Tall Rifat, Siria. Septiembre de 2013.
El grupo de periodistas espera a las puertas del edificio en el que el Daesh ha establecido su cuartel en Tall Rifat. No hay yihadistas que los custodien, porque no llegarían muy lejos si intentaran escapar. La mayoría de los islamistas están alrededor del grupo de milicianos del Ejército Libre Sirio, que hablan con sus captores en un tono más relajado que en el control, toda vez que el tunecino de la camiseta roja ha desaparecido de escena. El único que va de un grupo a otro es Ahmed.
—Bueno —dice Atkins cuando el productor llega hasta donde están los informadores. El americano tiene un aparatoso vendaje en la cabeza que le ha colocado el conductor de la ambulancia—. ¿Cuándo coño nos vamos?
—Creo —dice Ahmed muy serio, con el rostro desencajado— que usted no entiende la gravedad de la situación. Se lo explicaré muy claramente: este grupo, el Daesh, es muy peligroso. En la actualidad retienen a varios extranjeros y tienen predilección por los americanos. Ellos no son sirios y no aceptan la autoridad de los grupos locales, a los que se han enfrentado a tiros en varias ocasiones. Hasta hace poco obedecían las órdenes de Jabhat al Nusra, la filial de Al Qaeda, pero ahora ni siquira eso está claro. Si deciden que los retienen, lo harán, así que hagan todo lo que yo diga, por favor.
—Ya será para menos —dice Atkins con desprecio.
Ahmed guarda un largo silencio antes de continuar, visiblemente contrariado por el comentario del cámara. Cuando lo hace, se dirige a Marcos y a Víctor únicamente.
—Víctor, Marcos, necesito que todos hagan lo que yo diga, porque, en estos momentos, no puedo garantizar que os dejen marchar. En gran medida, estamos en esta situación por su culpa —dice señalando a Atkins—. Os repito que este grupo puede teneros secuestrados durante meses. Los sirios no les interesamos, pero los extranjeros, sí.
El cámara capta el mensaje y calla. Lleva los suficientes años en el oficio para saber cuándo un productor experimentado como Ahmed está hablando en serio.
—Bien —continúa el sirio señalando a Atkins—. Usted métase en nuestro coche y no salga para nada. Pero quien más me importa es Samuel. Él sí que no debe salir del vehículo ni para mear. Y bajo ningún concepto debe decir quién es. ¿Entendido? Ahora, denme todos sus pasaportes.
Los periodistas sacan sus documentos y se los entregan a Ahmed, que desaparece en dirección al cuartel del Daesh. Unos minutos después, el productor regresa con cara de pocos amigos, acompañado por varios yihadistas que requisan los teléfonos móviles de los informadores.
—Está bien —dice Ahmed, visiblemente preocupado—, la situación no es buena. El comandante de este puesto quiere ver lo que han grabado y asegurarse de que no son espías.
—Yo no sé manejar las cámaras, así que uno de ustedes tiene que venir conmigo —dice.
—Bueno —acepta Samuel—. No hay problema.
—No, Samuel —responde Ahmed—, es mejor que tú no vengas. Prefiero que venga Pablo.
Samuel acepta en silencio mientras Atkins coge su cámara y se dispone a salir del vehículo para acompañar a Ahmed.
—Usted tampoco —dice el productor.
—¡Pues si va mi cámara, voy yo! ¡No pienso separarme de mi cámara! No quiero que ninguno de esos cabrones la toque, la robe o borre mi trabajo.
—Víctor —dice Ahmed—. Si James no hace lo que digo, no podré ayudaros. Parece no haberse dado cuenta de la situación en la que estamos. Tenemos que lograr que nos dejen salir de aquí ahora y que no nos manden ante su emir. Si nos envían ante él, nos retendrán durante semanas o quizá meses. No quiero que venga él —dice señalando a Atkins—, porque no quiero tener que contarle al jefe de estos barbudos que uno de los suyos le ha roto la cabeza por no obedecer una orden y porque tiene un carácter muy irascible. Si se enfrenta a él, nos retendrá. Con esta gente no se juega. Además, prefiero que no tenga cara a cara a ningún estadounidense.
—James —ordena Víctor—, dale tu cámara a Ahmed.
—¡Y una mierda! —responde Atkins colocando su mano sobre la cámara.
—Está bien —acepta el productor sin inmutarse antes de dar una orden en árabe a los hombres del ELS que están a unos metros. Dos de ellos se aproximan y sujetan a Atkins por los brazos mientras el tercero le quita la cámara a la fuerza.
—¿Seguro que no quieres que vayamos Víctor o yo? —pregunta Marcos.
—No —responde Ahmed—. Víctor es americano y el carácter de Pablo es más amable que el tuyo. Además, él sabe manejar ambas cámaras y tú no. ¿No es así, Pablo?
—Así es —asiente el aludido.
—Pues vamos —dice Ahmed mientras se da la vuelta para dirigirse al edificio—. Y recuerda, no comentes nada de Samuel. Si se enteran de lo suyo, nos quedamos aquí hasta que se acabe la guerra.
—¿Qué pasa contigo, Samuel? —pregunta Víctor—. Me estás acojonando con tanta intriga. ¿Eres un espía o algo parecido?
—No —contesta el cámara con aire preocupado—. No es nada de eso. Es porque mi hermano es senador. Si descubren que tienen en sus manos al hermano de un miembro del Parlamento de un país de la Unión Europea, es posible que decidan retenernos.
Hatay, Turquía. Septiembre de 2013.
El Mercedes 400 de Ghaida atraviesa la puerta corredera que da acceso al aparcamiento de la casa de su prima. La casamentera espera en el asiento de atrás a que Samer le abra la pesada puerta. En el porche de la casa, Fatma está sentada junto a su futura nuera, que asiente en silencio a todo lo que le dice. Pero Samer todavía no ha reparado en ella.
—Deja aquí el coche —dice Ghaida mientras se encamina hacia el porche—. Al otro lado de la casa está el garaje. Los conductores suelen esperar allí.
—Gracias —acepta Samer—, pero, si no le importa, prefiero quedarme aquí para familiarizarme con el vehículo y sus mandos.
Antes de entrar en el automóvil, Samer echa un vistazo al hermoso jardín que lo rodea. Si tuviera dinero, le gustaría criar a sus hijos en un lugar así, porque, si el jardín es bonito, la casa lo es aún más. Es antigua y está construida con grandes sillares de piedra caliza cuyos tonos van del blanco de los muros al amarillo claro del gran balcón del primer piso, bajo el que está el porche. Cuando la casamentera saluda a su prima, Samer distingue la figura alta y estilizada de una joven que se levanta y vuelve a sentarse. Está lejos, pero, a primera vista, su parecido con Houda es tal que diría que es ella. Pero no puede ser, por mucho que sus ojos quieran engañarle. El joven achaca la confusión a la distancia y a que no ha podido quitársela de la cabeza desde que se separó de ella. Por eso Samer descarta la idea, que se le antoja un pensamiento absurdo. Sin embargo, por mucho que lo intenta, no puede apartar los ojos de la joven que, callada como una muerta, no interviene en la animada conversación de sus compañeras.
—Houda —dice la madre de Gamal—, tú también puedes dar tu opinión. ¿Prefieres hacer las compras en Hatay o en Gaziantep?
—Donde ustedes digan —responde la joven cortésmente. Se siente tan sola que ni siquiera tiene fuerza para pensar—. Lo dejo a su elección, que seguro que será acertada, porque yo no conozco ninguna de las dos ciudades.
—¿Ves? —interviene Ghaida—. Tiene una educación exquisita.
—Eso parece —acepta la madre de Gamal—. Entonces nos quedaremos en Hatay, porque un primo mío tiene aquí una boutique espectacular.
—Me parece bien —asiente Houda—. Perdone el atrevimiento, ¿le importaría que diera un pequeño paseo por el jardín? Me apetece mucho.
—Naturalmente que no —dice Fatma—. Te recomiendo que vayas a la parte de las palmeras, al otro lado del Mercedes de Ghaida.
—Gracias —dice la muchacha.
Houda se levanta despacio y se encamina hacia el lugar que le ha indicado su suegra. A duras penas consigue mantener a raya las lágrimas que empiezan a brotar al bajar las escaleras del porche y manan con fuerza unos metros después, cuando llega al Mercedes de la casamentera. Houda se tapa la cara con las manos para enjugarse el llanto mientras, en el interior del vehículo, Samer no da crédito a lo que ve. La muchacha que tiene delante, llorando como si le hubieran arrancado el alma, parece el vivo retrato de Houda. Sin embargo, no está seguro. Ya ha empezado a oscurecer y ella se cubre la cara con las manos, por lo que no puede distinguirla bien. Si fuera ella, sería estupendo, porque ahora tiene dinero suficiente para empezar una nueva vida juntos. Samer baja la ventanilla y está a punto de pronunciar su nombre, pero se arrepiente. No está seguro. El joven se muerde los labios y calla mientras la muchacha desaparece en dirección a las palmeras.
Tall Rifat, Siria. Septiembre de 2013.
El comandante del Daesh viste un uniforme negro con la característica casaca que le llega por debajo de la cadera. Es un hombre cortés, aunque muy seco, que con buenas maneras invita a pasar a su despacho a Ahmed y a Pablo. Tiene los pasaportes y las identificaciones de todos encima de la mesa, separados en dos grupos, uno para los sirios y otro para los extranjeros. Después de una breve conversación en árabe con Ahmed, el comandante utiliza el inglés para que Pablo lo entienda.
—Por favor —dice mirando al cámara—. Enséñeme todo lo que han grabado.
Pablo se levanta de la silla con tranquilidad, pone la primera cámara encima de la mesa, despliega la pantalla del visionado, selecciona el primer clip y pulsa reproducir. El yihadista mira atentamente las imágenes durante unos minutos y después le pide a Pablo que las pase más deprisa. Cuando termina con la primera cámara, pide que le enseñe el material de la segunda.
—Han estado grabando por toda la zona —observa el comandante—. ¿Por qué?
Pablo mira a Ahmed y espera su aprobación antes de contestar.
—Somos periodistas.
—¿Todos? ¿Conoce usted al resto de sus compañeros?
—Sí. A todos, desde hace años.
—Veo que hay dos cámaras, pero solo ha venido un operador —observa el islamista—. Interpreto que son ustedes dos equipos diferentes. ¿Dónde está el otro cámara?
—Con los demás —responde el español.
En ese momento se escuchan unos golpes en la puerta tras los que alguien pide permiso para entrar. El comandante da su aprobación y la puerta se abre.
—Salam aleikum —saluda el tunecino de la camiseta roja que golpeó a Atkins—. Acaba de llegar el secretario de Aymman Rayhan al Rajan. Va de regreso a Mushakanya, pero antes quiere saludarte.
—Que pase —dice el comandante antes de volver a preguntar a Pablo—. ¿Por qué no ha venido el otro cámara?
—No sé —contesta—, a mí me ordenaron que viniera yo.
—¡Mentira! —exclama el tunecino, muy enojado—. No ha venido porque se negó a darme la cámara y le abrí la cabeza a golpes con el mango de la pistola. ¡Es un americano insolente!
—Calma, calma… —dice el comandante, pensativo—. Periodistas y americanos que se niegan a obedecer... Que borren todo lo que han grabado —ordena— y que mañana se los lleven a Raqqa. Que decida allí el emir. Y soltad a los sirios.
El tunecino sonríe ante la cara de fastidio que pone Ahmed, mientras le hace una seña con la cabeza para que se levante y salga de la habitación.
—¿Qué pasa? —pregunta Pablo.
—Lo peor que podía ocurrir —anuncia el productor mientras salen—. Quieren llevaros a Raqqa. Sacaros de allí puede llevar mucho tiempo.
—Salam aleikum. ¡Vaya revuelo que tienes montado aquí! —exclama Haidar en tono cordial al entrar en el despacho mientras Ahmed y Pablo salen—. He visto a un Sheikh, a un alcalde y al cocinero del campo de refugiados de aquí al lado, que están esperando para hablar contigo.
—Sí —explica el comandante—, los ha llamado el jefe de un grupo del ELS que iba con unos extranjeros. Dos americanos y tres españoles. Los he mandado a Raqqa para que decidan allí, pero, ya que estás tú aquí, quizá puedas ayudarme a tomar una decisión.
—¿Dos americanos? —pregunta Haidar con preocupación.
—Sí.
—No lo hagas —ordena el secretario del emir—. Mejor expúlsalos. En los próximos días van a pasar muchas cosas. Si detenemos a dos americanos, atraeremos la atención sobre la zona, y Aymman Rayhan al Rajan quiere discreción para no poner en peligro las próximas operaciones.
—Como tú mandes. ¿Y qué hago con los españoles?
—Suéltalos también. Y que se marchen de aquí.
Hatay, Turquía. Septiembre de 2013.
A pesar de que ha decidido no hablar con ella, Samer no puede quitársela de la cabeza. Se parece tanto a Houda que es incapaz de apartarla de su pensamiento. Por eso, cuando baja la ventanilla y escucha su llanto a cierta distancia en la semioscuridad del jardín, no puede evitar bajar del coche y aproximarse despacio. Da unos pasos en esa dirección hasta que distingue una estilizada silueta sentada en un banco, bajo un corro de tres imponentes palmeras que se yerguen majestuosas sobre el resto del jardín.
—¿Le ocurre algo? —pregunta Samer cortésmente—. ¿Puedo ayudarla?
La chica se sobresalta al oír la voz en la oscuridad, aunque no llega a gritar porque le resulta muy familiar.
—No, no —responde mientras se quita las manos de la cara y levanta la mirada—. No es nada.
Samer reconoce al instante la voz de Houda, ha soñado con ella cada noche durante más de dos años de guerra. Incluso cuando el sonido de las explosiones y los diparos no le dejaban conciliar el sueño, él fantaseaba con que la muchacha le susurrara al oído, con escucharla pronuciar su nombre con que le regalara un «te quiero».
—¿Houda? —pregunta Samer, sorprendido como si hubiera visto a un fantasma .
—¿Samer? ¿Eres tú?
Houda no puede contenerse. Ni en sus mejores sueños hubiera imaginado que Samer estubiera allí con ella en la soledad infinita de aquel precioso pero aterrador jardín. Salta del banco y se abalanza sobre el joven para estrecharlo con fuerza sin dejar de llorar, porque él es un pedazo de su antigua vida al que aferrarse, lo único que le queda en medio de una soledad terrible. Su corazón vuelve a palpitar con fuerza, sus lágrimas, antes de dolor y angustia, se llenan, de repente, de esperanza. Está tan perpleja como Samer, quien al principio no sabe qué hacer y se deja abrazar con los brazos abiertos como un pelele, como un niño al que le acaban de hacer el regalo que más deseaba pero que consideraba fuera de su alcance.
—¿Qué haces aquí? —interroga Samer—. ¿Dónde está tu familia?
Pero la muchacha llora y llora incapaz de contenerse. Está nerviosa y asustada y no logra decir nada durante unos minutos que a Samer se le hacen eternos, pues alguien podría sorprenderlos.
—He hecho una cosa terrible —dice ella, desconsolada, cuando recobra el ánimo—. No sabía lo que estaba haciendo y ahora quiero que me trague la tierra.
—Vamos, vamos —la consuela él, a quien, en ese momento, solo le importa estar con ella —. No será para tanto.
—Nos robaron el poco dinero que teníamos y, como mis hermanos no tenían pasaportes para salir de Siria, acepté casarme con un hombre rico para que pudieran cruzar la frontera y sobrevivir.
—Tranquila, tranquila —dice él mientras intenta digerir la información que le da la muchacha—. Pero ¿te has casado ya?
—Aún no —responde Houda, todavía temblorosa por la emoción de ver a Samer. Ahora, con la ropa limpia y más aseado que en el campo de desplazados, le parece aun más apuesto que antes—. Pero la boda será en unos días, en cuanto Gamal, mi prometido, regrese de un viaje de negocios. Ya ha encontrado un clérigo dispuesto a celebrar un matrimonio religioso, porque aún no le han concedido el divorcio civil.
—¿Y tú quieres casarte con él?
—¡Claro que no!
—¿Y tus padres qué dicen? ¿Dónde están?
—He recibido un mensaje de mi hermano Alí. Están en Estambul. Sé que mi padre nunca aprobará lo que he hecho, porque he manchado su honor.
—¿Y lo has manchado ya? —interroga él.
—No. Él lo intentó, pero llegaron su madre y la criada.
—Y tú, ¿estás enamorada de él?
—¡No! —responde ella temblando—. Si pudiera, escaparía ahora mismo. No lo quiero, no me gusta, estoy asustada y tengo miedo.
—Escucha —dice él—. Tengo la solución. Me han dado 4.500 dólares por el reloj de mi padre. Se los daré a él.
—Imposible —niega la muchacha—. Él ha pagado mucho más por mí y me desea. No aceptará.
—¡Entonces huyamos! Podemos hacerlo con el dinero que tengo.
—No —Houda menea la cabeza—. Gamal es muy rico y poderoso. Tiene guardaespaldas que van armados. Nos mataría.
—Escucha, Houda —dice Samer mirándola a los ojos—. Tengo dinero y estoy enamorado de ti. No pienso dejar que seas para otro. Pensemos una solución, tenemos hasta que él regrese para encontrarla.
Houda asiente y, sin decir nada, besa a Samer en los labios.
—Ahora vuelve con esa gente y no les des motivos para sospechar —dice Samer—. Ya pensaré algo.
La muchacha asiente, enjuga sus lágrimas y se pone a caminar por el jardín para intentar serenarse antes de volver al porche.
Afueras de Tall Rifat, Siria. Septiembre de 2013.
La carretera que sale de Tall Rifat hacia el este casi no tiene curvas. Atraviesa unos inmensos campos de cultivo con solo unos pocos árboles que se intuyen en la oscuridad de la noche, clara y salpicada de estrellas. Pero ni los periodistas ni los milicianos del ELS están para noches estrelladas. En cuanto los yihadistas del Daesh les han dado los pasaportes y les han dicho que podían marcharse, Ahmed ha ordenado a todo el mundo subir a los vehículos para abandonar el cuartel lo más rápido posible.
—Volveremos a vernos — le ha dicho el tunecino de la camiseta roja al entregarles sus documentos con la misma cara de rabia que se le queda a un chacal cuando se le escapa un conejo de entre los dientes.
—Seguro —ha contestado el productor sin amedrentarse.
Ahora, a la poca velocidad que les permite la gasolina adulterada con la que funciona el motor de sus automóviles, intentan poner tierra de por medio. Tanto el silencio que reina en el vehículo como la cara de preocupación de los sirios dejan claro que la situación no es segura, pero Atkins, que ni siquiera ha estado en la reunión con el comandante del Daesh, no tiene esa impresión.
—Bueno —dice el americano en tono socarrón—. No ha sido para tanto. Es hospitalaria esa gente del Daesh. ¡Nos podrían haber retenido una horita más y darnos la cena!
Nadie le ríe la gracia. Sus compañeros lo consideran responsable, en gran parte, de la detención, por su insistencia en cambiar de vehículo para grabar durante el trayecto, por lo que ni siquiera se molestan en contestarle.
—Bueno —continúa el camarógrafo—, ya veo que a nadie le ha hecho gracia la broma. ¿Podrías decirme, al menos, dónde vamos a pasar la noche?
Ahmed, a quien hace tiempo que se le ha atravesado Atkins, calla; saca su teléfono, marca un número y empieza una conversación en árabe.
—Ya veo que nadie quiere hablarme —continúa el estadounidense—. Supongo que todos creéis que es culpa mía que nos detuvieran, ¿no? Os recuerdo que yo solo quería hacer mi trabajo y que, al final, no ha pasado nada.
—Este tío es idiota —dice Pablo en español—. Si no es porque en el último momento ha aparecido un pez gordo que ha dicho que nos soltaran, nos habrían detenido.
—¡No sé qué cojones dices! —exclama Atkins en inglés—. Pero he oído la palabra idiota y ningún capullo como tú me va a llamar idiota.
—Gracias a este capullo —interviene Ahmed muy alterado—, usted está en este coche. Le recuerdo que este grupo tiene actualmente secuestrados a varios compañeros tuyos. ¿Le suenan los nombres de James Foley, David Haines o Steven Sotloff? A este último lo han cogido hace unos días, los otros llevan meses secuestrados, y le puedo asegurar que hay muchos más que se irán conociendo cuando sus familias o sus gobiernos lo decidan. Eso, sin contar a los periodistas sirios a los que han secuestrado y asesinado, a los que en Occidente se hace mucho menos caso. Realmente, no sabe la suerte que ha tenido.
—¿Y qué me quiere decir con eso? —insiste el tozudo cámara—. ¡Yo he estado en Irak cuando Al Qaeda secuestraba y cortaba la cabeza a los periodistas!
—El Daesh —sentencia Ahmed— nació allí, es la misma gente que hace eso en Irak. Y ahora —continúa el productor— les diré lo que vamos a hacer, porque ya es muy tarde y no podemos regresar a Turquía: pasaremos la noche en casa de un amigo, en Marea. Allí será más fácil pasar desapercibidos.
Mushakanya, Siria. Septiembre de 2013.
Cuando Haidar llega a Mushakanya, Fadi, todavía conmocionado por las ejecuciones que acaba de contemplar, lo está esperando en su despacho. El mismo Aymman Rajan al Rayhan le ha ordenado personalmente que no se marche hasta que hable con su secretario para recibir órdenes para el día siguiente.
—¿Cómo llevas lo que te ha encargado Aymman? —dice Haidar después de saludar y derrumbarse sobre el sillón de su despacho—. Tendrás que emplearte a fondo.
—¡Vaya! —exclama Fadi sorprendido—. Veo que ya estás al corriente.
—Sí —afirma el secretario—. De hecho, he sido yo el que le ha pedido que te ocupes de todo eso. Lo harás bajo mi supervisión, naturalmente, pero tendrás que tomar algunas decisiones solo, porque yo tengo que ocuparme de una reunión muy importante que tendrá lugar muy pronto.
—Perfecto —acepta Fadi, mostrando entusiasmo—. Ya he ordenado que hagan sitio en los almacenes para el material y mañana a primera hora me pondré con la organización de las tiendas de campaña. Ahora —continúa el muchacho—, si no tienes nada que ordenar, voy a mi pensión a dormir un rato y a recoger mis cosas.
—Me temo que no podrá ser —objeta Haidar—. Ahora mismo tenemos que ir a hablar con el emir. Parece que en las próximas horas van a pasar muchas cosas. Nadie puede salir del cuartel sin autorización hasta nueva orden. Vamos, acompáñame.
Haidar se estira antes de levantarse, se incorpora y sale de la habitación con paso decidido seguido por Fadi, a quien acaban de fastidiarle los planes. El infiltrado pensaba ir a la pensión y contarle a su enlace lo que había descubierto de viva voz, pero ahora, ante la inminencia de la reunión y la concentración de yihadistas, tendrá que hacerlo por teléfono, algo que conlleva muchos riesgos.
—Tengo que ir al servicio —anuncia el infiltrado de camino a la reunión—. Si no te importa me uniré a vosotros en unos minutos.
—No pasa nada —responde Haidar—, yo también lo necesito.
Fadi disimula como puede su contrariedad. Entra en el baño, que, al ser de un antiguo colegio, tiene varios inodoros separados, y se mete en uno de ellos. Tras cerrar la puerta, saca su Smartphone y desactiva el sonido del dispositivo. Luego teclea un mensaje SMS que borra una vez que ha terminado, después de recordarle a su destinatario, el propietario de la pensión en la que se hospeda, que haga lo mismo cuando lo lea. Unos minutos más tarde, entra junto a Haidar en el despacho de Aymman Rajan al Rayhan, que está hablando algo con dos de sus lugartenientes y el hombre que antes lo acompañaba. Fadi no sabe quién es, pero Haidar reconoce al instante a Abu Rahman al-Tunisi, el jefe de Amn al-Dawlat, los servicios secretos del Daesh. Después de los saludos, más breves que de costumbre, un asistente ofrece a los presentes té con menta servido en unos pequeños vasos de cristal que trae en una bandeja metálica.
—Bien, Haidar —dice el emir de Mushakanya—, quiero que te centres en la preparación de la reunión. Tienes muy poco tiempo, porque será mañana por la mañana, aunque, si no me equivoco, ya has avanzado mucho. Parece que los resultados del encuentro serán como esperamos, pero, por si alguno de los asistentes rechazara unirse a nosotros, nuestros hombres no comenzarán a llegar hasta que hayamos terminado. No quiero que, si alguno de los comandantes decide cambiar de opinión en el último momento, vea a trescientos de nuestros leones listos para el combate concentrados aquí. Como Haidar tiene que ultimar los detalles de la reunión, Fadi se ocupará de buscar un sitio para ellos hasta que tú — ahora Aymman señala a su secretario— hayas terminado.
Fadi asiente sin decir palabra.
—Abu Mohammed —continúa el emir dirigiéndose a Fadi— te ayudará. Todos lo conocen y saben que es mi guardaespaldas. Te será muy útil si alguien cuestiona tus decisiones. Recuerda: no quiero que cuando lleguen las armas y los combatientes no haya sitio. Ya puedes ponerte con ello. Posiblemente tengas que pasar toda la noche en vela.
—Pierde cuidado —dice Fadi ocultando su malestar—. Si es necesario, dormiré aquí.
—Si tienes cualquier pregunta —interviene Haidar—, no dudes en consultarme.
Fadi se marcha del despacho seguido por el corpulento Abu Mohammed, que le da una afectuosa palmada en el hombro antes de hacerle señas para que le dé otra chocolatina Hum Hum. Cuando se han marchado, Haidar se dirige al emir algo sorprendido.
—¿Hay algún problema?
—Veo que no se te escapa nada —dice el emir.
—Te conozco bien —continúa el secretario mientras arquea una ceja— y sé que no prescindirías de tu mejor guardaespaldas para que ayude a mi asistente en una labor tan sencilla como hacer sitio en un almacén y recolocar unas tiendas de campaña.
—Así es —dice el emir con tono preocupado mientras su mirada se cruza con la de Abu Rahman al Tunisi—. Pero Abu Rahman ha traído importantes noticias de Estambul. Uno de sus hombres ha conseguido arrancar una valiosa información a Yasser el Rojo antes de que muriera. Nos dijo varios nombres de agentes del coronel Said y de otros grupos rebeldes y, entre ellos, hay algunas personas de Mushakanya. El propietario de una pensión, un panadero y algunos más. Pero no sabemos todos los nombres porque Yasser se dejó matar antes de confesarlos.
—¿Y Fadi está entre ellos? —pregunta con preocupación el secretario.
—No —responde el emir—, pero se ha unido a nosotros hace poco tiempo y, antes, tuvo contacto con otros grupos rebeldes. Ya hemos mandado detener a las personas que delató Yasser y hemos empezados a interrogarlos. Si él es un informante, lo descubriremos pronto. Por eso lo he puesto a trabajar mientras nosotros tratamos los detalles de lo que va a suceder en los próximos días.
—Y por eso has ordenado a Abu Mohammed que lo siga —dice Haidar.
—Así es —asiente Aymman—. Mientras lo investigamos, he dado orden de que Abu Mohammed y Abbas no se separen de él.
—Pero —objeta el emir— ¿por qué no detenerlo?
—Es tu apuesta personal —contesta el emir— y, además, nadie ha dado su nombre. Abu Mohammed lo vigilará bien, pero, por si acaso, no le des ninguna información relevante y, si ves algo sospechoso, ordena que lo detengan. A no ser que algo haya cambiado y no confíes en él.
—No, no —dice Haidar, turbado por la noticia—. Confío plenamente.
—Bien —prosigue Aymman con tranquilidad, pues él también confía en su secretario—. ¿Y que hay del camión de la atropina?
—El camión saldrá pasado mañana. Mahmoud me llamará ahora para darme los detalles.
—¡Perfecto! —exclama el emir señalando a uno de sus lugartenientes—. Mohammed, al mando de un grupo de los recién llegados, se ocupará del camión, mientras la gente de Azzaz y de Atmeh, reforzada por nosotros, se hará con las ciudades y con los pasos fronterizos de Bab al Salam y Bab el Hawa. Como excusa, reclamaremos la entrega de un médico alemán que trabaja en Azzaz, al que acusaremos de espionaje. En cuanto termine la reunión de los comandantes, daremos luz verde.
—Insahllah —dice el secretario—. Ahora, ¿deseas algo más o puedo retirarme a preparar lo que me has ordenado?
—No —responde Aymman—, vete.
—Yo sí —interrumpe el jefe de los espías del Daesh—. Me han dicho que esta tarde has dejado marchar a un grupo de extranjeros, entre ellos dos americanos.
—Vaya —dice Haidar, que conoce perfectamente a su interlocutor, aunque no se lo han presentado—. Veo que Amn el Dawlat se entera rápido de las noticias.
—Hemos dado orden de que se capture a todo extranjero que circule por aquí en estos días —explica Al Tunisi—. No queremos informadores ni espías que pongan en peligro nuestros planes.
—Desconocía esa orden —se excusa Haidar—. El emir pidió total discreción y pensé que, si desaparecían dos estadounidenses, todas las miradas se volverían hacia aquí.
—Pues ahora que ya conoces las nuevas órdenes —dice el jefe del espionaje del Daesh en tono de reprimenda—, puedes irte.
Aymman Rayhan al Rajan observa en silencio mientras su secretario se da la vuelta para abandonar la habitación. Cuando se ha marchado, mira a Al Tunisi, cruza los brazos y levanta la cabeza.
—¿Y bien? —pregunta el emir.
—Estará vigilado las veinticuatro horas del día —anuncia el jefe del espionaje del Daesh—. Ya he dado órdenes.
—¿Sospechas de él? —pregunta el emir.
—Mi trabajo es sospechar de todos —afirma Al Tunisi—. Nuestra misión es que nadie arruine esta operación, porque es de suma importancia para el establecimiento del Califato que dominemos el mayor número de pasos en la frontera con Turquía. Si todo sale como Al Baghdadi planea, exportaremos el petróleo iraquí a través de ellos.
—¿Todo va tan bien en Irak como dicen? —pregunta el emir con las cejas levantadas.
—Mejor —responde Al Tunisi—. Aquí somos fuertes, pero solo estamos empezando. Allí desataremos una tormenta de tal magnitud que ciudades enteras se rendirán a nuestros leones. Hay quien piensa que podemos llegar hasta el propio Bagdad. Irak será el granero del Califato por su petróleo, pero a través de la frontera siria, gracias al contrabando, le llegará el aire para respirar. Por eso no debemos fallar en Azzaz y Atmeh.
Damasco, Siria. Septiembre de 2013.
Nayla duerme tranquilamente junto a su hijo Jamal tumbada en el sillón que hay en su habitación del Hospital Universitario Al Asad. La luz del amanecer aún no ha comenzado a despuntar cuando alguien abre la puerta despacio, furtivamente, intentando no hacer ruido. El celador Husein sabe cómo hacerlo, porque ese ha sido su trabajo durante años. Como una serpiente, se acerca a la cama del pequeño y destapa la fina sábana que cubre su delgado cuerpecillo. Al sentirse desprotegido ante el leve frío de la madrugada, el muchacho despierta poco a poco, abrazado por una fuerte somnolencia que no le permite distinguir la realidad del mundo de los sueños.
—Hola, doctor —dice Jamal—. ¿Tienen que curarme ya?
—No, hijo, no —el celador sonríe al comprobar que el pequeño lo ha confundido con el médico—. Solo he venido a ver qué tal estás.
—Todavía me duele mucho —contesta el niño—, aunque menos que antes. Unos malos me dispararon, ¿sabe?
—Ah, ¿sí? —dice el informante mientras le hace una seña al niño para que hable más bajo—. Cuéntamelo, pero bajito, que no quiero que se despierte tu mamá.
Marea, Siria. Septiembre de 2013.
Ahmed siempre se levanta pronto aunque se acueste muy tarde. Le gusta madrugar para tener las cosas preparadas. Cuando los periodistas despiertan, ya ha mandado a su primo a que compre un poco de pan, leche y unos zumos de frutas para desayunar. Khalil lo ha colocado todo encima de una modesta mesa en el salón de la casa, situado en la habitación contigua al cuarto en el que han dormido todos juntos sobre unos finos colchones de gomaespuma tirados en el suelo.
—La ambulancia ya se ha marchado —anuncia Ahmed—, pero en unos minutos vendrá otro coche. El problema es que el Daesh ha salpicado la zona de controles.
—Bueno —acepta Marcos—, pero quizá podríamos acercarnos un poco a Alepo, a la base de Kweiris o a la Prisión Central.
—No —sentencia Ahmed mientras se sienta a la mesa y se sirve un vaso de té que el anfitrión de la casa, amigo del productor, ha preparado—. Esos lugares están cercados por Jabhat al Nusra o Daesh, los mismos que nos cogieron ayer.
—¿Y qué podemos hacer? —pregunta Samuel.
—Estoy hablando con una katiba del ELS para intentar llegar a Alepo —contesta el productor—, pero llevará tiempo. Mientras tanto, volveremos hacia el norte, porque Musa Zajjir, el periodista sirio con el que Víctor quiere hablar, estará en Azzaz, y he concertado una cita. Además, de camino a Azzaz, en la carretera que va hacia el norte, hay un hospital que acaba de construir la Unión de Sirios en el Extranjero; allí podréis grabar algo, pero no debéis hacerlo en el exterior del recinto para que no os detengan.
—Eso no nos servirá para nada —interrumpe Atkins—. ¿No podríamos acercarnos un poco a Alepo? Sería interesante ver el frente.
—No —niega Ahmed—. Después de lo de ayer, los milicianos tienen orden expresa de no permitirnos ir a lugares del Daesh y, sin ellos, nos detendrían en el primer control de carreteras.
—A mí todo esto me parecen excusas para regresar a Turquía sin arrimarse al frente —se queja Atkins—. Si por mí fuera, solo te pagaríamos si nos llevaras a la guerra, nunca por pasear por la retaguardia.
Ahmed hace caso omiso del comentario de Atkins, al que evita dirigir la palabra.
—¡Cállate, James! —ordena Víctor muy enfadado—. Ahmed nos ha defendido y se ha enfrentado a los islamistas por nosotros.
—Para eso cobra —responde Atkins.
—Ahmed —dice Víctor, dirigiéndose ahora al productor—, los demás no pensamos así. No hagas caso a este idiota.
—No te preocupes —dice Ahmed—, lo sé.
Damasco, Siria. Septiembre de 2013.
—No era mi intención decir nada —se excusa la enfermera Lina—, pero estaba muy cansada y se me escapó. Le dije al celador Husein que usted mismo me había felicitado por curar tan bien una herida de bala a un niño. Lo siento.
El doctor Khatib y la jefa de enfermeras Mariam escuchan el relato de la muchacha con cara de preocupación, sin abrir la boca.
—¿Y crees que él lo ha relacionado con Nayla y su hijo? —pregunta el médico.
—No lo sé —responde la chiquilla con cara de circunstancias—. Le dije que no había sido en esta planta.
—Estoy segura de que sí —interrumpe la jefa de enfermeras—. Ese niño debe abandonar el hospital lo antes posible. Es muy arriesgado mantenerle aquí. En cuanto el Muhabarat descubra que su padre colaboró con los rebeldes, todos los que le hayamos ayudado estaremos en problemas.
—Sí —admite Khatib con aire circunspecto—. El muchacho ha mejorado mucho. Mañana le haremos los últimos análisis y le daremos el alta para que se vaya a casa de sus familiares. Yo le visitaré allí cuando sea necesario.
—Será algo más complicado, doctor —confiesa Mariam—. Nayla le ha mentido y yo se lo he ocultado hasta ahora. Esa mujer no tiene a nadie. Sus familiares la han rechazado porque tienen miedo de que los relacionen con su marido y los detengan. Durante todos estos días ha sobrevivido con lo que le enviaba su mujer y con lo que le hemos dado nosotras. Hay que buscarle un sitio donde ir.
—Vaya —el médico hace una mueca de fastidio—. Bueno, ya buscaremos una solución. De momento, hay que estar atentos a lo que hace el celador Husein y a cualquier cosa rara que veáis. Y conviene borrar toda huella del paso del niño por el hospital. Mariam —continúa Khatib—, hable con esa amiga suya del registro de pacientes.
Mushakanya, Siria. Septiembre de 2013.
La agitación es máxima cuando los jeeps de los comandantes islamistas comienzan a llegar al cuartel de Aymman Rayhan al Rajan. Es un goteo constante que comienza bien entrada la mañana. Cada uno de ellos llega acompañado de sus escoltas en un mínimo de tres o cuatro coches. Umar Shishani, Sayfullakh, Abu Jihad Shisani, Salahuddin, Amir Muslim Abu Walid, Ahmed Issa al Sheikh y Zahran Alloush ya han llegado y solo quedan unos pocos. Haidar, que solo ha podido dormir un par de horas, los recibe uno a uno y los conduce a la estancia que ha habilitado como sala de reuniones.
—¡Vaya revuelo! —exclama Fadi, que, junto a Abu Mohammed y Abbas, se dirige al almacén a supervisar la colocación de unas cajas de municiones que acaban de llegar—. ¡Ni que fuera a venir el mismísimo Al Baghdadi!
—Al Baghdadi, no —afirma Abu Mohammed mientras mastica otra chocolatina que le ha dado Fadi y señala a una caravana formada por dos todoterrenos nuevos y dos viejos Hyundai—, pero mira quién está ahí. ¿Sabes quién es?
—¡No puedo creerlo! —grita Abbas con los ojos abiertos como platos al contemplar al individuo de mediana edad con una poblada barba y gafas de sol que baja de uno de los destartalados Hyundai—. ¡Abu Alí al-Anbari!
—Así es —afirma Abu Mohammed—, el hombre que Al Baghdadi ha designado para regir los destinos de Siria. Y aquel de allí —ahora el guardaespaldas señala hacia un comandante yihadista que viste ropa de camuflaje y lleva un turbante negro en la cabeza. Camina con paso firme y aspecto tenaz entre varios milicianos que se apartan para dejarle paso. Sus salientes pómulos, que se marcan sobre su poblada barba negra, confieren a su cara una forma extremadamente apuntada— es Sadam al Jamal.
—¡Sadam al Jamal! —exclama Abbas—. ¿Es cierto lo que cuentan de él?
—¿El qué? —pregunta el veterano yihadista.
—Que encontró a una familia de traidores que se había escondido en una escuela —afirma Abbas—, hizo formar a los cuatro hijos según su altura y los fue degollando de mayor a menor delante de sus padres.
—No creas todo lo que oyes —dice Abu Mohammed mientras mastica la Hum Hum—, solo eran tres niños.
—Bueno —Fadi, con un nudo en la garganta, fuerza una sonrisa al captar que la contestación del guardaespaldas era una broma—, vamos al almacén.
Sawran, Siria. Septiembre de 2013.
El hospital que la Unión de Sirios en el Extranjero ha construido en Sawran aún no está operativo. De momento sus camas están vacías y solo atiende algunas consultas externas, por lo que hay poca actividad en su interior. Pero pronto sus habitaciones recién pintadas estarán llenas de los heridos que llegan de Alepo, a solo 35 kilómetros.
—Es complicado hacer un reportaje con esto, Ahmed —le dice Marcos.
—Lo sé —responde el productor—, pero quiero tener a ese estúpido de Atkins entretenido. No quiero que se ponga a filmar por las calles, porque parece que el Daesh ha llenado la zona de controles.
—¿Y por qué no salimos ya de Siria? —pregunta Víctor.
—Desgraciadamente, tienen retenes en todas las carreteras que entran y salen de Azzaz, que es nuestra ruta de salida. Estamos haciendo tiempo, saldremos en cuanto nos informen de que han levantado los controles.
—¿Y la entrevista con Musa? —pregunta Víctor.
—Si te soy sincero, ni siquiera sé si podremos hacerla.
—Por lo que dices —interviene Marcos, que observa cómo los cámaras ruedan el interior de la farmacia del ambulatorio—, es posible que esta noche tengamos que dormir aquí.
—No lo sé —responde Ahmed—, pero vosotros mismos habéis visto cómo se las gasta el Daesh. Y ojalá no sea cierto, pero me temo que pronto tendremos noticias desagradables.
—¿A qué te refieres? —pregunta Víctor—. ¿A otro secuestro?
—Ya veremos —contesta el sirio con aire taciturno mientras sale al aparcamiento del ambulatorio y observa la cálida luz del atardecer, que transmite una sensación de engañosa calma—. Ya veremos.
Damasco, Siria. Septiembre de 2013.
Desde el despacho del teniente Farid Fakhri, en el Cuartel 215 de la Seguridad Militar de Damasco, se ve el Hospital Universitario Al Asad, que solo está a un par de manzanas. El oficial estudia los expedientes de unos detenidos cuando suenan unos golpes en la puerta.
—Adelante—dice con voz cansada y apática tras secarse el sudor de la frente con un pañuelo de tela.
—Tengo algo que contarle —dice el celador Husein después de saludar con todas las fórmulas de cortesía que conoce.
—Adelante, siéntate.
—En la habitación 417 tenemos un niño que tiene una herida de bala.
—Hay muchos niños heridos de bala en estos tiempos —dice el teniente como si estuviera escuchando una obviedad.
—Pero este no está registrado —dice Husein—. Solo le acompaña su madre, y él mismo me ha contado que mataron a su padre y que le hirieron cuando escapaban de Muadamiya, un barrio rebelde. Por lo que dice, parece que les dispararon los nuestros.
—Eso es otra cosa —observa el teniente Fakhri—. ¿Y cómo dices que se llaman?
—Aquí lo tiene —responde Husein mientras entrega un papel escrito a mano al oficial.
—No —dice Fakhri mientras observa el papel y niega con la cabeza—. No me suena de nada. Si no están inscritos en el registro de ingresos es que hay algo raro, pero no quiero meter la pata. Podría ser familiar o la querida de algún pez gordo. Esta noche tengo un interrogatorio y mañana una redada, pero en cuanto pueda pasaré por el hospital a hacer algunas preguntas. Tú sigue atento.
Mushakanya, Siria. Septiembre de 2013.
Una embriagadora sensación de pureza invade a Aymman Rayhan al Rajan durante el rezo de la mañana. Cada vez que se incorpora, nota la suave brisa del este que acaricia sus mejillas, aún húmedas por las abluciones previas a la oración. Al terminar, se levanta despacio. Está muy satisfecho con el resultado de la reunión del día anterior, al igual que Abu Ali al-Anbari, que le ha felicitado personalmente por la organización y, sobre todo, por la labor de diplomacia previa para convencer a los comandantes islamistas. Todo ha salido a pedir de boca. La mayoría de los asistentes ha aceptado abandonar las filas de Al Qaeda y el ELS para pasarse a las del Daesh, y los que no han querido, han aceptado mantenerse neutrales. Se acabó la obediencia a Ayman al Zawahiri. El Califato tiene el camino libre y, si Al Qaeda quiere, que se una al Estado Islámico de Siria y Levante o que se atenga a las consecuencias. Ese es el sendero, porque Al Qaeda ya ha cumplido su labor. Ha parido y ha criado durante años al vástago de la mano de hierro, al hijo que empuñará sin que le tiemble el pulso la espada del islam contra los herejes, contra los chiíes del este y contra los cristianos del oeste. Pero hay que empezar paso a paso y, ahora, lo primero es Azzaz.
Ya han llegado a Mushakanya casi todos los yihadistas. La mayoría lo hicieron el día anterior al poco de terminar la reunión, por lo que hoy hay mucha más gente en la plegaria. El emir de Mushakanya, flanqueado por sus guardaespaldas y ayudantes, da media vuelta y hace una seña a Haidar y a Fadi para que le sigan.
—Habéis hecho un gran trabajo —dice el emir satisfecho—. La reunión ha salido a pedir de boca y veo que todo marcha estupendamente.
—Gracias —asiente Haidar.
—Fadi ha cumplido —el emir sonríe a su secretario—, pero quiero que tú supervises cada detalle de la preparación de esta operación. Y recordad que aún quedan por llegar los vehículos, que lo harán los últimos para no atraer la atención de la fuerza aérea. Nada puede fallar, porque mañana, si todo sale bien, entregaremos al Califato la llave de su primera puerta hacia Turquía.
—Inshallah —responden los presentes al unísono.
—Pues manos a la obra —ordena el emir—. Quiero supervisar el almacén.
—Vamos —dice Haidar, satisfecho—. Todo está en orden. ¿No es así, Fadi?
—Así es —responde el infiltrado—. El material ha llegado y está listo para su distribución.
El gupo del emir se encamina al almacén mientras se cruzan con un grupo de yihadistas que traen un detenido con las manos esposadas a la espalda. Su corpulencia, gracias a la que destaca sobre sus captores, hace que Fadi se fije en él. Enseguida reconoce a su casero, quien, además, es su enlace con los hombres del coronel Said. Sus miradas se cruzan un instante, pero ninguno de los dos hace gesto alguno. A Fadi le parece ver en los ojos de su compañero la misma expresión que tenía el prisionero jordano antes de que le abrieran la garganta. En ese momento, el mundo se desploma encima del infiltrado. Someterán a su contacto a tal tormento que pronto escupirá su nombre. La única duda es saber cuánto tiempo aguantantará la tortura, pero es evidente que le queda poco. Tiene que buscar la forma de escapar cuanto antes.
Hatay, Turquía. Septiembre de 2013.
Houda ha pasado el día entre la desesperación y el deseo de ver a Samer, pero hoy Ghaida no ha venido a visitar a su prima. No sabe qué es lo que tiene que hacer ni cómo tiene que comportarse. ¡Cómo echa de menos a su madre y al resto de su familia! Pensaba que todo sería mucho más sencillo, pero se siente en el centro de un laberinto en el que no hay señales para encontrar la salida. La ausencia de Samer pesa como una losa y Alí ha dejado de mandarle los mensajes de texto en los que le informaba sobre el estado de la familia. Soledad, soledad y soledad, eso es lo único que siente. Únicamente Nada, la sirvienta, ha ido a ver si necesitaba algo y ha hablado durante un rato con ella. Le ha contado que Hala, la mujer de Gamal, se ha marchado sin ni siquiera recoger sus cosas y que mañana, cuando ellas estén de compras, vendrá a buscarlas para no molestar. Le ha dicho que la señora era buena y que con quien debe tener cuidado es con su suegra y, sobre todo, con Gamal, porque bebe mucho y tiene muy malas pulgas. Por último le ha explicado que en realidad Hala no siente antipatía por ella, a quien considera un capricho de Gamal y no la causante de su desgracia. Y así, hablando con la criada, ha llegado la hora de la cena.
—¿Y Gamal? —pregunta Houda cuando baja al comedor y ve que la única que está sentada a la mesa es su suegra—. ¿Sigue de viaje?
—Sí —responde la madre—, continúa en Gaziantep y no volverá hasta mañana.
—Bien —dice Houda aliviada, sin continuar la conversación.
Gaziantep, Turquía. Septiembre de 2013.
Un botones vestido con chaleco rojo, camisa blanca y pantalón negro abre la puerta a Vehbis, que atraviesa con paso decidido el pequeño pero lujoso hall del Grand Hotel de Gaziantep. Vehbis es un tipo educado que sonríe con facilidad. Tiene cuarenta y cinco años, pero aparenta al menos diez más, porque ya se ha quedado calvo en la parte superior de la cabeza y el pelo que le crece a los lados es totalmente blanco. Pero ese aspecto y su sonrisa le dan una presencia muy amable a pesar de que su ocupación no lo es. Como no es demasiado alto, tiene que levantar los brazos para apoyarlos en el mostrador circular de madera de la recepción.
—¿Gamal al Audi? —pregunta Vehbis cortésmente.
—Allí —dice el recepcionista—, en la última mesa. Le está esperando.
El hijo del Gordo se levanta trabajosamente cuando ve a Vehbis acercarse.
—Salgamos fuera —ordena Gamal—. Es mejor que hablemos dando un paseo.
Los dos hombres salen de la recepción seguidos a unos metros de distancia por Bora y por otro de los guardaespaldas del hijo del Gordo, que esperaba fuera del hotel. En la calle ya ha oscurecido y se escucha con claridad la música que proviene de un café en el que se fuman narguiles que hay al otro lado de la amplia avenida.
—¿Qué problema hay con el Captagón? —pregunta Gamal sin andarse con rodeos.
—Un problema serio —reconoce Vehbis con cara de preocupación. El turco es un traficante de medio pelo, socio de Gamal en el negocio del Captagón—. El Daesh controla ahora el laboratorio de Adnan y ya no nos suministran pastillas. Incluso se rumorea que Adnan ha muerto. No es una fortuna, pero vamos a perder bastante dinero.
—No lo entiendo —observa Gamal—. Se las vamos a seguir pagando igual que hacíamos con Adnan.
—Gamal —responde Vehbis mirando al suelo como si temiera dar esa explicación—. Tu familia tiene muchos vínculos con gente del régimen, y eso les hace desconfiar. No quieren tener negocios contigo.
—¿Y a través de quién van a distribuirlo?
—De Mahmoud.
—¿Del sargento Mahmoud? —pregunta con incredulidad Gamal—. ¿Y él no tiene lazos con el régimen? Todos jugamos con dos barajas.
—Sí —se encoge de hombros Vehbis—, pero no tanto como tu familia.
—Entonces —dice el hijo del Gordo con firmeza— habrá que quitarle de en medio.
—Es un oficial turco —añade Vehbis—. Puede traer consecuencias.
—Y está corrupto hasta la médula.
—Tu hermano y sobre todo tu padre —objeta el turco— se lo pensarían dos veces.
—¡Mi padre y mi hermano —exclama Gamal enfadado por el comentario de Vehbis— están muertos, y ahora mando yo! ¡Y mi forma de hacer las cosas es diferente! Prepara una reunión con los islamistas. Yo les convenceré de que somos de fiar. Y ocúpate de Mahmoud.
—Por mí no hay problema —dice Vehbis—. La verdad es que tengo ganas de ajustarle las cuentas a Mahmoud. Se lo encargaré a Demirhan.
—Bien —acepta Gamal—. Hace tiempo que Mahmoud ha dejado de sernos útil, porque en la frontera también ha sido reacio a colaborar. No te andes con remilgos —sentencia el hijo del Gordo, para luego cambiar de tema—. Y ahora volvamos al hotel. He quedado para cenar con una amiga rusa que cobra la hora demasiado cara como para hacerla esperar.