Reyhanli, Turquía. Septiembre de 2013.
El hotel Özbek, a orillas del lago de Reihanly, no es lujoso, pero sí agradable. Tiene una bonita terraza a la que se sube por una empinada escalera desde el restaurante, situado en la planta inferior, donde sirven el desayuno. Marcos, Víctor y sus compañeros han cogido café, pan de pita, mermelada y mantequilla, y se lo han subido para tomárselo allí, sobre el lago. Mientras Samuel apura su taza, Víctor echa pan a los patos que, unos metros más abajo, sobre el agua verde, se disputan las migajas con unos peces inmensos, tan grandes que parece que vayan a tragarse de un bocado a alguna de las crías de ánade que nadan junto a sus padres.
—Es una pena que el hotel sea una mierda —afirma Samuel—, porque el lago es precioso, solo le falta ser azul.
—El hotel no es tan malo —dice Nacho mientras repasa una y otra vez la lista en la que ha apuntado todo el material que va a llevar, porque no quiere que le falte nada. Está tan entusiasmado con la idea de entrar en Siria que casi no ha podido dormir—. Es una pena que el agua sea verde, pero, aun así, es bonito. Lo que todavía no me puedo creer es que, en un par de horas, vayamos a estar allí.
Víctor observa al cámara en silencio. A él le gustaría tener esas ganas, ese valor y, en cierto modo, esa inconsciencia. Él tampoco ha podido dormir, pero no por entusiasmo, como Nacho, sino por miedo. Ha leído, consultado Internet, escrito, escuchado música y, también, ha rezado. Y eso que no cree en Dios. Pero ha rezado, porque, a menudo, el miedo abre camino a la fe. Luego, sobre las cinco de la mañana, el agotamiento le ha regalado el sueño de los exhaustos. Ese que, mientras nos abraza, nos arrebata hasta los recuerdos de lo soñado. Pero, apenas dos horas más tarde, el despertador se ha encargado de gritarle al oído dónde estaba: en la frontera con Siria, a pocos kilómetros de un país que se devora a sí mismo, que lanza a sus hijos a arrancarse las entrañas los unos a los otros, convencidos de que el exterminio mutuo es la única forma de seguir con vida.
—Bueno, Nacho —dice Marcos—. Alguna vez tenía que ser la primera, ¿no?
—Sí —asiente el joven—, lo estoy deseando. Esta es la primera vez que voy a una guerra.
—De momento —puntualiza Samuel, complacido por el entusiasmo del joven—, solo vamos a un campo de refugiados. No te lleves un fiasco si no ves bombas y tanques, ¿eh?
—Lo sé —admite el muchacho—, pero me da lo mismo, porque, tarde o temprano, entraremos más en Siria y podré verlo. ¿Y qué mejor forma de hacerlo que con vosotros, que ya habéis estado aquí y en otras guerras?
—Bueno —responde Marcos—, no es para tanto. Venga, vamos, que ya es la hora. Id terminando de desayunar, que Ahmed está al llegar. Yo voy a la habitación a coger mis cosas y os espero abajo.
—Buenos días —interrumpe Pablo, que acaba de llegar de su habitación, donde también estaba preparando el material.
—¿Qué tal? —pregunta Víctor—. ¿Todo bien?
—Casi todo —responde el técnico—. ¡Cómo odio esa maldita costumbre de limpiar el suelo tirando el agua! ¡Casi me mato por las escaleras! He resbalado y casi me caigo.
—Parece mentira que no sepas que en todo Oriente Próximo friegan así —dice Samuel—. ¿Es que eres nuevo?
—No soy nuevo —dice Pablo, molesto por el comentario de su compañero—. He visto miles de veces hacer esa guarrada: tiran el agua con detergente en el suelo; la empujan hasta un sumidero y, por último, lo secan con una mopa. ¡Claro que lo conozco! Pero lo de aquí supera lo imaginable. El tipo se sube a la parte más alta de la escalera y tira el agua a cubos. Hay tanta que las escaleras parecen las cataratas del Niágara. Parece mentira que no conozcan la fregona. ¡Qué gran invento! Se limpia el suelo rápido y sin agacharse. Por cierto, ¿sabíais que la inventó un español?
—Sí —responde Samuel—, porque tú nos lo cuentas en cada viaje que hacemos. Y también que era guardia civil.
—Pues no entiendo por qué no la usan —insiste Pablo.
—Quizá porque no es nada higiénico —interviene Víctor.
—¡Será más limpio eso que hacen ellos! —exclama Pablo con cara de incredulidad.
—Claro que lo es —le espeta Víctor —. Así echas agua limpia y la retiras, mientras que a la manera española, se friega con agua sucia. Al principio el agua está limpia, pero, a partir de la primera vez que enjuagáis la fregona, empieza a ensuciarse, y cuando lleváis diez minutos fregando, está asquerosa. Por muy orgullosos que estéis los españoles de la fregona, en España fregáis mal. Lo único que hace ese invento es embadurnar con agua sucia los suelos.
—¡Deberíamos echar a este cabrón de España! —exclama Pablo—. Bueno, voy a desayunar, que ya he preparado todo el equipo.
Pablo se sienta mientras Nacho unta de mantequilla un pan de pita abierto por la mitad, lo moja en el café y lo engulle, apresuradamente, de tres bocados gigantescos.
—Me voy, chicos —anuncia el joven—, que quiero revisar el equipo por última vez.
—¿Cuántas veces lo has revisado todo? —pregunta, riendo, Samuel—. ¿Siete? ¿Ocho?
—Eso —bromea Pablo—. ¡A ver si te vas a dejar la cámara! Revísalo todo de nuevo.
—No os riáis —se queja Nacho, que sale corriendo hacia las escaleras que conducen a su habitación—. Vosotros tenéis mucha experiencia, pero esta es mi primera guerra y no quiero que me falte ni un solo cable.
El muchacho echa a correr sin hacer caso a sus compañeros, que sonríen mientras él se aleja y, en su precipitación, tropieza con una silla de la terraza.
—¡Cuidado! —bromea Pablo—. No sea que te lastimes con una silla en tu primera guerra.
—¡Vete a la mierda! —grita Nacho riendo.
—¡Qué entusiasmo! —exclama Samuel con sorna—. A ver si sigue así dentro de veinte años.
—Seguro —interviene Víctor, que observa cómo su joven cámara desaparece por la puerta de la escalera a toda velocidad—. Lo conozco bien. Tiene sentido estético y mucho entusiasmo. Estaría bien que le enseñaras un poco de lo que tú sabes, porque parece que no tiene miedo.
—Eso lo veremos si vamos a un sitio complicado y los sirios empiezan a disparar —responde Samuel—. Yo no sé si tiene miedo o no, pero te aseguro que tiene ganas de comprobarlo. Quiere ver dónde está su límite, lo está deseando, cualquiera puede notarlo. Personalmente, no creo que Siria sea el mejor sitio para comenzar, y —Samuel se queda pensativo— perdóname si me meto donde no me llaman, pero, si te digo la verdad, no me parece que hayas hecho bien trayendo a un chico sin ninguna experiencia a esta guerra.
—Bueno, Samuel —responde Víctor —, yo no pienso acercarme al frente. Si me vale con lo que rodemos en Sármada y en Atmeh, que están al lado de la frontera, no iré más lejos. —Ya —objeta Samuel, ahora mucho más serio—, pero Siria es Siria, y ahí dentro hay gente hecha de la piel del diablo. En cualquier momento puede haber problemas, disparos o un bombardeo. Además, no creo que él se conforme con lo que tú le propones.
—Pues tendrá que conformarse —el estadounidense se encoge de hombros antes de continuar hablando—, porque yo no voy a ir. Si lo he traído es porque, si hubiera llamado a otro, no me lo hubiera perdonado. Mira, Samuel, si Nacho quiere ir al frente, le diré que no, y si tenemos algún problema dentro de Siria, la verdad es que no podemos ir mejor acompañados que con vosotros.
Víctor apenas ha terminado la frase cuando Marcos entra corriendo en la terraza, visiblemente alterado y con el teléfono móvil en la mano.
—¡Víctor! —exclama el español antes de llegar a la mesa—. ¡Ven corriendo! Es Nacho. Se ha caído por las escaleras y creo que se ha partido un tobillo. Ni siquiera puede levantarse y tiene el pie hinchado como una sandía.
El grupo se levanta a toda prisa y marcha hacia la entrada de las empinadas escaleras aún mojadas por donde se ha caído Nacho. Varios empleados del hotel y Alí, el hijo del dueño, lo han ayudado a llegar al restaurante para sentarlo en una silla.
—Tranquilos —dice Nacho, intentando disimular su mueca de dolor—. No es nada, se me pasará en unos minutos.
—Eso tiene mala pinta —observa Pablo, que hace escalada y ha visto muchas fracturas graves—. Necesitamos un médico.
—¡No digáis tonterías! —exclama Nacho, que quiere evitar a toda costa que no lo lleven con ellos a Siria—. ¡Solo ha sido un tropezón! Me he resbalado por esas putas escaleras que estaban mojadas. En un momento me habré recuperado.
El dueño del hotel ha traído una bolsa de hielo, que trata de colocar sobre la extremidad hinchada de Nacho, pero, en cuanto se la pone encima, el cámara suelta un alarido de dolor que hace que el hombre menee la cabeza.
—¡Crac! —exclama el propietario del establecimiento, y pronuncia una frase en turco que nadie entiende.
—Dice que está roto —traduce Ahmed, el productor, que acaba de llegar.
—¡No está roto! —grita Nacho muy enfadado—. ¡Dejad que me recupere y veréis como puedo andar! ¡Venga, vamos a cargar el equipo y nos marchamos a la frontera!
El cámara se levanta, pero, al apoyar el tobillo, tiene que sentarse para no caer. El dolor es tan grande que no puede siquiera posar el pie en el suelo.
—Vamos al pueblo —dice Víctor apesadumbrado—. Tiene que verte un médico.
Hatay, Turquía. Septiembre de 2013.
Samer, con los ojos cerrados, apoyado en la barandilla del puente de la calle Yavuz Sultan Selim sobre el río Orontes, disfruta de la brisa de la mañana. Por fin está en Turquía, en Hatay, pero no se siente tan feliz como esperaba. Ha puesto tierra de por medio con la muerte, que lo ha perseguido durante los últimos dos años, pero también se ha separado de Houda, quizá para siempre. Y, por más que lo intenta, por más que piensa en su nueva vida, no logra quitarse a la joven de la cabeza.
Samer mete la mano en el bolsillo de su pantalón y toca el reloj de su padre, que está junto a su cartera. Espera unos segundos y saca la billetera despacio. Rebusca un poco entre los papeles y extrae media cuartilla, doblada varias veces, en la que hace tiempo alguien escribió unas señas en tinta azul de bolígrafo. Esa nota y el reloj de su padre es lo último que le dio su hermano mayor antes de despedirse para alistarse en las filas rebeldes. «Samer —le dijo, muy afectado, mientras se lo tendía—, yo ya no necesito esto, porque lo más probable es que me maten en cualquier trinchera. Cuando llegues a Hatay, ve a esta dirección y pregunta por Lu’ay Zuabi. Es un amigo de nuestro padre que tiene una tienda de compraventa de joyas de segunda mano. Padre me dijo que él no trataría de engañarnos».
Samer ha cubierto la distancia entre Reihanly y Hatay caminando y haciendo autostop y solo ha comido lo que le han dado, porque no tiene una lira turca. Desde que cruzó la frontera ha sobrevivido gracias a la caridad del dueño de un restaurante que lo vio urgando en la basura de su establecimiento y le dio una bolsa con algo de comida, pan de pita y fruta. Por eso está deseando llegar a la tienda de compra venta y vender el reloj para comprar algo que llevarse a la boca.
El muchacho se da la vuelta para encaminarse hacia el este, por la calle Yavuz Sultan Selim, dejando el Hatay Palladium a su derecha, hasta Istiklal, donde gira hacia el sur. Camina unos minutos, preguntando varias veces, hasta llegar al establecimiento. En su interior, un hombre de unos treinta y cinco años discute con una mujer mayor sobre el precio de una sortija. La tienda no es demasiado grande, con unos escaparates protegidos por rejas de metal en los que se exhiben anillos, collares, sortijas y joyas de todo tipo. Samer abre la puerta ante la mirada inquisidora del dependiente, que desconfía de su aspecto, bastante desaliñado. Lo normal después de haber pasado dos días durmiendo a la intemperie y lavándose en el Orontes.
—¿Qué quiere? —pregunta con brusquedad el dependiente.
—Buenos días —responde con suma cortesía Samer—. Mi nombre es Samer al-Azmah. Soy hijo de Hashim al-Azmah, de Damasco, que era amigo del señor Lu’ay Zuabi, si no me equivoco el propietario de este establecimiento.
—Así es —responde el dependiente, algo más tranquilo al ver que conoce al propietario—. Diga, ¿qué desea?
—Mi padre me dijo que cuando llegara a Hatay viniera a hablar con él.
—De acuerdo —acepta el dependiente—. Pero él no está, ha salido de la ciudad.
—Vaya —dice Samer, que pone una mueca de contrariedad—. ¿Y cuándo podría verlo?
—Venga en un par de días —contesta el dependiente.
—Como usted diga —acepta el joven antes de despedirse y salir del establecimiento cabizbajo. No tiene dinero para comprar comida ni ropa ni para pagarse un lugar donde dormir—. Muchas gracias.
En cuanto Samer se marcha, el dependiente coge su móvil, selecciona un contacto y llama sin dejar de seguirlo con la mirada. Sin duda, era sirio. El dependiente lo sabe bien, porque su familia proviene de allí y él puede distinguirlos con tan solo verlos moverse. El muchacho ha mostrado una educación exquisita y conoce al propietario, pero su ropa sucia y su higiene le hacían parecer un mendigo o, peor aún, un maleante. No tiene por qué ser así, pero, en estos tiempos, es mejor no correr riesgos innecesarios, especialmente en un negocio como el suyo. Lo mejor sería llamar a la policía, porque no es la primera vez que intentan atracar su negocio. Pero tiene una duda.
—¿Padre? —pregunta el dependiente cuando responden al teléfono—. Ha venido un joven preguntando por ti, pero tiene muy mala pinta. Parece un refugiado, pero también podría ser un delincuente. Dice que es hijo de un buen amigo tuyo, Hashim al-Azmah. Iba a llamar a la policía, pero antes he preferido hablar contigo.
Estambul, Turquía. Septiembre de 2013.
«Te lo avisé», piensa el jefe mientras contempla el cadáver de Munir. «Te dije que a este bastardo aún le quedaba resuello, que no podías fiarte». El torturador se alegra de seguir vivo, pero lamenta la muerte de su aprendiz, al que había cogido cariño después de las semanas que habían trabajado juntos. Es el eterno «mejor tú que yo», pero eso no quita para que sienta una profunda tristeza. Un segundo más y a Yasser le hubiera dado tiempo a acabar con él. Menos mal que consiguió golpearle, porque, si no, a buen seguro que el Rojo no hubiera fallado un segundo disparo. Todavía no comprende cómo, después de los tormentos que había recibido, ha podido acabar con dos hombres jóvenes y fuertes como Khamis y Munir.
Los otros guardias, que llegaron alertados por los disparos y los gritos, ya se han llevado el cuerpo de Khamis, que descansa en la habitación contigua. Antes, han ayudado al jefe a reducir a Yasser, que ha luchado hasta la extenuación. El antiguo muhabarat ha golpeado e, incluso, mordido. No luchaba para salvar la vida, sino para matar y, sobre todo, para que lo mataran. Pero no lo ha conseguido, y ahora Yasser está tendido sobre la mesa de la habitación, atado de pies y manos, todavía vivo, inconsciente.
El torturador espera a que se lleven el cadáver de Munir, el aprendiz de matarife, para dirigirse a Yasser. Ahora están los dos solos, sin nadie que los interrumpa.
—Te vas a arrepentir de no haberte pegado un tiro, bastardo —las palabras escapan entre sus dientes apretados. Sus ojos exoftalmos, enrojecidos por la ira, le confieren un aspecto terrible—. Te lo aseguro. Yo te lo haré pagar. No imaginas cuánto puedo hacerte sufrir aún antes de que mueras.
El jefe mira la cara desfigurada del antiguo muhabarat y su pecho, que sube y baja con dificultad, arrítmicamente. Morirá, eso lo sabe bien, porque las heridas que le han causado son irrecuperables, pero, antes, Yasser va a contar todo lo que sabe. Solo la muerte puede evitar que el Rojo confiese, pero el torturador sabe cómo darle esquinazo, quizá durante unos días en los que él no dejará de atormentarlo. Ese sufrimiento insondable será su regalo a Munir para que se lo lleve al otro mundo.
Mushakanya, Siria. Septiembre de 2013.
El emir de Mushakanya espera en su despacho, de pie frente a la ventana, a que lleguen su secretario y Fadi, que están terminando de realojar a los nuevos reclutas del Daesh. Desde su oficina, en la tercera planta del antiguo colegio, se ve el patio, antes de juegos, donde ahora se han colocado multitud de tiendas de campaña para alojar a los recién llegados. Es un goteo constante y cada vez llegan más, de todas partes del mundo.
Unos golpes en la puerta le sacan de sus pensamientos, pero no logran borrar la sonrisa de satisfacción que el espectáculo que contempla ha esculpido en su cara. El rezo acaba de terminar y los soldados del Estado Islámico se levantan tras la oración. Ver a todos esos guerreros dispuestos a entregar la vida inclinados ante Alá, elevando al unísono sus plegarias, es un regalo maravilloso. Un espectáculo que le llena el alma de júbilo, por el que merecen la pena tantos años de sufrimiento al servicio de la Yihad.
—Salam aleikum —dicen al unísono Fadi y Haidar.
—Aleikum salam —responde el emir señalando a través de la ventana de su despacho, una sala amplia pero sencilla—. Es lo mejor que he visto en mi vida. Estoy orgulloso.
—Sí —responde Haidar mientras Fadi permanece en silencio. El joven prefiere hablar lo menos posible—. Cada día llegan más voluntarios y es más difícil darles cabida a todos.
—Habéis hecho un buen trabajo —reconoce Aymman, muy complacido.
—Gracias —responde el secretario—. Fadi me ha sido de gran ayuda.
—Me gusta oír eso —dice el emir—, porque precisamente de eso quería hablaros. Sentaos, por favor.
Fadi y Haidar escuchan atentamente mientras toman asiento en dos sillones que hay frente a la mesa.
—Veréis —continúa Aymman con voz pausada—. Fadi se ha unido a nosotros, pero no ha seguido el mismo proceso que los reclutas normales. Al principio estaba justificado porque solo era un traductor, pero, poco a poco, ha ido asumiendo más competencias, que tú, Haidar —dice elevando sus dos manos hacia el secretario—, le has confiado. Y él ha respondido a esa confianza trabajando duro, lo que nos satisface. No se me escapa el valor que Fadi tiene para nosotros: habla inglés, francés, turco, ruso y árabe. Eso es algo muy valioso para una organización tan heterogénea como la nuestra, donde hay creyentes de todos los rincones del planeta. Por eso nos has sido tan útil. No solo te puedes entender con los recién llegados de Europa o Estados Unidos, también con nuestros compañeros chechenos, rusos y, por supuesto, con nuestros colaboradores de Turquía, por donde nos llega tanta ayuda. Sin embargo —continúa el comandante yihadista—, es hora de ir más allá. Fadi no ha pasado por el mismo entrenamiento militar y sobre todo moral que el resto de nuestros hermanos, y eso no puede ser. Incluso puede ser peligroso para él. Nuestro amigo Fadi ha tenido contactos con grupos rivales del ELS y aquí tiene acceso a información muy importante. Eso podría despertar las sospechas del Amn al-Dawlat.
—¿Amn al-Dawlat? —pregunta Fadi—. ¿Qué es eso?
—Nuestro servicio de seguridad interno —responde Haidar—; aún no está plenamente desarrollado, pero sí operativo. Nosotros también tenemos que defendernos de los espías del gobierno, de los rusos, de los occidentales y de otros grupos rebeldes.
—¿Quieres decir —pregunta Fadi, que trata de mostrar sorpresa— que otros rebeldes nos espían? No lo puedo creer. ¡Si estamos en el mismo bando!
—Pues créelo —responde el emir—. Nos espían igual que nosotros a ellos. Cada vez somos más poderosos, y eso les hace desconfiar. Saben que sus propios soldados admiran nuestro valor en combate y los grandes éxitos que hemos conseguido. Nos envidian y no es la primera vez que tratan de sobornar a alguien para que les pase información o intentan infiltrarse en nuestra organización. Por eso debemos protegernos, y de ello se encarga Amn al-Dawlat, porque, tarde o temprano, Fadi, esos que se llaman rebeldes, pero que en realidad están al servicio de Estados Unidos o de Europa, tratarán de acabar con nosotros. Puedes estar seguro, solo es cuestión de tiempo que traten de destruirnos, como ya han hecho en el pasado. Ellos solo quieren echar a Al Asad para entregarle Siria a los diablos occidentales, pero nosotros no les dejaremos. Nosotros crearemos un gran Califato donde reine el islam. Primero en Siria e Irak y luego ya veremos. Pero sabemos a ciencia cierta que esos perros infieles intentarán evitarlo. De ahí la importancia de nuestros hermanos de Amn al-Dawlat. Gracias a ellos estamos al corriente de sus planes, porque en el ELS solo hay corruptos, y no hay nada más fácil que dominar a los corruptos. Solo hay que mandar a uno de los nuestros con 250.000 dólares en el bolsillo para que le den un cargo o lo hagan jefe de una katiba. Es así de fácil.
—Ya —observa Fadi—, pero un cuarto de millón de dólares es mucho dinero.
—Fadi —responde el emir—, pronto eso será una minucia para nosotros. En breve controlaremos los pasos fronterizos con Irak, luego los de esta zona y, más tarde, los pozos de petróleo sirios y de Mesopotamia. Entonces el Califato florecerá en todo su esplendor, pero, hasta que eso suceda, debemos tener los pies en la tierra y actuar conforme a las reglas que nos han traído hasta aquí. Eso incluye que todos debemos seguir un camino. En tu caso podemos ser permisivos con lo que al entrenamiento militar respecta, pues tú eres más valioso por tus dotes organizativas, pero lo que no podemos pasar por alto es la religión. A partir de mañana asistirás a las mismas lecciones religiosas que el resto de tus compañeros. Los clérigos te enseñarán nuestra visión del islam y del mundo. Fadi —dice el emir muy serio, mirando al joven—, has emprendido un camino de una sola dirección. Haidar y yo te lo advertimos hace tiempo: aquí no hay medias tintas. No puedes quedarte en la mitad del sendero, porque verás cosas que no puedes contar, que solo uno de los nuestros puede conocer. Si quieres abandonar, ahora es el momento.
—Solo hay un camino, emir —contesta Fadi, a sabiendas de que cualquier otra respuesta le costaría la vida—. Ya he elegido. Asistiré con gusto a esas lecciones o a cualquier cosa que tú ordenes.
El emir asiente complacido, aunque sabe que Fadi es un tipo inteligente que no le daría otra contestación. Por la cuenta que le trae.
—Bien —dice Aymman convencido—, en ese caso puedes continuar con lo que estabas haciendo. Haidar y yo tenemos que hablar.
Fadi asiente, se despide y abandona la habitación. Hay algo en el tono de Aymann Rayhan al Rajan que no le ha gustado, pero no sabe qué es. Totalmente ajeno a la suerte que ha corrido su amigo Yasser, Fadi sigue adelante.
—¿Sigues confiando en él? —pregunta el emir cuando Fadi se ha marchado.
—Totalmente —responde Haidar—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Es que ha pasado algo?
—Con respecto a él —niega el comandante—, no. Aunque sí hay novedades de Estambul. Amn al-Dawlat ha atrapado a Yasser el Rojo y lo están interrogando. Parece que no sabe nada de la atropina, pero ahora van a sacarle todo lo que puedan sobre su grupo dentro de Siria y en la frontera. Debemos extremar las precauciones, porque, si hay algún infiltrado entre nosotros, quiero saberlo antes que Amn al-Dawlat.
—Claro —asiente el secretario—, así será.
—¿Confías en él para organizar la reunión? Van a venir muchos de los nuestros y muy importantes. Es posible que el propio Al Baghdadi. Se rumorea que está en Siria.
—¡Oh! —exclama Haidar sorprendido ante la posibilidad de que el líder del Daesh los visite—. ¡Qué gran noticia!
—Nada es seguro, Haidar —continúa el emir—. La asistencia del Abu Bakr es importante, pero debemos centrarnos en los comandantes. Muchos de ellos todavía forman parte del ELS. Todo debe ser secreto hasta que se pasen con sus unidades a nuestras filas. Algunas de esas katibas son muy importantes.
—Confío ciegamente en Fadi —contesta el secretario del emir con rotundidad—, aunque, por la importancia del encuentro, quizá fuera más prudente mantenerlo al margen.
—Yo también —asiente el emir, pensativo —. Haz que él se ocupe de otras cosas para que tú puedas centrarte en prepararlo todo.
—Así lo haré —dice Haidar—. ¿Puedo saber quiénes asistirán?
—Casi todos —responde Aymman—. Van a venir los chechenos más importantes, Umar Shishani y Abu Jihad Shishani. Quiero que pongas especial atención en ellos, porque creo que se unirán a nosotros muy pronto.
—Eso sería una gran noticia —dice el secretario con entusiasmo—. ¿Estás seguro?
—Casi al cien por cien —contesta el emir con seguridad—. He luchado con ellos y los conozco bien. También vendrá Sayfullakh. Sería muy bueno que abandonara Jabhat al Nusra y se pasara a nuestro bando, aunque será difícil. ¡Ah! —exclama Aymman—, y olvidaba a Salahaddin y Amir Muslim Abu Walid. Necesitamos a los chechenos de Jabhat al Nusra, pero también a los jefes independientes. Tenemos que atraerlos o, al menos, conseguir su neutralidad.
—¿Y Al Golani?
—No —contesta el emir—. Sabemos que él y Jabhat al Nusra se mantendrán fieles a Al Qaeda. Ya lo hicieron en primavera y lo seguirán haciendo. Hay que ir quitándoles apoyos, de ahí la importancia de Sayfullakh.
—¿Y con respecto al Frente Islámico y otros grupos de ELS? —pregunta el secretario mientras toma notas en su libreta.
—Ahmed Issa al Sheikh y Zahran Alloush del Frente Islámico, y Sadam al Jamal, el comandante del noreste del ELS.
—¡Vaya! —afirma Haidar sorprendido—, ese sí que es un pez gordo.
—Solo es un traficante de drogas venido a más —corrige Aymann Rayhan al Rajan con un patente tono de desprecio—, pero lo necesitamos. El este de Siria es fundamental para controlar la frontera con Irak y unir nuestros territorios para crear el Califato. Sadam al Jamal aceptará, te lo aseguro. Ahora o más adelante, pero es imprescindible. Le ofreceremos un cargo importante, dinero o poder y, si no, secuestraremos a toda su familia, pero lo conseguiremos.
—¿Y la fecha?
—Aún no —responde Aymman—, pero es inminente; por eso debes tenerlo todo preparado cuanto antes, como si fuera para mañana mismo. Todos los comandantes y emires vendrán por la mañana y se marcharán en el día. Debes asegurar el lugar donde nos encontraremos con la máxima discreción. Es fundamental que no se enteren ni los saudíes ni los qataríes, porque apoyan al ELS y tienen la zona llena de agentes. Además, no sabemos si Obama bombardeará o no ni tampoco si nosotros estamos entre sus objetivos, pero no quiero ser presa de un F-18 americano. El éxito de nuestra empresa depende de la discreción. No quiero dar un paso en falso que deje al descubierto el encuentro o nuestros planes sobre Azzaz y Atmeh. Y, por cierto —continúa el comandante islamista—, tampoco quiero extranjeros merodeando por aquí. Ni periodistas ni cooperantes.
—Como tú ordenes —asiente el secretario—. Ni extranjeros ni nada que pueda poner al descubierto o en peligro nuestros planes.
Hatay, Turquía. Septiembre de 2013.
—¡Eh! ¡Oye! —grita el encargado de la tienda de compraventa de joyas —. ¡No te marches!
Samer, que no se ha percatado de que lo llaman, sigue su camino. El ruido de la calle, abarrotada de vehículos, y la distancia que los separa hacen que el joven no oiga al dependiente, que saca la llave del establecimiento del bolsillo de su pantalón, cierra la puerta apresuradamente y echa a correr para alcanzarlo. Cuando llega a su altura, le toca en el hombro con cierta brusquedad, lo que causa la sorpresa del refugiado.
—¡Tranquilo, no te asustes! —dice el encargado, algo sofocado por la carrera, con cierta dificultad—. Perdona que te haya asaltado así, pero he hablado por teléfono con mi padre y me ha dicho que, efectivamente, tu padre y el mío eran grandes amigos.
—¿Tu padre? —pregunta Samer extrañado.
—Sí —asiente el hombre—. Yo soy Mazen, el hijo mayor de Lu’ay Zuabi, el dueño del negocio. No te lo dije porque no sabía quién eras. Cuando saliste de la tienda llamé a mi padre, que me ha dicho que lo excuses, que tiene sumo interés en verte, pero que no podrá hasta que regrese de Ankara, donde está cerrando un negocio. Sin embargo, me ha pedido que, si necesitas algo con urgencia, me lo digas.
—Gracias —contesta Samer—. Mi hermano me dijo que hablara con el señor Lu’ay para venderle un objeto, porque acabo de llegar desde Turquía y no tengo ni una lira.
—No te preocupes —interrumpe el joven—, lo suponía. Mi padre me ha dicho que te ayude con lo que necesites. Supongo que no tendrás dónde dormir.
—No.
—Está bien —asiente Mazen—. Yo ahora no puedo ausentarme de la tienda porque estoy esperando a un cliente importante, pero toma —dice mientras le entrega una tarjeta comercial y unos billetes de liras turcas—, aquí tienes algo de dinero para tus gastos personales y la dirección de una pensión que poseemos aquí, en Hatay. Ahora mismo llamo para que te preparen una habitación. Toma un taxi y ve hasta allí. Te estarán esperando.
—Muchas gracias —dice Samer al tiempo que toma la mano del hombre para estrecharla con fuerza. La sonrisa del muchacho derrama agradecimiento. Es la primera vez que alguien lo trata con tanto afecto desde que su hermano se despidió de él para alistarse.
Campo de desplazados internos de Atmeh, Siria. Septiembre de 2013.
La carretera que lleva hasta el campo de desplazados internos de Atmeh, en el norte de Siria, es estrecha, aunque no está en demasiado mal estado comparada con otras de la zona. Cuando el asfalto termina, comienza el camino de tierra y, algo más allá, las tiendas de campaña de los refugiados empiezan a aparecer entre los olivos verdes. El Jeep Grand Cherokee recorre el trayecto sin dificultad, aunque despacio, levantando polvo a medida que avanza por el camino reseco. Cuando llega al edificio donde están las cocinas, se detiene. Kemal, el matón que suele contratar Ghaida, que está fumando un cigarrillo con la espalda apoyada en su pickup de color blanco, se incorpora al verla llegar. Da una última calada a su pitillo y echa a andar hacia el automóvil de la casamentera. Cuando llega hasta él, abre la puerta trasera y se introduce en el vehículo.
—Llegas tarde —dice Kemal sin saludar—, muy tarde.
—Este conductor es un inútil —se disculpa Ghaida—, nunca llega a tiempo.
—Bueno —la interrumpe Kemal—, supongo que toda esta pérdida de tiempo será para algo que valga la pena, ¿no?
—Claro, Kemal —responde ella—. Se trata de un asunto de unos siete mil dólares. La mitad para mí y la mitad para ti.
—Dime, te escucho.
—¿Recuerdas al hombre al que tus chicos dieron una paliza hace unos días en Sármada?
—Sí —Kemal asiente con la cabeza—, apenas llevaba unos cientos de dólares.
—Bien —continúa la alcahueta—, pues en un par de días cerrará un negocio de unos siete mil. Tendrás que quitárselos.
—Ningún problema —acepta Kemal sin pensárselo dos veces—. Tú dime cuándo y dónde, que yo me ocuparé del resto.
—Será en el campo de refugiados de Bab el Hawa —dice Ghaida—. El día aún no lo sé, pero será pronto, pasado mañana o al otro. Yo entregaré el dinero a su hija y ella se lo dará a él.
El matón sonríe antes de hablar.
—¡Caray! —exclama el sicario irónicamente—. Veo que eres un socio confiable. Vas a darle un dinero y luego se lo vas a robar.
—No creo que tú tengas motivos para quejare —observa Ghaida algo molesta—. Hasta ahora te he pagado rápido y bien. Además, no es asunto tuyo.
Reihanly, Turquía. Septiembre de 2013.
—¡No me lo puedo creer! —exclama Nacho. Sus ojos verdes, llenos de tristeza, observan su pie escayolado, que descansa sobre una de las sillas de la terraza del hotel Özbek. El médico ha sido tajante, debe tener el pie totalmente inmovilizado al menos durante dos semanas—. ¡Solo faltaban unas horas para entrar en Siria y me rompo el tobillo!
—Vamos, hombre —lo consuela Víctor en tono paternal—. No es culpa tuya, tío, ha sido un accidente.
—Tenía que haberme dado cuenta de que el suelo estaba mojado —se lamenta Nacho, que ve cómo su sueño de cubrir su primera guerra se le escapa entre los dedos. Cuando recuerda el resbalón en el suelo mojado y la caída por las escaleras le dan ganas de tirarse de los pelos.
—Bueno —dice Víctor, que le envidia terriblemente porque a él le gustaría estar en su situación. De hecho, si tuviera huevos se partiría él mismo el pie para no tener que ir a la guerra—, no es para tanto. Al menos no tendrás que irte. He conseguido que te quedes aquí para montar y seleccionar las imágenes que nosotros te traigamos.
—Gracias, tío —responde Nacho visiblemente desilusionado—, pero eso no me reconforta.
—Ya habrá tiempo para ir a Siria —dice Víctor—. Tarde o temprano llegará tu turno.
—Sí —acepta Nacho—, pero me había hecho tantas ilusiones. Y, por cierto —dice el muchacho mirando a Víctor—, ¿cómo lo has solucionado?
—Nos envían otro cámara —contesta Víctor—, aunque todavía no sé quién es. Creo que llegará mañana o quizá pasado mañana. Tengo que hablar con Óscar en un rato.
—Buenas tardes —interrumpe Alí, el hijo del dueño del hotel, un joven alto y muy delgado, con un poblado bigote negro que le hace parecer mayor a pesar de que no debe de tener más de veinticinco años—. ¿Cómo está su tobillo?
—Mejor, gracias —responde Nacho con una sonrisa forzada.
—Me alegro. Disculpen que les moleste —responde Alí—, pero tengo entendido que ustedes son periodistas que van a ir a Siria, ¿no es así?
—Así es —responde Víctor.
—Verán —continúa el muchacho, algo incómodo—. Aquí la gente habla mucho y está muy nerviosa, porque si los americanos atacan a Al Asad, este podría responder lanzando armas químicas contra Turquía, como ha hecho en Damasco.
—¿Y por qué iba a atacar Turquía? — pregunta Nacho.
—Porque Turquía es aliado de Washington —explica Víctor— y ha ofrecido sus bases aéreas.
—Claro —asiente Alí—. Yo me preguntaba si tienen ustedes máscaras antigás o el antídoto ese que se pincha. Quizá nos las puedan vender o saben dónde se compran. Son para mi familia.
—No te preocupes. Bachar al Asad no atacará Turquía, porque supondría su final —lo tranquiliza Víctor, aunque él mismo ha pensado en esa posibilidad y le aterra.
Damasco, Siria. Septiembre de 2013.
—Tenga cuidado con el celador Husein —advierte, muy preocupada, la jefa de enfermeras Mariam a Nayla—, es un hombre peligroso. Es un confidente y ha estado haciendo preguntas sobre usted y su hijo. Voy a avisar al doctor Khatib para que esté prevenido o para que les cambie de planta. El niño está mejorando muy rápidamente. En unos días todo habrá pasado y podrán marcharse a casa.
—Muchas gracias —responde Nayla, sentada junto a su hijo, que ya está plenamente consciente aunque algo aturdido por los sedantes—, pero la verdad es que no tengo a dónde ir. No voy a volver a Muadamiya, porque huimos de allí para salvar la vida de Jamal. Por eso ha muerto mi marido —Nayla recalca las palabras mientras las emociones le traen recuerdos que le estrangulan el alma— y por eso mi hijo crecerá sin su padre. Hacerlo significaría que el sacrificio de Rafik no ha servido para nada.
—La entiendo, querida —la consuela Marian, que posa una mano en su hombro—. Comprendo su sufrimiento. Sin embargo, el doctor Khatib dijo que usted tiene unos familiares que iban a ayudarla.
Nayla rompe a llorar de nuevo sin poder controlarse. Su respiración se agita tanto que le entra un hipo arrítmico; si no fuera por las circunstancias, se diría que cómico. La jefa de enfermeras la abraza despacio y espera a que se calme sola. Cuando Nayla consigue controlarse, vuelve a hablar con la voz quebradiza y entrecortada.
—No, no tenemos a nadie —reconoce casi tartamudeando, mientras se seca las lágrimas—. Cuando se enteraron de la muerte de mi marido nos dieron con la puerta en las narices. No querían que el Muhabarat les pudiera relacionar con alguien al que ha matado el ejército o los shabihas. No le dije nada al doctor porque ya nos ha ayudado mucho y no quería ponerlo en más aprietos.
—Tranquilícese, mujer —dice Mariam—, estoy segura de que el doctor encontrará una solución. Además, la mitad del ejército de Bachar al Asad le debe la vida o, al menos, alguna parte de su cuerpo. ¿Sabe? —cuchichea la enfermera—. Dicen que ha tratado al mismísimo Maher al Asad, el hermano del presidente, cuando sufrió el atentado.
—Prométame que no le dirá nada —suplica la madre de Jamal, que casi no pone atención en las palabras de la jefa de enfermeras—, se lo ruego. No quiero comprometerlos más ni a él ni a su esposa. Ya han sido bastante generosos conmigo.
Mariam asiente, pero, antes de que pueda pronunciar palabra, unos golpes en la puerta hacen que ambas mujeres se giren hacia la entrada.
—¿Se puede?
—Adelante —responde la jefa de enfermeras, más tranquila cuando reconoce la voz del doctor Khatib—. Pase.
—Pero ¿qué ocurre aquí? —pregunta el médico, extrañado cuando ve a Nayla tan descompuesta—. ¿Ha empeorado el pequeño?
—No, doctor —se apresura a contestar Mariam—, no es eso. El niño mejora muy deprisa.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—El de siempre —responde Mariam con resignación—. El celador Husein sigue haciendo preguntas sobre Nayla y su hijo.
—Entiendo —contesta el doctor con suma atención—. ¿Y es tan grave el asunto?
—Me parece que no —dice Mariam, ante la mirada de agradecimiento de Nayla por no revelarle al doctor que no tiene dónde ir—, pero ella se ha asustado.
—De todas formas, conviene no levantar sospechas. Nayla —continúa Khatib en el tono más amable que puede, porque la mujer sigue bastante alterada—. No hable con nadie y, sobre todo, no responda a las preguntas de Husein. Haga como que le molesta o que se siente incómoda, pero no hable. ¿Entendido?
Nayla asiente con la cabeza.
—¿Y no sería mejor cambiarles de planta? —sugiere la jefa de enfermeras.
—¿Y dónde iban a estar mejor que aquí? El jefe de planta es mi amigo, tú eres la jefa de enfermeras y la mayoría de los médicos han sido alumnos míos y son de confianza. Lo que tenemos que hacer es sacar de aquí al niño en cuanto su salud lo permita. Yo le iré a visitar un par de veces por semana y, si hay complicaciones, usted me llamará.
—Aun así es arriesgado, doctor —observa la jefa de enfermeras.
—Lo sé —afirma el doctor Khatib con seguridad—, pero ni Nayla ni su marido pertenecían a ningún grupo armado. ¿No es así, Nayla?
—Sí, doctor —responde ella—, pero debe saber que mi marido gestionó la entrega de alimentos y medicinas a la población civil en una mezquita de Muadamiya. Él no pertenecía a ningún grupo, pero le encargaron hacerlo y no podía negarse. Le hubieran matado. Si el Muhabarat lo descubre, dirán que era un rebelde.
—Lo sé —acepta el doctor con cara de preocupación—, pero mi esposa me ha ordenado que cuide de ustedes y prefiero enfrentarme al Muhabarat que a ella.
La broma del médico hace que las dos mujeres rían. Una vez que ha relajado un poco la situación, comienza a examinar a Jamal, que sigue en los brazos de su madre, sedado, ajeno a lo que sucede a su alrededor. La herida de su pierna sana rápidamente, porque el muchacho es pequeño, pero fuerte. Su cuerpecillo ha empezado a mejorar en cuanto ha recibido los cuidados que necesitaba, en cuanto le han suministrado el sencillo tratamiento cuya ausencia mantenía a la muerte pegada a él, cantándole con su boca descarnada la siniestra canción de cuna que todavía escuchan los que se han quedado en Muadamiya.
—Bueno —dice el doctor mientras examina al pequeño—, este muchacho evoluciona estupendamente. Y la cura de la herida es excelente. ¿Quién se la ha realizado?
—La enfermera Lina —responde Mariam.
—Una joven muy competente —observa el doctor—. Bueno, ante la menor sospecha de que Husein trama algo, dígamelo, y, si yo no estoy, sáquela de aquí inmediatamente. Esto es muy arriesgado y entendería que quisieras mantenerte al margen, Mariam.
—Hace más de treinta años que lo conozco, doctor —afirma la enfermera—. Cuente conmigo.
Reyhanli, Turquía. Septiembre de 2013.
—Lo siento, Víctor —se excusa Óscar, el jefe del periodista, a través del teléfono—, pero no he podido encontrar otro cámara. Es el único que hay disponible.
—¡Me da igual! —dice el periodista con una calma falsa que oculta la terrible rabia que le enciende por dentro—. No pienso meterme en Siria con Atkins. Ya sabes que hace años que no trabajo con él. Ni yo lo trago a él ni él me traga a mí.
—Escucha, Víctor — continúa el jefe en tono conciliador—, ya he hablado con él para dejarle claro quién es el jefe del equipo y lo ha aceptado. Ha dicho que por su parte no habrá ningún problema.
—¡Pues por la mía, sí! —exclama Víctor, que ya no puede controlarse, con un enfado más que evidente. Encerrado como un león en su jaula del circo, el periodista estadounidense recorre de un lado a otro, sin cesar, su pequeña habitación del hotel Özberk mientras chilla a través de su teléfono móvil—. ¡Ese tío es un cabrón y no pienso trabajar con él! ¡Tú no sabes lo que me hizo pasar en Irak! No pienso repetir la experiencia, Óscar, te lo aseguro. Además, para entrar en un sitio como Siria, hace falta confianza entre el equipo, porque te juegas la vida, y yo no tengo ninguna confianza en Atkins ni él en mí.
—Vamos, hombre —intenta calmarlo su superior—. No seas así. Tú sabes que Atkins es uno de nuestros mejores cámaras. Nadie tiene tanta experiencia en guerras como él.
—Mira, Óscar, ¡lo único que yo sé es que Atkins es un hijo de puta que me hizo la vida imposible hace años! ¡Me prometí a mí mismo que no volvería a pasar por ello, y no pienso hacerlo! Además, te recuerdo que tú —Víctor recalca las palabras para poner más énfasis en ellas— me prometiste que podía elegir el equipo y poner las condiciones que me diera la gana. Pues bien, ¡mi condición principal es que no trabajo con ese tío!
—Está bien —acepta el jefe—, tienes razón. Yo te prometí eso, pero las circunstancias han cambiado. Podría haber un ataque y los otros cámaras disponibles están a más de un día de avión de donde tú te encuentras, mientras que Atkins está en Jerusalén, a un par de horas de Estambul. Esta misma tarde estará allí.
—¿Qué? —pregunta Víctor con incredulidad—. ¡No puedo creer que le hayas mandado sin consultarme! ¡Pues ya le puedes decir que se vuelva!
—¿Y qué podía hacer? —plantea el jefe—. No he podido localizarte y tenía que tomar una decisión. Te he llamado varias veces, pero estabas en el hospital con Nacho.
—¡No es asunto mío! —grita Víctor fuera de sí—. ¡No voy a trabajar con él! ¡Tú sabes igual que yo que, en cuanto llegue, intentará meterse en Siria hasta la primera línea de fuego, porque lo lleva en la sangre!
—Mira —intenta tranquilizarlo Óscar—, no te pongas así. No puedo tenerte en Turquía con la que está cayendo sin un cámara. El presidente Obama ha mandado cinco destructores con misiles Tomahawk y Putin ha respondido enviando varios barcos de guerra, entre ellos un antisubmarinos. Te lo pido como un favor personal. Por favor, trabaja con él solo durante unos días hasta que te pueda mandar a otro. Si quieres, utilízalo solo para las conexiones en directo.
—Un momento —lo interrumpe Víctor—, ¿qué es eso de los directos?
—Perdona —contesta Óscar—, con esta discusión se me ha olvidado contártelo. Hay quien dice que el ataque contra Al Asad podría ser inminente y queremos que entres en directo desde allí para contarnos cómo está el ambiente. Si fuera posible, desde dentro de Siria.
—¡Y una mierda! ¡Ya me la estáis liando otra vez! —exclama Víctor, terriblemente enfadado—. Primero: dentro de Siria no hay puntos de directo, porque la situación es tan jodida que nadie se arriesga a meter una antena que cuesta decenas de miles de dólares para que la bombardeen o la roben; segundo: yo he venido a hacer un reportaje sobre las rutas de suministro de los rebeldes y me marcho en cuanto lo termine. ¡No me pienso quedar a un posible ataque ni de coña! Y te advierto una cosa: si hay intervención militar, yo me marcho. Luego no digas que no te lo he avisado.
—Tranquilo, hombre —Óscar sigue tratando de calmar a Víctor, aunque ya comienza a estar harto de las negativas del reportero—. Si no hay bombardeo solo serán un par de días y, si lo hay, mandaremos otro equipo para apoyarte y tú te podrás dedicar al reportaje. Solo te pido que hagas esos directos con Atkins hasta que te llegue el relevo. No es para tanto, Víctor —prosigue el jefe, ahora en un tono mucho más serio, que pareciera una amenaza—, eres periodista, estás en el lugar de la noticia y tu cadena te necesita. Tú eres un profesional y no tengo que recordarte tus obligaciones.
Víctor calla. Tiene la impresión de que se la están colando de nuevo, de que tiene ante sí un gran plato de mierda y de que va a tener que comérselo él solito, pero, por otra parte, su jefe tiene razón cuando dice que no puede negarse a hacer lo que su canal le pide. Al fin y al cabo, él es un reportero que está sobre el terreno en el momento de la noticia.
—Está bien —acepta a regañadientes después de un largo silencio.
Estambul, Turquía. Septiembre de 2013.
Abu Rahman al Tunisi, el tunecino, pasea junto al jefe por los alrededores de la Torre Gálata de Estambul, que se yergue, maciza e imponente, entre el resto de las construcciones de la zona, como si las mirara con aire de superioridad. Pero los dos hombres están demasiado ocupados como para pensar en los edificios que los rodean. En silencio y con cierta dificultad debido a su sobrepeso, el torturador sigue al máximo responsable de Amn al-Dawlat, los servicios de inteligencia del Daesh, que está en mucha mejor forma. Su agitada respiración, fruto de un esfuerzo al que no está acostumbrado, evidencia un cansancio que le hace sentirse muy incómodo. Su superior percibe su estado y aminora el paso.
—Debes vigilar tu peso, amigo —dice Al Tunisi con condescendencia.
—Trato de hacerlo —le contesta el jefe con la respiración alterada—, pero me resulta muy complicado. El hipotiroidismo es una enfermedad difícil de controlar.
—Por eso debes ser más fuerte, Khaled.
El torturador asiente al tiempo que se sorprende al oír su verdadero nombre. Casi nadie le llama así desde hace mucho tiempo. Solo lo hacía su familia, pero casi todos están muertos gracias a la persecución a la que los ha sometido el régimen.
—Lo intentaré, Abu Rahman.
—Ese Yasser me preocupa —anuncia el jefe del espionaje del Daesh—. Es uno de los hombres de confianza del coronel Said, el hombre que ha montado los servicios de inteligencia del ELS en la parte oeste de la frontera. Es necesario que le arranques lo que sabe sobre su organización antes de que muera. Estoy seguro de que ellos tienen gente infiltrada entre nosotros igual que nosotros la tenemos entre ellos. Nuestra estructura de información es aún pequeña, está naciendo, pero pronto crearé un grupo sólido, sin fisuras ni topos. Por eso necesito que descubras todo lo que sabe.
—Haré lo que pueda, Abu Rahman —dice el torturador mientras levanta las cejas en señal de aceptación—, pero su salud está muy deteriorada. Fue muy difícil capturarlo, porque es un tipo duro de pelar, extremadamente peligroso y, luego, cuando intentó escapar tuvimos que reducirlo por la fuerza.
—Lo sé —asiente Abu Rahman con preocupación —, pero debes hacer todo lo posible, porque estamos en un momento crucial de nuestra lucha. Mantenlo con vida hasta que te lo cuente todo y tenme informado. Luego puedes hacer con él lo que te plazca.
—Así lo haré —responde el jefe.
Hatay, Turquía. Septiembre de 2016.
Hala, la mujer de Gamal, el hijo del Gordo, ha recibido la noticia con resignación porque se la esperaba. Después de cuatro años de matrimonio anodino en el que su marido le ha dedicado menos atenciones que a muchos de sus regalos de boda, era de esperar, porque, además, no ha podido darle un hijo. Aunque ella tampoco se casó enamorada, la verdad es que esperaba que Gamal se molestara un poco en ocultar su descomunal indiferencia. Y no solo está preocupada por el fin de su matrimonio, también por el futuro que la espera como mujer divorciada. Pero lo que más le molesta es que ha sido la última en enterarse de que su marido pretendía divorciarse. La primera en darle la noticia fue su tía Sara, la mujer de su tío Ibrahim, el hermano menor de su difunto suegro.
—Y va a casarse con otra —le advirtió—, que es tremendamente bella y muy joven. Todos los que han visto la foto que tu marido no deja de enseñar por ahí lo dicen.
Hala no es una mujer guapa, ni siquiera atractiva. Más bien todo lo contrario. Es bajita, regordeta y tiene los ojos pequeños y juntos. Ahora, sentada en su alcoba, el espejo le escupe a la cara lo complicado de su situación. Ha entregado los mejores años de su vida a un hombre que ahora la repudia, a pesar de haber sido una esposa obediente. Quizá si le hubiera dado un hijo varón podría competir con la recién llegada, pero, en sus circunstancias, no. Y más con la antipatía que le profesa su suegra, que se lleva fatal con su padre. La madre de su esposo, al principio de su matrimonio amable y solícita, hace tiempo que la mira por encima del hombro por no haber engendrado un nieto.
Cuando llaman a la puerta de su lujosa habitación decorada al estilo árabe, con muebles ostentosos y recargados, Hala reconoce al instante la forma de hacerlo de su suegra, que entra, como siempre, sin esperar autorización. Ella no pide permiso para pasar; solo se anuncia, porque se considera la señora de la casa.
—Hola, Hala —dice secamente, y luego calla, esperando una respuesta.
—Hola, Fatma —Hala responde mientras se levanta en señal de respeto. No le cae bien su suegra, pero ella es una chica muy educada con un carácter débil que huye de todo enfrentamiento. Así es como le han enseñado a ser en su familia—. ¿Qué deseas?
—Supongo que ya te habrás enterado de las intenciones de Gamal —le espeta sin ningún tipo de delicadeza.
—Desgraciadamente, sí —responde la mujer, también sin andarse por las ramas—. Me lo ha contado la tía Sara.
—Sara —afirma la madre de Gamal al mismo tiempo que pone una sonrisa cínica. Nunca se ha llevado bien con su cuñada y no puede ni quiere ocultarlo—. ¡Esa cotorra! Y, dime, ¿qué te ha dicho?
—Que Gamal —responde Hala, que ha empezado a llorar— ya ha decidido casarse con otra mujer en cuanto le concedan el divorcio civil.
—Querida —dice Fatma sin dejarla continuar—, no te lo tomes a la tremenda. Gamal no te dejará en la estacada, pero tienes que entender que no le has dado un hijo, que es lo que él más quería.
—He hecho lo que he podido —se excusa Hala con sinceridad mientras la madre de Gamal la observa con patente indiferencia. Se diría que disfruta con el dolor de su nuera—. Te lo aseguro. Todo lo que he podi…
—Pero no has podido —interrumpe la suegra—. No has podido, y ahora que mi hijo es el cabeza de familia necesita un heredero. Quizá no sea culpa tuya o quizá sí, pero lo cierto es que él está en su derecho. Vamos, vamos —continúa la suegra con mucho cinismo y poco tacto—, tómate el tiempo que quieras para recoger tus cosas.
—Si no te importa —dice Hala—, preferiría irme a casa de mis padres hoy mismo. No quiero importunaros a él ni a ti. Os llamaré para venir a recoger mis cosas más adelante. Ahora no tengo ánimos.
—Me parece bien —responde Fatma sin mostrar emoción alguna—. Así será mejor para todos.
Reyhanli, Turquía. Septiembre de 2013.
Es casi de noche. Víctor está sentado al lado de una de las amplias cristaleras del restaurante del hotel Özberk frente al lago de Reyhanli con el equipo de TVE, que ya ha regresado de Siria. No han tenido problemas, porque solo se han adentrado un poco, hasta el campo de refugiados de Atmeh, muy cerca de la frontera. El estadounidense se ha tranquilizado algo después de que Samuel y Marcos le hayan contado que la situación es de calma total, sin combates o incidentes. Sin embargo, Víctor está jodido, porque su cámara, Atkins, ya ha llegado del aeropuerto. El corresponsal no tiene ninguna gana de verlo, porque, aunque han pasado muchos años desde su enfrentamiento en Irak, el tiempo no ha curado las heridas. Víctor sigue odiando a Atkins y el cámara siente un profundo desprecio por el reportero, a quien considera un cobarde. Marcos conoce la situación, pero, delante de Samuel y Pablo, no ha querido hablar del tema para no incomodar a su amigo.
—¿No va a venir a cenar tu nuevo cámara? —pregunta Samuel mientras da buena cuenta de un plato del exquisito kebab que preparan en el hotel.
—Ahora vendrá —responde el estadounidense antes de dar un trago a la cerveza que acaba de traerle el camarero—. Se estaba duchando.
—Es una pena —cambia de tema Marcos— que sirvan las cervezas tan grandes. Con tanto calor se calientan enseguida. Aquí, con esta temperatura, deberían tirar cañas de veinte centilitros, como en España.
—Vamos, Marcos —contesta Víctor—, eso solo lo hacéis los españoles. En casi ningún sitio del mundo ponen una cerveza de menos de un tercio de litro.
—Sí —admite el español—, con esta temperatura es una estupidez, porque siempre te tomas la última parte calentorra.
—Es una batalla perdida—interviene Samuel.
—En eso os doy la razón —admite Víctor—. En lo de la fregona no, pero en lo de la cerveza sí.
—Por cierto, ¿cómo os ha ido ahí dentro? —pregunta Nacho, que acaba de llegar andando trabajosamente con sus muletas, a las que aún no se ha acostumbrado. Con la ayuda de Pablo, que le separa la silla, se sienta y comienza a juguetear con su tenedor, haciendo círculos imaginarios sobre el mantel rojo—. ¿Había combates?
—No —contesta Samuel, complacido por el interés del joven—. No había combates, solo hemos estado en el campo de Atmeh, que está al lado de la frontera.
—Pero habéis visto guerrilleros, ¿no?
—Sí —responde Samuel—, pero cinco o seis nada más.
—Vaya —Nacho pone una evidente mueca de fastidio.
—Pero, tío —dice el cámara de TVE—, no debes obsesionarte con los tiros. El trabajo de un cámara es mucho más que grabar un plano de un soldado disparando. Para eso solo hay que tener cojones. Nosotros tenemos que hacer algo más. Tenemos que construir la imagen del reportaje, grabar lo que nos pide la historia, que todo lo que pasa a nuestro alrededor entre por el objetivo de nuestra cámara para poder contar lo que sucede. Si te obsesionas con un disparo o con una explosión, es fácil que pierdas la perspectiva general. Ese plano puede ser genial, pero también puede arruinar tu historia.
—¡Claro! —exclama Nacho—, eso lo dices tú que has rodado miles de ellas, pero yo solo he hecho ruedas de prensa y reportajes normales.
—Gracias por lo que me toca —interviene Víctor en tono punzante.
—Víctor, no te lo tomes a mal —se disculpa Nacho—. Quería decir reportajes de los que se hacen en cualquier país del mundo.
—No te preocupes —dice Víctor—, ya harás uno de guerra. Ten paciencia.
—¡No sé cómo! —se queja el muchacho con amargura—. He estado a las puertas y me he roto un tobillo. He perdido mi oportunidad, porque contigo… —dice Nacho mirando a Víctor, justo en el momento en el que se da cuenta de que ha estado a punto de meter la pata—, quiero decir, en España, eso es casi imposible.
—¿Conmigo es casi imposible? —pregunta Víctor, molesto por el comentario del muchacho—. Pues he sido yo quien te ha traído hasta aquí, aunque me habían ofrecido cámaras mucho más expertos.
—Tienes razón —se disculpa Nacho, sinceramente arrepentido—. No quería decir eso.
—Buenas noches —interrumpe Atkins, en un español con fuerte acento americano.
—Hola, James —responde secamente Víctor, sin ni siquiera tenderle la mano. Luego lo presenta al grupo—. Él es James. Será mi cámara hasta que llegue un relevo.
—Encantado —dice Atkins en castellano antes de empezar a hablar en inglés—. Bueno, Víctor, eso no es lo que me han dicho a mí. Óscar, tu jefe, me llamó para ofrecerme entrar en Siria contigo y hacer un reportaje sobre la guerra y las rutas de suministro de los rebeldes porque tu cámara se había partido el tobillo.
—Pues te mintió —afirma contundentemente Víctor, que quiere dejar las cosas claras desde el principio—. Yo no estoy haciendo ningún reportaje sobre la guerra. Eso te tiene que quedar claro desde el principio, porque no quiero malentendidos. Si eso es lo que te ha dicho Óscar, puede que sea con otro redactor que está por llegar, pero, desde luego, no es conmigo. Llámalo y se lo preguntas. Es probable que en estos días tengamos que hacer algunos directos sobre el posible bombardeo contra el régimen de Al Asad, pero eso será todo. Después debería llegar el cámara que he pedido, que, desde luego, no eres tú. En el caso de que ese cámara se retrase, entraremos en territorio sirio una o dos veces —Víctor recalca en este punto especialmente sus palabras—, como mucho, y nada más. Los objetivos serán muy claros: hacer una entrevista a un periodista sirio y grabar una entrega de material en un pueblo cercano a la frontera. ¿Está claro?
—Vaya, Víctor —contesta con ironía el camarógrafo—, gracias por tu afectuoso saludo. Veo que no has olvidado nuestra antigua amistad.
—No —dice el periodista sin inmutarse. El resto del grupo observa la escena en silencio ante lo violento de la situación—. Por supuesto que no la he olvidado. Precisamente por eso quiero que todo quede claro desde un principio.
—Vamos, Víctor —continúa Atkins en tono conciliador—, no te pongas así. Hace más de diez años de lo de Irak. Ha pasado mucho tiempo, tío. Por mi parte todo está olvidado, no tengo ningún problema en volver a trabajar contigo. Es más, estoy seguro de que, si los dos ponemos algo de nuestra parte, haremos un gran trabajo. Mucho mejor que el que hice con Daniel.
—Me trae sin cuidado lo que hicieras con Daniel —afirma Victor.
—Bueno, Víctor —objeta el cámara, cada vez más contrariado por la obstinación de su compañero—. Eso no es lo que me han dicho nuestros jefes. A ellos y a mí nos gustaría hacer una cosa, al menos, tan buena como aquella.
—Lo que a ti te gustaría o no —observa Víctor, ahora más alterado ante el comentario de su compañero— me da totalmente igual. Con respecto a nuestros directores, yo ya he hablado con ellos y me han dejado muy claro cuál es el objeto de mi presencia aquí. Si tú no lo tienes claro, te sugiero que los llames para que te lo expliquen.
—Quizá seas tú el que no lo tiene claro —responde Atkins, buscando el enfrentamiento—. Desde que te enviaron aquí la situación ha cambiado, y ahora quieren guerra.
—Te equivocas —insiste Víctor, que hace un esfuerzo por aparentar calma porque sabe que eso es lo que más irrita a su visceral compañero—. Esta misma tarde he hablado con Óscar y me lo ha confirmado. Así que —Víctor lo mira fijamente a los ojos— te lo repito otra vez: directos desde la frontera y dos entradas en Siria, una entrevista y una entrega de material humanitario. ¿Está claro?
—¡Clarísimo! —exclama el camarógrafo muy alterado—. Entrevistas y ONG, ¿y no tenemos algún convento de mojas por el camino? ¡Esto es una guerra, coño! Veo que sigues tan audaz como siempre —dice irónicamente Atkins.
—Te equivocas —el periodista pone una sonrisa cínica antes de continuar—. Los años me han hecho más conservador. Y ahora, ¿quieres acompañarnos en la cena, James?
Marcos y Nacho no pueden reprimir una pequeña risotada que Atkins interpreta como una muestra de solidaridad.
—No, gracias —responde el operador de cámara, visiblemente enfadado, mientras se da la vuelta para marcharse. No quiere compartir la mesa con su compañero ni con aquellos a quienes considera sus amigos—. Comeré algo en la habitación.
—¡Vaya! —exclama Samuel con ironía—. ¡A eso se le llama empezar con buen pie!
—¡No me lo puedo creer! —interviene Nacho—. ¡Era el mismísimo James Atkins, el mejor cámara de nuestra cadena, y menudo pollo le has montado!
—¡Joder! ¡Qué buen rollito! —dice Pablo.
—No sabía que os llevarais tan mal —observa Samuel—. Yo he coincidido con él en varios sitios y no es mal tipo.
—Es gilipollas —dice Víctor mientras llama al camarero para pedir un té con menta—, pero no envejece, el muy cabrón. ¡Está igual que hace diez años! Debe de ser la mala leche, que rejuvenece.
—¿Y qué vas a hacer entonces? —pregunta Marcos.
—Si puedo —responde el estadounidense—, estaré dos o tres días haciendo directos sin movernos de aquí.
—Se va a cabrear como una mona —advierte Samuel.
—No es mi problema —responde Víctor.