, debería mandar a Óscar a tomar por culo.
—Siria siempre es peligrosa, pero —insiste Marcos— en tu caso hay muchos reportajes que puedes hacer sin llegar al frente. Desde hospitales hasta cómo han cambiado las rutas de suministros, porque ahora, además de abastecer a los rebeldes en el frente, hay que dar de comer a las decenas de miles de desplazados que hay en los campos del interior del país. Además, yo puedo pasarte varios temas, como la historia de una asociación que introduce prótesis para los mutilados o la de una niña que ha sobrevivido a varios bombardeos del gobierno y casi toda su familia ha muerto.
—Sí, tío —acepta el corresponsal estadounidense—, pero lo que más me jode es el chantaje al que me somete el hijo de puta de mi jefe. ¡Me gustaría verlo a él coger el chaleco antibalas e irse a Siria! Créeme, lo único que le interesa es su puesto. Le trae sin cuidado que a mí me peguen un tiro.
—Es lo que hay —Marcos se encoje de hombros—. Acepta y ponle condiciones. Ya que tienes que tragar, saca una buena tajada de ello.
—Sí —afirma Víctor con resignación—, tienes razón.
Afueras de Muadamiya, Siria. Agosto de 2013.
El viejo Mercedes del doctor Khatib avanza deprisa por las calles vacías de la periferia de Muadamiya. Aunque es un tipo prudente, prefiere ir a cierta velocidad para evitar ser un blanco fácil y salir de aquel condenado vecindario lo antes posible. Suda un poco y no habla. Tiene los cinco sentidos puestos en la carretera y en las calles que se abren a su alrededor por si se encuentra un control u hombres armados. Lleva la radio apagada y la ventanilla bajada para oír si hay disparos o explosiones. Hay que estar alerta. Una distracción puede costarles caro. Oye hablar a su mujer, pero no le presta atención.
—No tema, querida —dice la mujer, que se ha sentado en la parte trasera del Mercedes para ir con Nayla, quien, con la cabeza apoyada en la ventanilla y la vista perdida, acaricia el pelo de Jamal, que duerme recostado sobre ella—. Nosotros somos alauíes, por lo que no levantaremos sospechas entre los soldados. Además, mi marido es médico militar, del ejército, así que no creo que nos pongan problemas para cruzar el control que hay a la salida del barrio, y tampoco a la entrada de Damasco. O eso espero. Esta misma noche su hijo dormirá en un hospital y allí lo curarán. ¿No es así, querido?
—¿Eh? ¿Cómo? —responde el doctor, que no estaba prestando atención alguna a la conversación—. Eeeh, sí, Inshallah.
El médico piensa lo que va a decirle al soldado cuando les pida la documentación o si les pregunta por la mujer y por el niño. Al final ha cedido, como casi siempre que su mujer le pide algo. Pero esta vez no se trata de una cuestión sin importancia; no se trata del color de las cortinas, ni de si le pueden prestar dinero al hermano de ella, al que le encanta vivir por encima de sus posibilidades. En esta ocasión van a jugarse la vida por una mujer y por su hijo, a los que ni siquiera conocen. Pero él nunca ha sabido decirle que no a nada, y más cuando su esposa le ha recordado que ese niño podría ser el que ellos nunca han tenido. Sabe que ella lo quiere y que lo que más deseaba en este mundo era ser madre. También sabe que su mujer no es la culpable de que no puedan tener hijos y, por eso, no ha querido negarle nada jamás, aunque le cueste la vida. Si ella desea que se arriesguen por el pequeño Jamal, lo harán. Y no se hable más, aunque sea un disparate.
—¿Querido? Te estoy preguntando —dice la señora del doctor Khatib haciéndose la enfadada. Es evidente que es una mujer a la que le encanta hablar—. ¿Lo ve, Nayla? Mi marido no me hace ni caso. Yo aquí, hablando, y él a lo suyo. Tendremos que perdonarlo, porque tiene muchas cosas en la cabeza, pero a veces es frustrante.
—Naturalmente —asiente Nayla—, pero no me ha dicho su nombre. Me gustaría saber el nombre de usted, que tanto está haciendo por nosotros.
—Oh, claro, querida, me llamo Salma. Pero no diga eso, estamos encantados de ayudarlos. Demasiado tiene usted con un niño enfermo y con lo que le ha pasado a su marido. ¡Pobrecita mía! Mire, a mí me trae sin cuidado esto de los alauíes y los suníes y los cristianos. Para mí todos somos sirios. Por eso odio esta guerra. Además, ayudándolos a ustedes nos sentimos mucho mejor, porque verá, Nayla, desgraciadamente yo no he podido tener hijos —confiesa en voz baja para que su marido no la oiga, a pesar de que está absorto en la conducción—. Lo que más me hubiera gustado en esta vida hubiera sido darle un heredero a mi esposo, pero Dios me ha negado esa gracia, así que, salvando al suyo, me considero muy afortunada. Pero quizá la estoy molestando.
Siempre que sale el tema, Salma asume públicamente que la estéril es ella, aunque no es cierto. Es más, zanjó la cuestión hace años, cuando se hizo unos análisis y mintió sobre los resultados, que nunca enseñó a su marido. La esposa del doctor Khatib le dijo a su esposo que, según las pruebas, nunca podría concebir, pero lo que ella no sabía es que su esposo también se hizo los tests y conocía la verdad.
—No, señora —responde Nayla—, no me molesta en absoluto. Además, me ayuda a distraerme de todo lo que me ha ocurrido hoy.
—Bien —interrumpe el doctor—. En unos minutos llegaremos al control del ejército. Usted no hable a no ser que le pregunten y, si lo hacen, diga solo lo imprescindible. Cuanto menos hable, mejor, y, por supuesto, no diga nada de su marido. Pero lo más importante es que no vean la herida del niño, porque no quiero tener que dar explicaciones. Tápelo con esa manta, pero que no parezca que estamos intentando ocultar algo. Yo diré que usted es nuestra sobrina, la hija de mi primo, que se llama Mohammed. Dígame su apellido para que no nos confundamos.
—Como usted diga —acepta la madre.
—No se preocupe, Nayla —dice Salma—. Ya le he dicho que mi marido es médico militar, no nos pedirán nada. Cuando lleguemos a Damasco llevaremos al niño al hospital y telefonearemos a su familia, porque tendrá usted alguien que pueda ayudarlos, ¿verdad?
—Sí, tengo una tía, que es hermana de mi madre y nos aprecia mucho.
—Perfecto —dice Salma—, de todas maneras yo le daré mi teléfono para que me pueda llamar si necesitan algo usted o el pequeño. Llame para cualquier cosa. Estaré encantada de ayudarlos.
—Silencio —vuelve a interrumpir Khatib mientras disminuye la velocidad al aproximarse al control del ejército. Cuando llega a un centenar de metros de los militares, avanza muy despacio para que no piensen que son rebeldes o, quizá, un terrorista suicida que quiere hacer estallar un coche bomba. Observa con atención cualquier movimiento de los soldados, que ya los han visto, porque les hacen gestos para que se aproximen lentamente. Uno de ellos, un hombre de mediana edad bastante corpulento, que lleva una cazadora de cuero sobre el uniforme y un Kalashnikov colgado del hombro derecho, le hace una seña para que detenga el automóvil al lado derecho de la vía.
El Mercedes de Khatib recorre los metros previos al control muy despacio, sorteando las piedras y los hierros que los militares han puesto para que los coches tengan que aproximarse en zigzag. A los lados de la carretera hay dos tanquetas blindadas, equipadas con una ametralladora del calibre 7’62 mm en la parte superior. Ambas tienen las puertas cerradas a pesar del calor y, cerca de ellas, hay estacionado un todoterreno verde junto a varios coches civiles que los militares registran afanosamente. Cuatro o cinco familias intentan cruzar el control y los soldados los cachean y les hacen preguntas. A algunos los detienen y, a los menos, los dejan pasar.
Al lado derecho de la carretera, a unos 50 metros delante del coche, hay un grupo de tres hombres detenidos con las manos atadas a la espalda, custodiados por varios soldados que los apuntan con sus fusiles de asalto. Cuando el Mercedes se detiene, el doctor Khatib es el primero en hablar.
—Marhaba —saluda el doctor, porque esa fórmula la utilizan con frecuencia los alauíes y los cristianos.
—Marhaba —responde el soldado—. Documentos, por favor.
Khatib le entrega la cartera en la que guarda sus papeles, que antes ha prepararado cuidadosamente para que lo primero que encuentre quien la abra sea su carnet de médico militar. Junto a él hay una pequeña tarjeta en la que aparece la espada curva y de doble punta del imán Alí, un importante símbolo de los alauíes. El uniformado la abre y la mira con detenimiento. Aprovecha los últimos rayos de sol del atardecer para comprobar que el hombre de la fotografía es el mismo que el que conduce el automóvil.
—A sus órdenes, mi comandante —dice el soldado mientras le devuelve los documentos y echa un vistazo dentro del coche. Ve al niño dormido y a las dos mujeres que podrían ser la hija y la mujer del médico. No hay nada extraño—. ¿Qué hacen en Muadamiya a estas horas, doctor? Es muy peligroso. Hace un rato que hemos oído un tiroteo.
—Hemos ido a casa de mis suegros —responde Khatib sin titubear—. Cuando se marcharon de aquí por los combates se dejaron las escrituras de propiedad de la casa y algunos objetos familiares que tienen mucha importancia sentimental para mi mujer. Hemos venido a recuperarlos.
El soldado va a dejarles pasar, pero entonces Jamal se despierta. El efecto del calmante ha comenzado a pasarse, la herida de la pierna le quema. Empieza a llorar. El soldado lo ve y siente pena.
—¿Qué le pasa a su nieto, doctor? —pregunta el uniformado, porque es evidente que el niño tiene fuertes dolores—. Parece que le duele mucho algo. ¿Está bien?
A Khatib y a las dos mujeres se les hace un nudo en la garganta. Todo iba perfectamente, pero si los militares ven un niño con una herida de bala, indagarán. Les pedirán los documentos y, si descubren que no son familia, tendrán que dar muchas explicaciones y empezarán los problemas.
—Está algo mareado y vomita —responde Khatib—, pero está en buenas manos.
—Yo tengo un hijo de su edad —dice el soldado—, y no hace más que ponerse enfermo. Unas veces por el frío, otras por lo que come, todo el día estamos preocupados.
—¿Ah, sí? —pregunta Khatib, mientras coge una tarjeta de visita de su documentación, que aún no ha guardado, y se la entrega al soldado—, pues cuando se ponga malo no dude en llamarme, aunque no soy pediatra. Pero no le cobraré.
—¡Oh! Gracias, doctor, es usted muy amable. No sé cómo corresponderle.
—No es necesario —dice Khatib impaciente, tratando de ocultar su nerviosismo, porque Jamal se ha puesto a llorar a pleno pulmón—. Un compañero de armas no necesita corresponder.
Jamal se ha despertado completamente y, al ver a los soldados, se ha asustado. El pequeño intenta abrazarse a su madre, cuya principal preocupación es que no se descubra la herida de la pierna, pero el niño es pequeño y escurridizo como una lagartija. Finalmente consigue incorporarse, la manta cae sobre el asiento y el aparatoso vendaje que le cubre la herida de bala queda al descubierto a la vista del militar. Cuando el doctor repara en que el soldado lo ha visto empieza a buscar posibles excusas.
—¡Vaya! —exclama el militar—. ¡Menuda herida que tienes en la pierna, pequeño! ¡Ni que te hubieran disparado! Pero, doctor, ¿no me había dicho que le dolía la barriga?
—Ehh, sí —dice, dubitativamente, el médico—, eso se lo hizo la semana pasada. Se clavó un hierro mientras jugaba con su hermano en el jardín. Es que es un trasto.
El militar duda. Se fía del doctor, pero le ha notado vacilar en la respuesta. Se pregunta qué podría quererle ocultar un médico militar alauí a su propio ejército. Sin embargo, hay más posibilidades. ¿Y si la documentación fuera falsa? ¿Y si en el coche hubiera algo más que esa familia? Le han repetido millones de veces, hasta la saciedad, que los rebeldes son capaces de cualquier argucia con tal de perpetrar sus fechorías, así que decide pedir más explicaciones.
—Doctor, por favor, ¿podría enseñarme los documentos de su familia?
El médico y su mujer se quedan de piedra; se les ha helado la sangre en el interior de las venas, y Nayla ni siquiera puede articular palabra. Tiene el corazón a punto de salírsele por la boca y no consigue que el pequeño Jamal deje de llorar. De repente, un grito hace que todos giren la cabeza.
—¡Pero, bueno! ¡Si es el doctor Khatib! —exclama un sargento que se aproxima al Mercedes a grandes zancadas, cojeando—. ¡No lo puedo creer!
El médico traga saliva y sonríe, aunque no reconoce al hombre que se acerca.
—Hola —dice al tiempo que estrecha la mano que le tiende el recién llegado a través de la ventanilla bajada de su vehículo.
—Encantado de saludarle, doctor —dice el militar mientras se vuelve, enfadado, hacia el soldado—. ¡Pero qué haces, zoquete! ¿Es que no conoces al doctor Khatib? Este hombre me sacó dos toneladas de metralla de la pierna derecha cuando los rebeldes alcanzaron mi vehículo con una granada de RPG.
—No exagere, sargento —dice Khatib forzando una sonrisa—. Yo creo que solo fue tonelada y media.
La broma hace que los dos militares rían.
—Si no hubiera sido por usted —continúa el sargento—, hubiera perdido la pierna. Los otros matasanos querían cortármela, pero usted insistió en que podía salvarla. ¿Lo recuerda? Por cierto, ¿qué le pasa al niño? —dice cuando ve a Jamal—. Parece que algo le duele mucho.
—Se clavó un hierro la semana pasada y además se ha puesto malo —contesta el médico—. Tiene fiebre y vomita.
—¿Y tú qué haces entreteniendo al doctor? —el sargento reprende al soldado exageradamente—. Seguro que quiere llegar a su casa lo antes posible para que descanse su nietecillo. ¡Vamos, déjale pasar! ¿O es que quieres que haga el trayecto de noche, con todos esos rebeldes merodeando por ahí?
—A la orden —dice el soldado mientras hace señas a los demás uniformados para que franqueen el paso al Mercedes del doctor Khatib.
—¡Idiota! —exclama el sargento a su subordinado mientras el coche arranca—. ¿No sabes lo que dicen?
—No —contesta el soldado.
—Que el doctor Khatib fue uno de los que atendieron a Maher al Asad, el hermano de Bachar, tras el atentado de Damasco.
Khatib se despide de los militares con una seña de agradecimiento. Conduce despacio, resopla. Han estado a punto de que los descubrieran, pero, al final, todo ha salido bien gracias al sargento del que no recuerda el nombre y a los rumores. Ni siquiera se acuerda de haberle salvado la pierna. Atiende a tantos heridos diariamente que se le olvidan sus rostros y sus dolencias. Es algo que le apena. Él pone lo mejor de sí en cada paciente, porque para él son mucho más que soldados o expedientes médicos, pero tiene tantos que no logra recordarlos. Ni a los que salva, ni a los que se quedan en el quirófano. La muerte está tan presente en su vida que, ni siquiera cuando logra derrotarla, recuerda a quién ha salvado la vida. Para Khatib ella es el verdadero enemigo. No los suníes, ni los rebeldes.
—Menos mal —dice Khatib cuando recupera el aliento al alejarse de los soldados—, no sabía qué decirle.
—Sí —dice la mujer —, hemos tenido suerte.
Nayla asiente, pero no habla. Está tan nerviosa que es incapaz de decir nada. Mientras recupera la calma, mira por la ventanilla. El coche pasa junto al trío de jóvenes que están detenidos al lado derecho de la carretera. Los tienen maniatados, de rodillas, y los custodian varios soldados armados. Solo están a unos diez metros de ellos; por eso puede ver con claridad a un militar que sostiene una bolsa de plástico del Duty Free del aeropuerto de Londres. Solo tarda unos segundos en recordar dónde la ha visto antes. Es la que llevaba el joven que no quiso cruzar la avenida junto a su marido, a su hijo y a ella. El militar la deja en el suelo, coge su Kalashnikov y apunta a uno de los arrodillados. Nayla lo reconoce enseguida. Es él, el chico que tenía miedo de acompañarlos. El muchacho llora, cierra los ojos y aprieta los labios. El coche los sobrepasa y la mujer aparta la vista. No quiere ver más violencia, ni más muerte, pero, al girar la cabeza hacia delante, sus ojos se tropiezan con el espejo retrovisor del vehículo, que está partido en dos. Una de las mitades refleja cómo un uniformado se coloca detrás del joven, que tiembla de miedo con las manos atadas a la espalda. Un culatazo y el chico cae al suelo. Después, un disparo.
Hatay, Turquía. Agosto de 2013.
Anochece. Gamal, el hijo del Gordo, ha abierto de par en par las ventanas del que fue el despacho de su padre, en el segundo piso de un viejo edificio del centro de la ciudad, no muy lejos del río. La brisa que entra es fresca, agradable, como una caricia que baja de las montañas a llevarse el insoportable calor del verano. De la calle llegan los reflejos multicolores de las luces de neón de los comercios y el ruido de los transeúntes.
Gamal está solo. Hoy no ha abierto el almacén de exportación e importación, que es el centro neurálgico de los demás negocios del clan, debido al fallecimiento del cabeza de familia y de su hermano. Pero él ha querido ir a tomar posesión de ese regalo inesperado que lo ha convertido en dueño y señor de un importante capital, aunque la situación no sea la mejor para su negocio. La actividad de su familia se basaba en el comercio con Siria y la guerra ha reducido el flujo de mercancías que atraviesan la frontera. Además, con la mayor parte del territorio del norte controlado por los rebeldes, muchos empresarios no quieren hacer negocios con ellos. Pero él está convencido de que bajo su dirección todo cambiará. Ahora es él quien manda, y puede dirigir a su antojo las empresas que creó su padre, uno de los hombres más ricos de la ciudad. Ha sido una carambola del destino, porque su hermano mayor también ha fallecido y ya no podrá mantenerlo en un segundo plano, apartado de las decisiones importantes. Sí, definitivamente, su vida ha cambiado a mejor. A mucho mejor. Por eso ha abierto la botella de whisky irlandés que su progenitor guardaba en el mueble bar de su despacho y se ha puesto un buen trago. Va a saborearlo con tranquilidad, sin prisas, a la salud de su padre y de su hermano.
Gamal escucha unos pasos que anuncian que alguien sube las escaleras. Pasos firmes de alguien corpulento, pesado, que no se molesta en ocultar su presencia. Aun así, es mejor tomar precauciones. Abre el cajón del escritorio y coge un revólver del 38 que sabe que hay guardado en él. Se asegura de que está cargado y lo coloca sobre una de sus piernas. La luz del pasillo se enciende y se cuela por debajo de la puerta. Los pasos se acercan.
—¿Señor Gamal? —se escucha preguntar desde fuera de la habitación—. Soy Fawwaz, el nuevo.
Gamal reconoce la voz de uno de los guardaespaldas que acaba de contratar. Después del asesinato de su padre, se ha apresurado a emplear a dos matones para que lo protejan y vayan con él a todas partes. Ya tenía un escolta, Bora, un antiguo policía turco que habla árabe y en el que confía plenamente. Pero toda precaución es poca.
Los recién contratados son sirios, antiguos shabihas de Latakia, de la peor calaña. Mafiosos, estibadores del puerto reconvertidos en extorsionadores profesionales que han pasado media vida en la cárcel y la otra media dando palizas. Allí, en Latakia, la organización es fuerte y casi nadie habla de ella. Solo algunos activistas pro derechos humanos se atreven a denunciarlos, aunque, casi siempre, en voz baja y con la cara tapada. Dicen que los shabiha empezaron a formarse en los años setenta, al amparo del golpe de Estado de Hafez al Asad. La mayoría eran alauíes, como el difunto presidente, y se dedicaban al tráfico de drogas, de armas, y a cobrar mordidas a las exportaciones e importaciones que salían de la ciudad portuaria. Pronto, en los años noventa, tuvieron tanto poder que se atrevieron a plantarle cara al propio presidente, que envió a su hijo, Bachar, a sofocar el alzamiento. El heredero del régimen tenía ante sí una difícil misión, pero, en contra de lo que muchos pronosticaron, lo consiguió. Algunos dicen que recurrió a una excelente combinación de negociación y fuerza bruta, porque, al fin y al cabo, tenía al ejército de su parte. Sea como fuere, los shabihas volvieron al redil, se moderaron en sus excesos y se restauró el orden previo. Se dice que aquello fue lo que convenció al viejo Hafez al Asad y a su círculo de poder de que el joven Bachar estaba bien preparado para el mando y de que sabía cuándo había que usar el palo y cuándo la zanahoria. Así pues, la organización claudicó, pero siguió teniendo en Latakia, uno de los principales centros comerciales del país, su gran bastión. Desde allí, el grupo extendió sus conexiones e hizo negocios con muchos empresarios dentro y fuera de Siria. Entre esos hombres de negocios, por llamarlos de alguna manera, estaba el Gordo, cuya oficina de exportación e importación desarrollaba gran parte de su actividad a través de esa región norteña. Los mafiosos de Latakia y la familia del Gordo se conocían bien. Tras décadas trabajando juntos, los unos sabían cuáles eran las habilidades de los otros. Por eso, nada más conocer la noticia del asesinato de su padre, Gamal decidió invertir más en su propia seguridad y llamó a los shabihas de Latakia. Ellos disponen de los mejores matones de toda Siria y, en unas pocas horas, le enviaron a Fawwaz y Munzir, dos perros de presa a los que el hijo del Gordo ha puesto bajo las órdenes de Bora, su hombre de confianza.
—¿Sí? —pregunta Gamal mientras deja la pistola en su sitio y coge el vaso de whisky.
—Bora me ha pedido que acompañe a una señora que ha venido a verlo.
—Está bien. Déjala pasar.
La puerta se abre y una mujer delgada, vestida de negro y con la cabeza cubierta por un hiyab, entra en la habitación. Su paso es tan firme como elegante, propio de alguien que sabe usar el contoneo de sus caderas cuando le hace falta.
—Hola, tía Ghaida —saluda Gamal mientras se levanta trabajosamente de la silla y se acerca para besarla—. ¡Qué alegría verte de nuevo! Te estaba esperando.
—Ya sé que me estabas esperando —contesta poniendo una pícara sonrisa—. ¿Has recibido el vídeo que te he mandado?
—Fawwaz, por favor —ordena Gamal—, cierra la puerta y vuelve al piso de abajo.
—Como usted mande —responde el nuevo guardaespaldas.
—Pues no, tía Ghaida, no lo he recibido.
—Vaya —la tía Ghaida pone una mueca de fastidio y abre su bolso de mano en busca de su smartphone—, todavía no me apaño con este teléfono nuevo. Da lo mismo, mira —dice mientras le entrega un aparato de última generación que cuesta casi ochocientos dólares—. Y dime qué te parece la chica.
El hijo del Gordo acepta el teléfono y hace una indicación a su tía para que tome asiento. Luego se apoya sobre la mesa de su despacho con la vista clavada en la pantalla, en la que aparece una joven sentada en el asiento trasero de un automóvil. Gamal pone su dedazo índice sobre el icono del play y esboza una sonrisa cuando la muchacha, que no tendrá más de dieciséis años, se retira el pañuelo de la cabeza para dejar al descubierto una impactante melena negra, brillante como el azabache, que cae a los lados de una preciosa carita blanca como hecha de porcelana fina. Le encanta lo que ve, es exactamente como se la había descrito su tía, o quizá más bella. En la grabación se escucha la voz de la casamentera, que le pide a la chica que levante los ojos y mire al teléfono. Houda abre los párpados, cubiertos por una maravillosa cortina de larguísimas pestañas negras, y deja al descubierto la inmensidad azul de sus pupilas, hechas del más puro cristal de roca. Tiene la mirada más hermosa que Gamal ha visto jamás. Y eso incluye las numerosas páginas pornográficas que visita a diario.
El hijo del Gordo contiene la respiración ante tanta belleza. Traga saliva, la sonrisa que había puesto al principio ha dejado paso a una grosera erección que no pasa desapercibida a la tía Ghaida. La casamentera sonríe para sus adentros. Conoce lo suficiente al cerdo de su sobrino como para saber que, en esos momentos, ya se imagina poseyendo a la joven virgen de ojos azules, porque sabe que Gamal jamás ha estado con una mujer así, ni siquiera en sus frecuentes visitas a los prostíbulos más caros de la provincia. Molesto, sin poder disimular el estado de su pene, el hijo del Gordo se incorpora con torpeza y se sienta en la silla, tras la mesa del despacho, tratando de ocultarse.
—Parece una virgen del paraíso, ¿no crees, sobrino?
—Es una auténtica hurí —responde el obeso Gamal.
La tía Ghaida es una celestina experta que sabe reconocer cuándo un hombre se ha encaprichado de una mujer. En estos momentos no ve a su sobrino, sino a un jabalí excitado hasta el delirio, a un verraco capaz de aceptar cualquier trato con tal de gozar de la joven refugiada. Ella pensaba pedirle 12.000 dólares, pero, ahora, está segura de que el verraco pagará más.
—Solo serán 15.000 dólares —dice, quitándole importancia a la cifra—, pero puedes estar seguro de que la chica lo vale. Si quieres un hijo, te lo dará, y si no, puedes disfrutar de ella hasta que te canses.
—Es mucho dinero —dice Gamal mientras saca un pañuelo para limpiarse el sudor de su gruesa papada—. Me habías dicho que no serían más de 12.000 dólares.
—Sí, pero hay una oferta de un saudí por 20.000 —miente la tía Ghaida—. Yo, como eres mi sobrino, puedo renunciar a mi comisión, pero la operación no saldrá por menos dinero, porque también hay que pagar los pasaportes de los hermanos.
—¿Y no podemos intentar rebajarlo? —pregunta Gamal, que no puede apartar su mirada lasciva del vídeo de la chica.
—En este caso no, porque Houda es virgen y bella. Vale mucho.
—Bien, sé que mi madre lo sabe. ¿Qué te ha dicho?
—Que tienes caprichos muy caros.
—¿Le has dado los detalles?
—En absoluto. Pero eso no debe importarte, Gamal. Ahora eres el cabeza de familia —dice su tía para adularlo— y no necesitas dar explicaciones a nadie. Esta es una buena ocasión para dejarlo claro, para que nadie dude de quién es el que manda ahora.
—Tienes razón —asiente el hombre—, pero me gustaría saber qué te ha dicho.
—Nada —miente la casamentera—, ¿qué va a decir? Tu madre está loca por tener un nieto, especialmente tras la muerte de tu padre y de tu hermano. Además, está deseando quitarse de encima al pesado de tu suegro, que durante todos estos años no hacía más que meterse en los asuntos de vuestra casa y manipular a tu padre.
—Ya —dice Gamal pensativo mientras vuelve a darle al play para ver de nuevo el vídeo de la muchacha.
—Pero debemos darnos prisa —insiste la casamentera—. Créeme, esa chica no durará mucho. En cuanto me des ocho mil dólares, cerraré el trato y, en unos días, será tuya. Incluso, si no quieres esperar a que te llegue el divorcio, podrías arreglar un matrimonio religioso, pero el tiempo apremia. Si lo dejas pasar, aceptará otra oferta.
Gamal se lo imagina. En su mente toma forma la imagen de la joven de tez clara, ojos azules y cabellos negros haciendo el amor con él. El muy iluso se imagina que ella goza mientras la toma entre sus brazos, la besa, le descubre sus pechos jóvenes y firmes, del tamaño perfecto. No recuerda haber tenido nunca una erección como la que tiene en estos momentos e intenta ocultar a su tía Ghaida. El corazón se le acelera, la testosterona despierta sus instintos más bajos, siente un hormigueo incontrolable en el bajo vientre que le tensa el pene y le pone los testículos como piedras. La casamentera puede oler la terrible excitación del muchacho, que ha empezado a sudar como un cerdo, con la sangre hirviendo por dentro.
—Si no quieres gastarte tanto —continúa la tía Ghaida—, puedes esperar a que la desvirgue algún viejo saudí. Cuando se canse de ella, la repudiará, y nuestra niña tendrá que aceptar otro matrimonio a un precio mucho más bajo. Pero ya no será virgen, ni tan joven, y se habrán llevado lo mejor.
Gamal toma aire. Le repugna la idea de que otro se lleve a la muchacha, la quiere para él. Sentado en su silla, se echa hacia delante para apoyarse en la mesa de su despacho mientras sostiene el teléfono de su tía con las dos manos. Mira a la pantalla y allí están esos ojos azules, limpios como el agua del rocío de la mañana. Imagina que lo miran mientras él la posee, que el dolor los hace cerrarse en el momento en el que se introduce en ella por primera vez y que luego se abren llenos de placer, inundados de gozo, para dejarse arrastrar por un sinfín de sacudidas frenéticas, entre suspiros y gritos entrecortados. Iluso.
—Vamos —dice su tía sin levantarse de la silla. Se acerca a la mesa y extiende su mano hacia la de Gamal—, será solo para ti.
La tía Ghaida sabe perfectamente lo que hace. Cuando las yemas de sus dedos rozan suavemente las manos de Gamal, este no puede reprimir un escalofrío. Es un simple roce, un ligero contacto que apenas dura un segundo, pero él está tan excitado que es suficiente para que se desencadene una tormenta de placer. Se le pone la piel de gallina, el hormigueo que sentía en el vientre baja lentamente, sin que él pueda hacer nada por evitarlo, hasta sus genitales, que empiezan a palpitar y se desbocan. El placer es intenso, largo, sublime. Su erección se desvanece lentamente con la imagen de la joven de ojos azules grabada a fuego en la retina...
—Vuelve mañana —dice Gamal cuando logra recuperar el resuello—. Tendrás el dinero.
Campo de desplazados internos de Bab el Hawa. Siria. Agosto de 2013.
Miseria cubierta por la lona de una tienda de campaña. Eso es lo único que puede encontrarse en el lado sirio del paso fronterizo Bab el Hawa. El campo empezó a formarse sin orden ni concierto, sumido en la anarquía, cuando los rebeldes se lo arrebataron al gobierno. Al principio, la gente llegaba escalonadamente a cruzar la frontera, pero los turcos, que no querían una avalancha de desplazados, ponían muchas pegas para permitir la entrada y, por supuesto, no dejaban pasar a los que no tenían papeles. Así que a muchos sirios no les quedó más remedio que quedarse a las puertas de la paz y plantar su tienda donde mejor les venía o donde les dejaban. Algunos a los lados de la carretera, otros en las explanadas cercanas a los edificios oficiales y otros cerca de la verja. El que primero llegaba, allí la ponía. Uno, luego una docena, después diez mil, y muchos más. Y fue así hasta que llegaron las mafias, que empezaron a vender terreno y lonas a los recién llegados. Las ONG aparecieron después, porque allí no había qué comer, ni qué beber, ni dónde cagar. No había médicos, ni policías, ni escuelas. Nada.
En Bab el Hawa manda, supuestamente, el ELS, pero sus miembros evitan meterse en más líos de los necesarios. Ellos están para ganar la guerra y no para buscarse follones organizando a los refugiados. Sus milicianos están en los edificios administrativos y cuando ven una cámara de televisión o algún periodista hacen como que controlan el flujo de viajeros y mercancías, pero casi nunca piden los documentos. Muchos piensan que la única razón por la que están allí es para que otro grupo rebelde no se haga con el control de la frontera.
Unos centenares de metros antes de la primera puerta, en territorio sirio, se encuentran las tiendas de los refugiados. La familia de Houda ha conseguido, gracias al dinero que sacaron por la venta de su coche, un buen lugar para instalarse. Es una explanada elevada en la que no se forman charcos cuando llueve, cerca de una de las cisternas que diariamente se rellenan con agua potable para el consumo de los refugiados. Pero lo mejor es que está lejos de las letrinas, lo que en verano se agradece mucho. Las moscas que salen de comer excrementos se posan antes en los que tienen más cerca.
Samer no ha tenido tanta suerte. Vive en uno de los peores lugares del campo, donde le han dejado acomodarse junto con otros chicos que han llegado sin nada. Él también es de Douma, como Houda y Tarek. Huyó del barrio meses atrás, cuando la casa de su familia recibió el impacto directo del proyectil de un carro de combate del ejército sirio. Todo saltó por los aires con casi toda su familia dentro. Sus padres y tres de sus hermanos, dos varones y una mujer que murieron en el acto o quizá sepultados bajo los escombros. Samer, el benjamín de la familia, lucha cada mañana por no recordar aquel día en el que perdió casi todo lo que le importaba. Después del entierro, el único hermano que quedaba con vida le anunció que emprendía el camino hacia el norte, a Idlib, en territorio rebelde, para unirse al alzamiento contra Al Asad. Antes de despedirse, le entregó un poco de dinero y el reloj de su padre, que encontraron bajo los escombros de su casa destruida. Samer estuvo a punto de seguir sus pasos, pero, después de pensárselo mucho, decidió marcharse a Turquía para empezar una nueva vida lejos de la guerra y de la destrucción. Al contrario que su hermano, él no busca venganza, solo salir adelante, pasar página. Antes de que aquel tanque aplastara bajo sus orugas todo lo que él amaba, acababa de sacarse el carnet de conducir, porque su padre le había buscado empleo en una empresa de trasportes, pero, en un abrir y cerrar de ojos, todo desapareció. A pie, casi sin dinero y comiendo lo que le daban por el camino, llegó a Bab el Hawa, en la primavera de 2013. Como no tenía pasaporte, no podía cruzar de forma legal, pero eso no le preocupaba. Era joven, fuerte y estaba dispuesto a atravesar las montañas de noche, a saltar las alambradas de espino y a burlar a los soldados turcos con tal de escapar de Siria. Ya lo tenía todo preparado.
No hacía mucho que Samer había conocido a un hombre que ya había atravesado la frontera varias veces por un lugar cercano al lago de Reyhanli. Estaba muy ilusionado ante la posibilidad de emprender una nueva vida llena de oportunidades, pero, horas antes de emprender su aventura, le pareció reconocer un viejo Skoda blanco que se abría paso, lentamente, entre la multitud de personas que abarrotaban la carretera de acceso a las tiendas. Un golpe en la aleta delantera derecha y un faro roto le hicieron reconocerlo. No cabía duda, tenía que ser el del padre de su amigo Tarek. El corazón le dio un vuelco porque, si era así, no solo estaría dentro su mejor amigo, también su hermana Houda, la chica más hermosa de Douma. Cuando Samer reconoció su rostro tras el cristal de la ventanilla, decidió quedarse. Desde que salió de Douma no había pasado ni un solo día sin que pensase en aquella preciosidad de ojos azules. Una de las razones por las que el joven no se unió a la revolución es porque soñaba con conseguir un buen trabajo fuera de Siria para regresar con dinero y casarse con ella. Estaba convencido de que Houda sentía algo por él, porque se lo demostró cuando vivían en Douma, con sonrisas y frases amables cada vez que iba a buscar a su hermano Tarek.
Samer no solo canceló su viaje, sino que hizo de cicerone para la familia de Houda. Les enseñó todo lo que sabía del campo: cuáles eran los mejores sitios para instalarse, a qué hora empezaba el reparto de comida y medicinas, cuáles eran los usureros que más pagaban por los bienes que malvendían los refugiados para sobrevivir…
Al principio, Houda era muy amable con Samer, pero, de un tiempo a esta parte, la cosa ha cambiado. Ella ha dejado de hablarle, de sonreírle, de mirarlo, a pesar de que el muchacho aprovecha cualquier excusa para ir a su tienda. Unas veces para buscar a Tarek, otras, invitado por este a fumar una pipa de agua o a tomar el té. Houda les preparaba el té o la narguile, la tradicional pipa de agua de los árabes, con el tabaco de manzana que tanto le gustaba a su padre. La tarde transcurría entre sonrisas, algunas frases amables y muchas miradas furtivas. A veces, ella se sentaba un rato con ellos para charlar durante unos minutos que llenaron de falsas esperanzas el corazón de Samer, porque, poco tiempo después, todas sus ilusiones se desvanecieron en el aire cuando las cálidas miradas de Houda se transformaron en hielo puro.
—Lo siento, amigo —se disculpa Tarek encogiendo los hombros. Los dos se han alejado un poco de las tiendas para poder hablar tranquilos, lejos del bullicio del campo. Están sentados bajo una pequeña encina, con la espalda apoyada en el tronco—, no sé qué le pasa a Houda.
—¿Le gusta alguien? —pregunta Samer con el corazón deshecho y la mirada perdida.
—¿Estás loco? ¿Crees que mi hermana es una cualquiera? —pregunta Tarek indignado—. ¡Tú sabrás lo que has hecho o dicho!
—Perdona, Tarek, no quería ofenderte, ni decir nada malo de ella. Solo es que me hice muchas ilusiones cuando os vi llegar al campo. De hecho, renuncié a marcharme a Turquía, ¿lo sabías?
—Ya me lo has contado, pero ¿qué quieres que yo haga? Sabes que eres mi mejor amigo y que yo te veo con buenos ojos. De todos modos, supongo que se le pasará pronto. Ella aún es joven y mi padre no es de esos que la obligarían a casarse con algún primo.
—No —responde Samer moviendo la cabeza de un lado a otro. Saca un cigarrillo, lo enciende y le ofrece otro a su amigo—. Ella me desprecia y yo no puedo vivir teniéndola tan cerca, viéndola todos los días. Voy a marcharme, Tarek, lo he decidido. Mañana cruzaré la frontera con un grupo de amigos. ¿Por qué no vienes con nosotros? Tú no tienes pasaporte y no puedes cruzar por el paso oficial.
—No —responde Tarek—. Mi padre está intentando conseguirnos los pasaportes a mi hermano y a mí. Dice que pronto estará todo listo.
—¿Estás loco, Tarek? —pregunta Samer haciendo un aspaviento—. ¿Sabes lo que vale un pasaporte? Cuesta cerca de mil dólares y muchos de ellos son falsificaciones baratas que los turcos descubren en la frontera, con lo que se pierde el dinero y el tiempo. Sabes perfectamente que tu padre no tiene esa cantidad. ¿Cómo va a conseguirlo si ya habéis vendido el coche, que era lo único que teníais?
—Bueno —explica el hermano de Houda tras hacer una pausa para dar una calada al cigarrillo—, él dice que tiene una buena idea.
—¿Y tú te lo crees? Solo lo hace para que mantengáis viva la esperanza —afirma Samer—. Además, está enfermo. Créeme, llevo aquí varios meses más que tú y he visto lo que sucede muchas veces. Llega una familia, las mafias del campo les sacan el poco dinero que tienen y, tarde o temprano, se les acaban los recursos. Algunos se quedan, malviviendo como pueden; otros se hartan de esperar en vano y se la juegan a cruzar ilegalmente; incluso hay quien acepta que sus hijas se casen con millonarios extranjeros a cambio de dinero para que sobreviva el resto de la familia. De verdad, Tarek, esa es la realidad.
—¿Estás llamando mentiroso a mi padre? —pregunta Tarek enfadado.
—No, amigo mío —se apresura a disculparse el muchacho—, en absoluto. Discúlpame si te he ofendido, pero escucha: el problema de tu familia es que tú y tu hermano no tenéis pasaporte, y yo sé cómo solucionarlo.
—Habla —asiente Tarek apurando las últimas caladas del cigarrillo que le ha dado su amigo—, te escucho.
—Verás, tu hermana y tus padres podrían cruzar sin ningún problema, pero no lo hacen porque Alí y tú no tenéis documentos, ¿no es así? Bien —continúa Samer cuando su amigo hace un gesto de asentimiento—. Mañana o, a más tardar, pasado mañana, las nubes cubrirán la luna y, entonces, mis amigos y yo cruzaremos la frontera. Sabemos de una garganta por la que es fácil aproximarse sin ser vistos y, luego, solo hay que saltar la valla. Alí y tú podéis cruzar con nosotros. Cuando lo hayáis conseguido, el resto de tu familia pasará sin problemas, porque ellos sí tienen documentos.
—Mis padres no aceptarán —responde el hermano de Houda moviendo la cabeza de un lado a otro—. Mi hermano y yo se lo propusimos nada más llegar, pero ellos tienen miedo de que nos ocurra algo. Les han dicho que los turcos disparan a quienes intentan cruzar la frontera ilegalmente y que, si nos pillan, acabaremos en la cárcel. Y tú sabes lo que les hacen a los refugiados en prisión, y más si son jóvenes.
—¡Eso son habladurías! —grita Samer—. Los turcos hacen la vista gorda. Los soldados no te detienen a no ser que vayas a pedirles la hora mientras estás cruzando.
—Ya —responde Tarek incrédulo—, entonces, ¿por qué hay tanta gente esperando para pasar la frontera? Si fuera así de fácil, cruzarían todos, ¿no crees? Dicen que han matado o detenido a muchos.
—¿Sí? ¿Conoces personalmente a alguno?
—No —responde Tarek, que hace una pausa para pensar.
—¡Claro —afirma Samer—, porque eso no sucede! Además, yo podría echaros una mano en cuanto crucemos y consiga vender el reloj de mi padre.
—Vamos, Samer —dice Tarek con incredulidad—. No me vengas con la historia del reloj de tu padre. Ese reloj es falso.
—¡No es falso! —responde el muchacho, muy enfadado—. ¡Mi hermano me lo dijo!
—Samer, no seas crédulo. Si fuera un Rolex verdadero, tu hermano lo hubiera vendido para que tú no pasaras hambre y pudieras llegar a Turquía. Además, ¿por qué nunca lo enseñas? Ese reloj es falso. Nadie tiene un Rolex en un campo de refugiados.
—No lo enseño porque no quiero que me lo quiten —asegura Samer, muy malhumorado—. Y no lo he vendido porque aquí nadie va a pagar lo que vale. Me engañarían. Pero sé de alguien en Turquía que lo pagará bien.
—¿Y —pregunta Tarek con malicia— no será que cuentas esa historia para impresionar a mi hermana? Quizá sea por esas fantasías por lo que Houda no quiere hacerte caso.
—Piensa lo que quieras —contesta el muchacho, muy ofendido.
—Vamos, Samer —dice Tarek—, no te pongas así. Yo podría hacerlo, tengo diecinueve años, pero mi hermano Alí tiene trece, y mis padres jamás se lo permitirían.
—Pero tú y yo cuidaríamos de él. Alí es como un hermano para mí, tú lo sabes.
—Está bien —acepta Tarek, que quiere que su amigo se calle—, hablaré con mi padre otra vez, pero no aceptará.
—Pues yo voy a hacerlo —dice Samer mientras apaga la colilla de su cigarrillo en la tierra reseca y la arroja a unos metros de distancia—. Si cambias de opinión, dímelo.
Tarek asiente al tiempo que mira al campo de refugiados sobre el que ya empieza a oscurecer. La luz de algunas hogueras y de los infiernillos de gas con los que los desplazados calientan la cena ilumina las tiendas de campaña y le da una apariencia de calidez a la fría miseria en la que están envueltos. Hasta hace unos meses, Tarek solo se ocupaba de ir a la universidad y de intentar hablar con las chicas que le gustaban. Pero llegó la guerra, un perro rabioso que lo destruye todo, y su mundo se hizo añicos en un abrir y cerrar de ojos. Su vida pasada cambió para siempre, desapareció como por arte de magia, tan deprisa que, cuando intenta recordarla, ya no la reconoce como propia.
Madrid, España. Agosto de 2013.
Tragarse el orgullo es difícil, pero peor aún es tener que tragarse el miedo. Sobre todo cuando no hay una necesidad verdadera y real que obligue a ir a un país en guerra. Para un soldado al que llaman a filas no es tan difícil, porque no le queda otra. O eso, o la cárcel por desertor. Pero para un periodista como Víctor la cosa es diferente, porque él puede negarse a ir, y lo único que ocurriría es que perdería el elevado nivel de vida del que disfrutan él y su familia. Y Víctor no quiere renunciar a todo eso. Quiere que su hija estudie en un colegio caro y que, después, vaya a una buena universidad, a ser posible en Estados Unidos. Así que el corresponsal ha tenido que comerse las dos cosas: el orgullo y el miedo y, luego, le ha dicho a su jefe que iría a Siria.
Óscar apenas ha esbozado una sonrisa, porque sabía que el corresponsal cedería. Al fin tendrá lo que quería: otro reportaje firmado en territorio sirio, en el bastión de los rebeldes, en la tierra arrebatada al dictador. Por eso, cuando Víctor le puso solo dos condiciones, las aceptó sin rechistar. Primero, Víctor quería poner los límites de hasta dónde entraban en Siria y de hasta cuándo permanecerían allí, y segundo, pretendía llevarse a Nacho, su cámara en España.
—Naturalmente —dijo el redactor jefe—. Ningún problema, aunque, ¿no preferirías a algún cámara con más experiencia en guerras? No sé, quizá Johnson o Atkins.
—No —respondió Víctor con franqueza—, me llevo fatal con Atkins. Prefiero a Nacho. No tiene experiencia, pero lo está deseando y, al fin y al cabo, no vamos a ir al frente.
—Vale —acepta el jefe—. ¿Cuánto tiempo estaréis en el país?
—Lo menos posible —contesta contundentemente Víctor—. El viaje durará una semana. Nos estableceremos en una localidad turca cerca de la frontera y entraremos dos o tres días en Siria. Nada más.
—¿Te llevas también a tu productor?
—No —responde Víctor—. Vamos a contratar a uno local que me va a proporcionar un compañero español. Tengo muy buenas referencias.
—¡Supongo que necesitarás dinero extra!
—Sí —advierte Víctor—, y te adelanto que no será barato. Por lo que tengo entendido, un buen productor que conozca bien la zona y haga de traductor cobra unos 300 dólares diarios, a los que hay que sumar el coche, el conductor, el hotel y los sobornos.
—Bueno —acepta el jefe—, más o menos lo de siempre. Si el productor es bueno, no es demasiado caro, al fin y al cabo estáis en Siria jugándoos el pellejo. En viajes anteriores también hemos pagado algo a la gente con la que os movéis dentro de Siria.
—Eso ya lo veremos —responde Víctor, que se siente muy incómodo cada vez que se habla de entrar en el país—. En cualquier caso, te adelanto que no me arriesgaré más de lo necesario, porque el reportaje no es de la guerra, sino de financiación y suministros.
—Naturalmente —responde el jefe—, naturalmente.