Estaba cruzando las vías del tren cuando sintió algo en la espalda, entre las costillas, como un dedo que se le incrustara. Giró y vio al pibe con la gorra de béisbol calzada hasta los ojos. ¿Qué quería? La idea de que la estaba asaltando le fue llegando en forma muy lenta. No recuerda las palabras ni tampoco qué tenía el chico en la mano. ¿Una pistola? ¿Una navaja? ¿Nada? ¿Fue un puro amague hecho de gestos, de sugestión, de adrenalina? Ella empezó a abrir la cartera para darle plata, pero el chico no le dio tiempo, se la arrancó de las manos de un tirón y entonces sí recuerda las palabras: “Vamos, cruce, cruce, o la quemo”, dicho imperativamente, con la boca apretada, azuzándola como si ella fuera un perro, para que atravesara de una vez la barrera y se olvidara del asunto. No se asustó, el chico no parecía tener más de doce años, pero se quedó sin reacciones, aletargada. Cuando el pibe salió corriendo, y esa imagen también la recuerda con nitidez, la forma escurridiza de correr, la ligereza de las piernas cortas y chuecas, las zapatillas pegando contra el asfalto, ella alcanzó a gritarle: “¡Dejame los documentos!”. Con autoridad se lo gritó, como si le diera una orden a uno de sus alumnos. Después cruzó el paso a nivel con las manos vacías, los brazos colgando a lo largo del cuerpo, con una sensación de náufrago, desorientada pero al mismo tiempo aliviada, como si por fin alguien la hubiera liberado de toda obligación. Sin cartera, sin llaves, sin documentos, sin billetera: sólo un ser humano deambulando por ahí.
Ahora acaba de subirse al tren en la estación Drago. Se abre paso por el pasillo hasta apoyarse en el fondo del vagón. Pese a la hora, el tren va lleno; viene de Retiro, polvoriento y apático como la gente que lleva de regreso a los suburbios. Mira su reloj de pulsera: son casi las diez de la noche. ¿Y si es una trampa? No lo cree, el que la ha llamado es un policía de Villa Ballester. Se escuchaban sirenas de fondo y la radio del patrullero. Que se apersonara a la brevedad, le dijo el oficial con ese lenguaje adulterado que usa la policía: habían encontrado sus documentos en el baño de la estación. Más que alivio, la imagen le despertó un horror difuso, sus papeles tirados en el suelo pringoso de un baño público. De manera que se largó hacia Villa Ballester, impulsada por la esperanza de reparar algo, o tal vez sólo por obediencia, inducida por la voz perentoria del policía. Si su hijo no hubiera estado de viaje, la habría acompañado. Pero va sola. Quizás sea otra imprudencia, como haber ido aquella tarde por Juramento, una calle oscura que termina en las vías del tren, en lugar de haber tomado Echeverría. Saca del bolsillo un paquete de pastillas y se mete una en la boca. Pensar que apenas dos horas atrás ella estaba por tomar una cerveza con un grupo de amigos, el otoño empezaba y el aire todavía arrastraba la dulzura del verano. Iban a sentarse en la vereda de un bar, bajo los árboles; iban a hablar de cine, de la política nacional, de otros amigos. Se iban a reír. Y ahora está allí, en ese tren ruinoso viajando a un suburbio desconocido. “Fueron Los Truchitos”, dijo el policía, o “Los Puchitos”, vaya a saber, con la interferencia no entendió bien, en todo caso, una banda villera. Y algo más dijo sobre la declaración o el reconocimiento; en suma, que se presentara a aclarar los hechos. Con todo, la policía había actuado con rapidez. La habían llamado apenas una hora después del “arrebato”, cuando ella ya había hecho varias veces el inventario de lo que creía llevar en la cartera. Vuelve a recordar con pena las muestras de tela para retapizar su sofá. Y también el cuento que tenía a medio leer. ¿Qué sucedería con aquellas mujeres adictas a las palabras cruzadas? Mira a su alrededor como si alguien pudiera darle la respuesta. Algunos dormitan, otros leen el diario o tienen la mirada perdida en algún punto del vagón. Son trabajadores. Se ve en la ropa, en las mochilas ajetreadas, en el pelo duro y opaco. Cómo la verán “ellos” a “ella”, piensa, con su traje elegante y su melena rubia. “Ella”, que está abandonando su territorio y adentrándose en el de “ellos”. De Retiro a José León Suárez, un descenso inexorable en doce estaciones y cincuenta minutos. A veces uno se olvida de cómo está el mundo. Fue ese olvido lo que la hizo ir por una calle oscura, seguir el peor camino. En cierto modo, ella se lo buscó.
En Villa Pueyrredón se bajan unas pocas personas que se dispersan rápidamente, como si el contacto con el andén las reviviera. Cuando se están cerrando las puertas, salta al vagón un pibe que vende alfajores. “Dos por diez pesos”, pregona, avanzando entre la gente que se mueve apenas para darle paso. Parecido a ese, piensa ella. Pero más bajito. ¿Por qué no se acuerda de su cara? Sólo tiene una imagen borrosa del chico, pero sí la impresión de un desajuste entre su cuerpo y su rostro. Mira al pibe de los alfajores.
En realidad, ya lo sabe. Las caras de esos chicos no son caras de chicos, y tampoco de adultos. Tal vez no tenga doce o trece años, como le pareció al principio, tal vez tenga quince o dieciséis.
Desde el vagón contiguo avanza un ciego con un acordeón. Es un tipo enorme. Toca una melodía irreconocible y, al mismo tiempo, familiar. Su cara también es ciega, impávida, como si ningún sentimiento hubiera dejado allí su impronta.
Cuando pasa junto a ella, ella casi no respira. ¿Cómo sería un ciego peleándose? ¿Cómo sería esa violencia? Siente una ligera náusea. ¿Y ella qué? Podría haberse defendido. Podría haberlo agarrado de los pelos al chico. Gritarle como una poseída para asustarlo. Pero no, se había quedado inmóvil como una vaca. Cuántas cosas en la vida le habían sucedido de la misma manera. ¿Había nacido en estado de indefensión? ¿Sin garras? Da unos golpecitos nerviosos con la espalda contra la pared. Tal vez el chico, “su” chico, nunca la hubiera atacado. Y aunque hubiera tenido una navaja, ¿ella no podría haberlo desarmado? No, no se perdona su pasividad. Y tampoco lo perdona a él.
Ahora el tren deja atrás la estación y toma velocidad. Se siente más serena, más conciliadora. Tal vez sea efecto del tren. Cada uno puede entregar su voluntad a esa determinación mecánica, el cuerpo dócil al movimiento que los mece a todos por igual, como si fueran plantas submarinas.
Lo mejor es no llenarse de reproches, de broncas. Hay que aceptar las cosas como suceden. No intoxicarse con ellas. Imaginar que de alguna manera perversa se hace justicia. “La sacaste barata”, le dijo una amiga, esgrimiendo esa especulación comercial como consuelo. Podrían haberla lastimado, violado, haberla dejado herida junto a las vías. Desangrándose. Haberla matado de un tiro por unas muestras de tela, un libro, ¡y un táper! Lo recuerda de golpe: también llevaba en la cartera un táper con una manzana. Nada está exento de su pincelada ridícula, ni el episodio más dramático. Se imagina al chico abriendo el táper, ¿se comería la manzana?
Cuando vuelve a mirar hacia fuera están llegando a Migueletes, Migue etes como reza el cartel, que ha perdido la ele. ¿Y si ella hubiera hablado con el pibe? ¿Si lo hubiera convencido de alguna manera? “En lugar de afanar, ¿qué tal si me arreglás el jardín una vez por semana?” Lindo cuento de hadas, cuando lo cierto es que se han acostumbrado a algo peor que a no mirarlos, a espantarlos como moscas cuando rondan alrededor vendiendo estampitas, biromes o pidiendo monedas.
Un asiento se desocupa y se sienta del lado de la ventanilla, junto a un hombrecito de campera verde y de aspecto reseco. En Migueletes se apea mucha gente. Los ve alejarse bajo la luz incierta del andén hasta desaparecer de golpe, como si se los hubiera tragado la tierra. El tren se queda unos instantes detenido, con las puertas abiertas. Y entonces, como si hubiera sido una escena preparada, un perro negro y flaco sube al vagón. Mira a los que viajan, como si buscara algo o a alguien y antes de que las puertas se cierren, vuelve a salir, indiferente. Nadie parece sorprenderse.
El tren empieza a rodar nuevamente. Ahora que ya no van tan apretados, puede distinguir a algunos personajes. Un hombre que lleva una guitarra y una chalina sobre el hombro. Un viejo que saca cuentas febriles (eso parece al menos). Una matrona que teje con una concentración estatuaria. Sólo las manos se mueven repitiendo una secuencia precisa que remata cada tanto con el sobresalto del ovillo sobre su falda.
Suspira aliviada. Una mujer que teje le restituye algo al mundo. También ella, en pocas horas más, podrá volver a sus rutinas y dar este episodio por terminado.
¿Pero si al chico lo agarraron y ella tiene que reconocerlo? La idea le da escalofríos. ¿Qué va a hacer? Recuperar sus cosas sí, tener contradicciones también, pero incriminar al pibe, ser la responsable directa de mandarlo en cana es otra cosa. Aunque no lo perdone, ella al chico no lo va a delatar. Está decidido. Además, lo más probable, piensa recordando su manera desenfrenada de correr, es que el chico se haya escapado.
Están llegando a San Martín cuando la luz del vagón baja de intensidad.
Mira hacia el techo y ve que se ha apagado una bombita. Tal vez el tren se vaya extinguiendo a medida que avanza hacia su destino final.
Piensa en su hijo, tan lejos en ese momento, tan ajeno a sus preocupaciones, su hijo viajando en trenes del primer mundo ¿Qué le hubiera dicho él? ¿“La sacaste barata”, como sus amigos?
El hombre sentado a su lado se va quedando dormido, con las manos cruzadas sobre las rodillas, como si rezara. Cada tanto amenaza con quebrarse sobre ella, como una rama seca, pero se recupera a último momento con un resoplido angustiado. Ella se arrincona contra la ventanilla.
Entre San Martín y San Andrés, aparece en el vagón otro vendedor ambulante.
Lleva una mochila al hombro y en las manos una cajita con un cordel que exhibe a un lado y otro del pasillo. Cuando tira del cordel, se escucha el cacareo estridente de una gallina. “¿Qué tiene la gallinita?”, pregunta el vendedor. La gente empieza a observarlo. “No tiene gripe la gallinita”, dice, “no tiene sida”… Después de un breve suspenso vuelve a preguntar: “¿Qué tiene la gallinita?”. Todos se quedan expectantes, hasta la matrona tejedora deja las agujas en suspenso: “Haaambre”, responde el vendedor recargando dramáticamente la voz, “la gallinita tiene haaambre”.
La actuación a lo largo del vagón hace su efecto, el tipo vende dos gallinitas.
El ex combatiente de Malvinas, el portador de HIV o el mutilado ya son personajes habituales de los subtes y los trenes. Han gastado a su auditorio. Esto, en cambio, es marketing fresco. Se distrae haciendo cálculos sobre cantidad de vagones, cantidad de cajitas vendidas, ganancias del vendedor. Hay que hacer algo así de ingenioso para zafar, piensa. “Su” chico, entonces, ¿tiene otras alternativas? “Libre albedrío”, se le cruza por la cabeza, una frase aprendida en la remota época del catecismo, tan difícil de entender como de pronunciar. Desecha la idea, irritada. Encajar ideas con realidades es desde siempre una proeza.
Cuando el tren deja atrás San Andrés, se acuerda de la radiografía. Algo tan incongruente como la manzana en el táper: la radiografía de una muela metida en uno de los bolsillos de su cartera. Otra vez le da esa mezcla de rabia y de vergüenza. Tal vez el chico mire la radiografía. “En la cartera una mujer lleva su corazón.” ¿Lo ha leído en alguna parte o lo ha escrito ella misma en una nota? En tal caso se le olvidó aclarar que también lleva sus huesos. Se deja ganar lentamente por el resentimiento. Se lo imagina, al chico, llegando a su casa, excitadísimo, satisfecho. “Esa estúpida se asustó de mi dedo.” (Cada vez está más convencida de que no tenía un arma.) Y estaba su bolsita de maquillaje con dos barras de rouge nuevas. Y la cartera misma, que era la mejor que tenía. El tren vuelve a arrancar con un gemido. Despojada. Esa palabra resuena en su cabeza, una palabra dramática. Porque ella, al fin y al cabo, ¿qué culpa tiene? ¿Es una política corrupta acaso? Ella hace las cosas con responsabilidad. Trabaja. Paga sus impuestos. Es buena persona. Argumentos repugnantes, lo sabe. Igual se enfurece otra vez con el chico. Le retira el perdón que hace pocos minutos le ha concedido.
Mira su reloj, han pasado unos cuarenta minutos desde que salió de Drago. Sólo faltan ahora Malaver y Villa Ballester. El tren se ha ido vaciando. Bajo la luz desvaída del vagón, las pocas caras que quedan a su alrededor le parecen lúgubres. Por suerte, todavía la acompaña la tejedora. Tiene el impulso de llamar a su amiga Beatriz para avisarle dónde está y decirle que pronto regresará a su casa. Sus manos hacen el gesto mecánico de ir hasta la cartera para sacar su celular. Pero no hay más cartera, al menos “esa” cartera, y tampoco celular. Tiene una sensación de caída, como en los sueños cuando se pisa un escalón imaginario. Le parece que un hombre de cara brutal la observa desde lejos. Tal vez ella ha gesticulado o hablado sola, el runrún en su cabeza no se detiene.
Unos minutos antes de llegar a la estación Malaver, la matrona tejedora se levanta y se dispone con parsimonia a bajar del tren. Esa mujer no le daría tantas vueltas al asunto. Por empezar, tal vez ni le hubieran robado la cartera, a juzgar por la determinación con que la lleva aferrada. Y si le hubiera sucedido, no tendría ningún inconveniente en odiar al pibe. “Son delincuentes, hay que meterlos a todos presos, aquí se necesita mano firme, condenas más largas, entran por una puerta y salen por la otra…” Enhebraría todos los argumentos del caso así como enhebraba un punto tras otro, sin sombra de duda, si no, el suéter te sale mal. Un suéter abrigado y asfixiante. Cuanto más anchas las caderas, piensa mientras la ve caminar hacia la puerta, más fuertes las convicciones. Su asiento ha quedado hundido, tibio, como para empollar a toda una generación de argentinos bien pensantes.
Por las puertas abiertas del tren se cuela un viento fresco que barre el calor acumulado en el trayecto. Sólo quedan ahora algunos viajeros aislados. Los mira uno a uno y, cuando se detiene en el adolescente con su iPod, se le da vuelta el corazón. Recuerda la última de sus pertenencias en el bolso robado. El iPod que le regaló su hijo, un artefacto minúsculo pero precioso. Precioso porque antes de irse de viaje él mismo le había hecho una selección de música. ¿Cómo se había olvidado? Se agarra la cabeza, y por primera vez le dan ganas de llorar. Odia al chico, ahora sí que lo odia. Y se siente estúpida, como una dama de la caridad, pensar que podía “comprenderlo”, “perdonarlo”. El mundo es así de duro, un basural. Y ella pertenece al otro bando. Hay que tener el coraje de aceptarlo, dejar de lado la hipocresía. Porque ese chico no la mató ahora, pero puede matarla mañana. Ese chico va a ser inexorablemente un delincuente. Va derecho a su destino, como un tren. Su recorrido está trazado, finiquitado. En suma, si tiene que reconocerlo, lo hará.
El tren frena con un chirrido insoportable hasta detenerse con un sacudón: Villa Ballester. Se levanta de un salto. Sale con ímpetu al andén. Se siente rodeada por la noche y tiene frío. Las canciones que su hijo había elegido para ella, piensa, con la garganta apretada. Camina hacia la luz y puede ver enseguida a los policías en el vestíbulo de la estación. Son tres. Uno de ellos sale a su paso, como si la conociera. Por aquí, señora, le indica con solemnidad, y la conduce hacia la zona de los baños donde hay otro policía de guardia. Un poco más allá, sobre la calle, se ven dos patrulleros con las luces encendidas. ¿Por qué tanto despliegue? Sabe enseguida la respuesta, porque la muerte es grosera y te hace respirar y palpar su presencia mucho antes de mostrarse desnuda.
El chico está tirado en el piso del baño, junto a los mingitorios, cubierto con papeles de diario, como ella hace con las cucarachas de su cocina.
Levantan un extremo para que pueda verle la cara y reconocerlo. En la muerte, como en el sueño, el rostro vuelve a vaciarse. Es la cara de un chico, su inocente trazo original. Sin la gorra de béisbol, con el pelo oscuro endurecido por la sangre reseca. Lo han matado a golpes. Seguramente una disputa por el botín. Todos se vuelven hacia ella: ¿qué llevaba en la cartera? Mientras empieza a hablar, a los tropezones, ve cómo vuelven a taparlo, pero queda afuera la mano morena, la mano que lleva entrelazado entre los dedos el cablecito blanco de su iPod.